Según el Merriam-Webster Dictionary, un complacedor es “una persona con la necesidad emocional de complacer a los demás”. Me sorprende que mi foto no esté al lado de esa definición. Fui una complacedora durante años. Pero cuando investigué un poco sobre el tema, descubrí que la mayoría de los complacedores son egoístas, incluso yo.
Me importaban los demás, sin duda. Pero ese no era el motor de mis decisiones. Hacía cosas por otras personas para agradarles. Me ofrecía para todas las tareas en las escuelas de mis hijos para que todos pensaran que era una mamá habilidosa y organizada.
Trataba de preparar cenas perfectas para mis invitados, para que pensaran que era buena cocinera. Intentaba (que quede claro: intentaba) mantener mi casa ordenada para que los demás pensaran que era buena ama de casa. En el trabajo hacía sugerencias y me esforzaba al máximo para ayudar con los proyectos y que mis compañeros pensaran que era inteligente. Y cuando la relación con familiares o amigos tambaleaba, pasaba mucho tiempo tratando de arreglarla.
Sencillamente, mi motivación para casi todo lo que hacía era errónea. Solo estaba preocupada por mí misma. Mi vida giraba en torno a la necesidad egoísta que tenía de que el mundo me aceptara y admirara. Vivía para complacer a la gente, no a Dios. Pero Jesús nos advierte en Su Palabra que no debemos hacerlo. (Ver Juan 12:43; Gálatas 1:10; Filipenses 2:3–4).
Entendí que esto debía cambiar un día en que estaba atrapada en un embotellamiento de tráfico y oraba por una relación que no podía arreglar. Hiciera lo que hiciera, mi relación con esta persona seguía rota. Le pedía ayuda a Dios para que se convirtiera en un ejemplo de perdón y gracia. Y en ese momento, Él me susurró: “Entrégame tu corazón”.
Al escribir estas palabras, se ven ridículamente simples y probablemente no una gran revelación. Pero para mí, de verdad, lo eran. Fue en ese momento que empecé a preguntarme cómo sería mi vida si me enfocaba más en Dios que en preocuparme por lo que los demás pensaban de mí. Más importante aún, me pregunté cómo eso podría fortalecer mi relación con el Señor. (Ver Eclesiastés 2:26; Colosenses 1:10).
Recordé las palabras de un antiguo himno de Helen Howarth Lemmel:
Vuelve tus ojos a Jesús,
Mira de lleno Su rostro maravilloso
Y las cosas terrenales se verán más vagas,
A la luz de Su gloria y gracia.
Después de ese momento, me comprometí a pasar más tiempo con el Señor. Me dediqué a tener más tiempo íntimo de oración y a leer y meditar Su Palabra. Gracias a esto, recibí del Padre una cantidad desbordante de gracia y misericordia por arrepentirme de mis motivos erróneos.
Santiago 2:13 NVI dice: “La compasión triunfa en el juicio”. Ah, así es. Tener la compasión de Dios por mi pecado me ayudó a aprender a desestimar las opiniones de los demás. De alguna manera, se me hizo necesario perdonar a quienes podrían haberme juzgado mal, en lugar de esforzarme más para conseguir que me aceptaran. A consecuencia de esto, el tiempo que paso sentada en presencia del Señor se convirtió en una bendición, se me abrieron nuevas oportunidades en el ministerio y logré una paz que calma mi espíritu.
Amigo, si tiene dificultades porque busca complacer a todos, lo invito a que “vuelva sus ojos a Jesús” ya mismo. El gozo, la paz y la misericordia que el Señor derramará sobre usted serán maravillosos. Experimentará Su amor incondicional cuando camina en Su verdad (Salmo 26:2–3), y se dará cuenta de que su atención a las necesidades de los demás se volverá más importante que su necesidad de que lo aprueben.
Kristi Dews Dale está casada y es madre de cuatro hijos maravillosos. Tiene un máster en salud pública y es profesora adjunta de administración de empresas en una universidad local.