Menos del 1% de los estudiantes secundarios que juegan béisbol llegan a las Ligas Mayores. Yo fui uno de los afortunados. El talento natural y la determinación de probarle cuánto valía a un padre que dijo que jamás llegaría a nada posibilitaron que me convirtiera en un jugador que participó 8 veces del Juego de las Estrellas, fue cuádruple campeón de la Serie Mundial e ingresó al Salón de la Fama de los New York Mets.

Ser elegido para representar equipos como los Mets, los Dodgers, los Giants y los Yankees es algo indescriptible. Si alguna vez fue deportista profesional, sabe cuánta perseverancia se necesita para sobrellevar dolores físicos, contrariedades y frustración mental todo el tiempo, así como competencia brutal y detractores. Hace falta disciplina y sacrificio para tener éxito a cualquier nivel en el deporte.

Los New York Mets me reclutaron apenas salí de la secundaria y me hicieron jugar para los Kingsport Mets en la Liga de los Apalaches. Fui el primer elegido en el proceso de selección con solo 18 años.

Mi manager me recordaba todos los días: “Llegar a las grandes ligas cuesta mucho trabajo. Podrías llegar si te concentras en tu objetivo y te entrenas para eso”. No había garantía, pero esperaba que si conservaba la humildad y jugaba fuerte, un día probaría cuánto valía en las ligas mayores.

Así que puede imaginarse mi emoción cuando recibí la llamada en la primavera de 1983. Estaba preparándome para otro partido con Kingsport cuando las benditas palabras “Te queremos, Darryl” llegaron de arriba. Los New York Mets me estaban llamando.

El día que entré al vestuario de los NY Mets traté de actuar con naturalidad, como si no fuera gran cosa. Pero era fantástico. Allí, en ese vestuario con algunos de los más grandes de la MLB, colgaba un uniforme de los Mets en un casillero con mi nombre: Strawberry.

Los integrantes del equipo me dieron la bienvenida a su prestigioso club con apretones de manos y palmadas en la espalda. Habían oído hablar del chico alto y desgarbado que, según la prensa, podía llegar a ser el próximo Ted Williams. Aceptaban de buen grado mi talento, especialmente si podía ayudar a conseguir el campeonato de la Serie Mundial.

Estuve flojo en los primeros partidos. Ahora estaba jugando con los grandes y me llevaría tiempo adaptarme. La prensa fue hostil, pero me mantuve enfocado. Y luego una noche se dio todo.  ¡Bum! La pelota voló. Empecé a correr. Y el público enloqueció. Estaba por convertirme en el Novato del Año.

Como Met, tuve todo lo que pensé que me haría feliz. Contratos lucrativos, autos lujosos, casas inmensas y muchas mujeres. Recibía aplausos, reconocimientos, tenía poder y fama. Giraban la cabeza cuando entraba a cualquier lugar y me llovían las oportunidades.

Lo más importante para mí es que ser un Met me daba un lugar al que pertenecía y la sensación de ser valioso. Era la prueba de que yo era alguien y de que algo había hecho bien.

Casi toda mi infancia había oído lo contrario. Mi padre, un alcohólico abusivo, me decía todos los días que era un inútil. “No vales nada, chico. Nunca vas a llegar a nada”. Con sus palabras y actos, papá me dejaba en claro que no me quería.

Mamá, una mujer piadosa, trataba de darme confianza respecto de cuánto valía. Nos quería mucho a mis hermanos y a mí y nos enseñaba los valores cristianos. Pero las marcas que dejaron el abuso y las palabras brutales de mi papá tuvieron más peso. A pesar de todos mis logros, no podía dejar de pensar que era un inútil fracasado.

Pero creer que mi valor dependía de lo que era como deportista profesional era peligroso. Ser un Met era una ocupación pasajera, como lo fue ser un Dodger, un Giant y un Yankee. No importaba cuántos jonrones consiguiera, cuántas bases robara o cuántas salidas forzara, un día se apagarían las luces, yo vaciaría mi casillero y volvería a casa para siempre.

A veces el final llegaba por elección. Frustrado o decepcionado, buscaba un cambio. Como cuando dejé los Mets, me convertí en agente libre y firmé para los Dodgers. Esa movida me llevó a firmar el segundo contrato más alto del béisbol en esa época: más de 20 millones de dólares. Pero la mayoría de las veces me vi forzado a cerrar un ciclo debido a mi bajo rendimiento, lesiones deportivas, operaciones, cáncer y, por supuesto, mi mal comportamiento.

