Me llamo Thomas Thibault, y esta es la historia de mi vida. También se me conoce como el recluso N° W04843 y mis amigos me llaman T. Bo. Actualmente mi hogar es el Correccional de Florida, donde estoy cumpliendo cuatro condenas a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Soy un hombre bendecido, un prisionero de la esperanza (Zacarías 9:12).

Probablemente piensa que estoy loco. Ya sé. ¿Cómo puede decir alguien que pasar el resto de la vida preso es una bendición y que tiene esperanza? Le explico. Déjeme empezar contándole cómo llegué aquí.

No hay nada importante ni trágico en mi juventud que pueda mencionar y que ayudaría a explicar mis circunstancias. Mi mamá era amorosa y me crio bien. Tenía una hermanita genial y buenos amigos, además. Disfrutaba de los deportes y me esforzaba mucho en la escuela.

A mi entender, lo peor que hice fue experimentar con la marihuana de vez en cuando y tener sexo con mi novia. ¿No era lo que hacían casi todos los adolescentes?

A los 17, me convertí en padre soltero. Pero asumí la responsabilidad de mis actos y antes de que mi hija cumpliera un año ya había terminado la secundaria y me habían otorgado la custodia completa de ella.

Salí a trabajar inmediatamente y conseguí un empleo excelente, con grandes beneficios, en una empresa con presencia en todo el país. Inscribí a mi bebita en un jardín maternal privado, donde aprendió español. A menudo viajábamos a Disney y otros parques de diversiones. Vivíamos en una propiedad bonita; tenía contrato de alquiler con derecho a compra. La vida era buena. Nosotros estábamos bien.

Seguí experimentando con la hierba, e incluso vendía un poco a veces, pero no me parecía gran cosa. No me imaginaba que esa droga sería el acceso a una vida infernal, con el mismísimo demonio como guía personal.

Como vendía hierba, a menudo me cruzaba con personas que consumían otras drogas, como cocaína. Cuando me la ofrecieron, me dije “¿por qué no?”. Hice caso omiso de la voz en mi interior que me decía que me alejara. Y de saber que varios miembros de la familia luchaban con la adicción y que yo también podía volverme adicto. La probé.

Al principio, solo consumía los fines de semana. Tenía que mantener a mi hija, así que continué dedicándome a mi trabajo, a mi hogar y a ella. Ella había sido mi gracia salvadora durante muchos años, pero el amor por mi hija no iba a poder competir con mi adicción en aumento.

A los ocho meses era un adicto empedernido que consumía cocaína en casa y en el trabajo todos los días. Llevaba a mi hija conmigo a los fumaderos y la dejaba en el camión del trabajo mientras fumaba crack. ¿Se puede caer más bajo?

Mi adicción me llevó a la paranoia, y me imaginaba que el FBI venía a buscarme. Perdí todo: trabajo, carro, casa y a mi hija. Pero no me importaba: quería estar a solas con la cocaína, mi nuevo amor. Me desligué a propósito de mi familia y de todas mis obligaciones. Mandé a mi hija a vivir a otro lado y salí a la calle con todo.

Vivía despierto durante días por los efectos de la cocaína robando, hurtando y durmiendo con mujeres que no conocía. El Tommy amable, trabajador y querible había desaparecido y había ocupado su lugar un monstruo sin consideración por nada ni por nadie. Lo único que me importaba era tener dinero para mi adicción a toda costa.

La mañana del Día de Gracias de 1998, hice algo que solo puede hacer un monstruo. Entré a robar en la casa de tres personas inocentes y las maté. Me arrestaron y me ingresaron en la cárcel del Condado de Palm Beach a los cinco días.

Usted pensará que después de cometer un crimen tan horripilante y enfrentar un futuro tan sombrío iba a pedirle ayuda a Dios. Pero no. En cambio, seguí drogándome y viviendo una mentira. Nunca había visto la necesidad de tener a Dios en mi vida; siempre pensé que podía manejar las cosas yo solo.

Mi mamá me llevaba a la iglesia cuando era chico, con la esperanza de que llegara a conocer al Señor, pero no funcionó. Además, sabía que merecía el encierro…¿Para qué meter a Dios en mi situación ahora? No me iba a querer, de todos modos. Yo era un monstruo.

Dos años después, en 2001, un juez me dio pena de muerte por cada uno de los asesinatos y cadena perpetua por el robo. Acepté la condena como el destino bien merecido que tenía por lo que había hecho. El 25 de septiembre de 2001 me pasaron al corredor de la muerte.

“Ya sabes que vas a morir aquí” me dijo otro preso a poco de llegar. Pero sentado en mi oscura celda de 6 x 9, no podía aceptar que sus palabras fueran verdad. Por dentro tenía una sensación de esperanza. Ni idea de dónde venía.

Sorpresivamente, solo estuve en el corredor de la muerte durante dos años y dos días; luego me trasladaron a la cárcel del Condado de Palm Beach. Me revocaron mis penas de muerte por una cuestión técnica.