Fui un alcohólico sin control, un adicto al sexo y a las drogas y un mujeriego durante mis 17 años de beisbolista profesional. Los equipos se cansaban de la publicidad negativa que mis malas decisiones les daban a sus franquicias.

No importaba que todavía estuviera jugando bien y ayudándolos a ganar la Serie Mundial. Yo era una carga demasiado pesada y una distracción. Mi escándalo con el fisco, los cargos por violencia doméstica, el uso de drogas y la cárcel generaron títulos sensacionalistas a nivel nacional. Yo ya no valía la pena como inversión.

Fuera cual fuera el motivo, que me dejaran en libertad siempre era un golpe increíble a mi autoestima. Tal vez el momento de mayor humillación fue cuando los Yankees no me renovaron el contrato tras una seguidilla de lesiones. Me vi forzado a jugar en una liga independiente del norte que, a diferencia de los equipos en las ligas menores, ni siquiera estaba afiliado a una franquicia de las ligas mayores.

Yo no era una prima donna ni nada, pero sí era campeón mundial y había participado en partidos de las estrellas. ¡Yo era Darryl Strawberry, por el amor de Dios!

Y había dejado el Yankee Stadium para jugar en un equipo del que jamás había oído hablar, en una liga de la que jamás había oído hablar, con veteranos acabados y adolescentes con aspiraciones. Quería abandonar, pero no podía. Jugar béisbol era lo único que sabía hacer y el único lugar al que sentía que pertenecía. Ser jugador de béisbol había sido mi identidad desde niño.

Lo más doloroso de que me dejaran en libertad era saber que ya no me necesitaban. Cada vez que un equipo me decía “ya no te necesitamos” oía la voz burlona de mi padre: “No vales nada, chico”.

Para reforzar el mensaje de esas palabras estaban mis dos matrimonios fallidos, la pérdida de mis seis hijos y la incapacidad de escapar de la adicción con la que luchaba a diario.

Durante toda mi carrera experimenté etapas de depresión con frecuencia. Había días en que ni siquiera podía levantarme de la cama para ir al campo de juego. Otros días trataba de consolarme por el corazón roto y el rechazo saliendo a la calle, pasando el tiempo en fumaderos de crack y bares y visitando los dormitorios de mujeres que no conocía.

Creer que era un fracaso—un cero a la izquierda, un don nadie—me llevó a la destrucción. Iba soplando por el mundo como un huracán, dejando detrás un reguero de escombros.

Al final, perdí todo: familia, dinero, casas, autos, salud, carrera y reputación. Y en el proceso lastimé a mucha gente.

Sin embargo, en esos momentos aciagos de mi vida, aún oía que Dios me susurraba las palabras que siempre había querido oír: “Te necesito, Darryl”.

Por qué Dios podría necesitar a una cabeza hueca desastroso como yo era algo que no podía imaginar. Tenía deudas por tres millones de dólares, me había divorciado dos veces, estaba alejado de mis hijos, irremediablemente perdido en el alcohol y las drogas y excluido de las ligas mayores de béisbol. Mi nombre estaba embarrado en este mundo.

Nunca había oído la promesa de 1 Corintios 1:26–28. Nos enseña que Dios elige amar y usar a las personas que el mundo desprecia, deja de lado y que no cuentan para nada—incluso aquellas que se equivocan en la vida y lastiman a otras personas. Mi interpretación de estos versículos es esta: Dios elige a las cabezas huecas de este mundo para que entren a su equipo. Por suerte.

Mamá me había enseñado que Dios me amaba y me necesitaba y que tenía un plan excelente para mi vida fuera del béisbol. Yo creía que Dios existía y que Jesucristo había muerto por mí, como dice Juan 3:16. Incluso hubo momentos en que me proponía seguirlo. Pero eran eso solamente—momentos.

Apenas aparecían las dificultades de la vida, volvía a las andadas y a los desahogos mundanos, aunque sabía lo destructivos que eran (Mateo 13:1–25).

Una y otra vez mamá me advertía: “Puedes correr, Darryl y esconderte. Pero al final, tendrás que entregarte al Señor y hacer lo que Dios te pide que hagas”.

Tenía razón. Al final me rendí y acepté mi destino, pero fue recién cuando mi naturaleza obstinada y rebelde me llevó a caer lo más bajo posible. Ese día dije por fin: “Bueno, Dios. Puedes tenerme. Estoy listo para comprometerme totalmente contigo. Voy a entrar a Tu equipo y a empezar a jugar con Tus reglas. Me niego a seguir siendo espectador. ¡Hazme entrar al partido, Entrenador!”.