Mientras los abogados peleaban mi caso, entré en un pabellón con el programa de rehabilitación “basado en la Fe y la Personalidad”, a cargo de un hombre llamado Gino. Él me habló de cómo Dios había enviado a Su Hijo Jesús a morir por mi pecado (Juan 3:16).

Dios abrió mis ojos espirituales para que entendiera la profundidad de su amor por la humanidad—incluso por asesinos como yo. Y cuando Él vertió Su amor en mi corazón, creí en Él (Romanos 5:5). Por mi fe en Jesús, pude conocer a Dios y sentí la presencia genuina de Su Espíritu Santo (Juan 14:6).

Al poco tiempo, Dios me hizo un regalo increíble mediante el acto generoso de la madre de una de mis víctimas. Me dijo que la gracia redentora de Dios le había permitido perdonarme por matar a su hijo. Su gesto noble hizo que la realidad del amor de Dios se arraigara más en mi corazón. (Increíblemente, esta señora se había acercado a mi mamá durante mi audiencia inicial en el tribunal y le había transmitido el mismo amor, la misma generosidad y consuelo. Ella reconocía que mi mamá también era víctima de mis delitos).

Me mantuve firme en mi fe durante un tiempo, al regresar a la cárcel. Pero después quité los ojos de Dios y me enfoqué en mi entorno. Al final, volví a consumir y vender drogas y a tomar cócteles de ginebra con otras bebidas alcohólicas. Estaba viviendo a fondo en el bajo mundo de la vida carcelaria.

A menudo me ponían en confinamiento solitario, en castigo por mis acciones. Una vez, después de un confinamiento de 90 días, mi familia vino a visitarme. Mi mamá me dejó en claro que estaba molesta por mi forma de vida. “Tommy”—me dijo—“Dios te ha dado una segunda oportunidad en la vida, algo que tus víctimas no tuvieron. Y aquí estás, desperdiciando su regalo precioso. ¡Con total falta de respeto, debo decir!”.

“Simplemente hago lo que hacen los hombres, mamá”—le respondí. Entonces ella procedió a darme su definición de un hombre de verdad. Es gracioso, pero no tenía ninguna de las cosas que yo estaba haciendo.

De vuelta en mi celda, pensé en lo que había dicho mamá. Dios la había usado para llamar mi atención. Tomé mi Biblia y la abrí. Mateo 6:26 (NVI) me llamó la atención rápidamente: “Fíjense en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni almacenan en graneros; sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que ellas?”.

Dios utilizó este versículo simple para recordarme de Su amor, provisión y cuidado. Y mi corazón respondió: “Está bien, Dios, ya es suficiente. Si este versículo es verdad, si realmente vas a cuidar de mí el resto de mi vida entre estas rejas, voy a dejar todas estas cosas estúpidas a las que me aferro y te voy a seguir. Soy todo Tuyo y me comprometo totalmente”.

Hace ocho años que me comprometí a confiarle a Dios mi futuro y a tomar mi fe en serio. Y Él nunca me falló.

Desde que hice de Él mi hogar y traté de glorificarlo con mis actos y palabras, Él me dio una vida fructífera, aun entre rejas. También me ayudó a cambiar mi conducta. No tengo un DR (informe disciplinario) desde hace cuatro años y me mantengo sobrio. Ha sido una lucha difícil, pero cuanto más me acerco a Dios, más atrás dejo mi vida y mis pensamientos de antes.

Hace casi tres años, entré en el pabellón con el programa de rehabilitación “basado en la Fe y la Personalidad” del Correccional de Taylor y empecé a liderar programas. Allí descubrí el propósito que Dios tiene para mí.

Él me mostró que hasta en la cárcel tengo la misión increíble de compartir la bondad de Dios con los demás. Todos los días tengo el privilegio de guiar a esos hombres para que dejen sus vidas inútiles y se acerquen a los brazos amorosos de Jesús. ¡Ayudo a los demás en que se conviertan en prisioneros de la esperanza también!

¿Ahora se da cuenta de por qué me siento tan bendecido?

Dios no me dio por perdido ni una vez. En cambio, en el corredor de la muerte, Él plantó una semilla de esperanza en mi corazón y me acercó a Él. Perdonó mis pecados, me prometió vida eterna y ahora me ayuda a mantenerme firme contra mi adicción. No soy perfecto, pero gracias a Cristo tengo esperanza, a pesar de estar cumpliendo cuatro condenas a cadena perpetua.

Usted también puede tener esperanza en Cristo.

Sea lo que sea que enfrente, debe saber que no es el fin. Es el principio. Si lo deja, Dios le va a mostrar Su amor, Su gracia y Su propósito de manera inconfundible. No hace falta ser prisionero de sus circunstancias; puede optar por ser prisionero de la esperanza.

Ábrale el corazón a Dios hoy mismo. Deje atrás los caminos de este mundo que no conducen a nada y descubrirá Sus bendiciones por sí mismo.

 

THOMAS THIBAULT ayuda a hombres encarcelados a descubrir la libertad en Cristo, aun cuando él está cumpliendo cuatro condenas a prisión perpetua en el Correccional de Florida.