Y ¿sabe qué? A pesar de todas las veces que lo había ignorado o rechazado, en el instante que dije esas palabras Dios me recibió con los brazos abiertos y sin juzgarme (Lucas 15:11–32).

Aceptar mi puesto en el equipo de Dios es la mejor decisión que haya tomado jamás. Mi vida cambió al comprometerme en mi relación con Jesús y al comenzar a edificarla sobre los principios bíblicos y a vivir en el poder del Espíritu Santo. Dios me ayudó a convertirme en el hombre que siempre había querido ser.

Había pasado años deseando ser un mejor hijo, esposo y padre, pero siempre había fracasado. Entré en programas de recuperación, centros de rehabilitación e incluso fui a la cárcel. Pero nada me había provocado un cambio duradero. ¿Por qué? Porque la fuerza de voluntad, la encarcelación y la mayoría de los programas de recuperación no tratan los problemas subyacentes. Solo intentan detener comportamientos.

Yo fui un chico que había sido rechazado y abusado por el padre. Fui un hombre que había cometido errores terribles. Tenía el corazón lleno de ira, amargura, odio hacia mí mismo, temor, desconfianza, incapacidad de perdonar y dolor. Guardaba traumas físicos y emocionales que permanentemente anulaban mis mejores intenciones y esfuerzos.

Un corazón que no está sano es peligroso; pero gracias a Dios, cuando le entregué mi corazón, Él me dio la victoria sobre mis traumas del pasado y mis pecados a través del Señor Jesucristo (1 Corintios 15:57). Me convertí en un hombre nuevo porque Jesús me sanó, me completó y me transformó. Fue como dice 2 Corintios 5:17 NVI: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!”.

Dios me dio una identidad nueva. Yo, Darryl Strawberry, ahora son un hijo de Dios. Cuánto valgo ya no está relacionado con el béisbol ni lo que nadie diga de mí. Puede encontrar mi nombre en el equipo de Dios, que es el Libro de la Vida del Cordero (Apocalipsis 3:5, 20:15). Y ¿sabe qué? Mi puesto con Él es para siempre.

A diferencia de lo que ocurre en el béisbol, Dios no anda negociando Sus jugadores ni enviándolos a casa. Nunca me va a dejar afuera. Cuando me eligió, fue para siempre. Nada de lo que haga o deje de hacer, ni nada de lo que este mundo me ponga por delante puede separarme de Su amor (Romanos 8:37).

Además, Dios no me eligió por mi rendimiento. Solo fue por la fe que tuve en lo que Él hizo por mí (Efesios 2:8–9). Dios envió a Su Hijo Jesús a morir por mis pecados (Juan 3:16). Jesús voluntariamente fue a la base a batear para mí. Él cargó con el castigo por mis pecados, la muerte, para que yo tuviera vida (Romanos 6:23). Es la gracia de Dios, no mis obras, que me dio un lugar en Su equipo.

Saber que soy aceptado y amado incondicionalmente me da paz. Y me anima a continuar entrando al campo de Dios y a ocupar mi puesto a diario como ministro de Su gracia. No hay un lugar mejor para estar. Los títulos de campeón de la Serie Mundial, el dinero, la fama…ninguna de estas cosas se acerca, siquiera, en comparación.

Si todavía no lo ha hecho, lo invito a que acepte su puesto en el equipo de Dios. Él lo necesita, amigo. Sí, a usted. El marginado. El cabeza hueca. El que siempre intenta el swing y falla.

Usted es quien Él desea amar, aceptar y utilizar. Él tiene un “uniforme” con su nombre. Por fe, ¡es hora de ponérselo!

Permítame ayudarlo. Ore conmigo: “Dios, por fe, hoy acepto mi lugar en Tu equipo. Estoy cansado de jugar para el mundo y sentarme en el banco. La vida sin Ti solo lleva a la desilusión, la frustración, la presión y el dolor. Lamento haberme escapado de Ti tantas veces. Te entrego mi alma y mi voluntad y acepto con todo entusiasmo mi lugar en Tu equipo. Úsame. Perdona mis pecados. Sana mi corazón. Renueva mi mente. Muéstrame Tus caminos. ¡Hazme entrar al partido, Entrenador! ¡Estoy listo para jugar!”.

Esa, amigo, es la mejor decisión que pueda tomar. El mejor equipo en el que pueda entrar es el de Él.

 

Darryl Strawberry maravilló a muchos durante su carrera como beisbolista. Esta leyenda fue uno de los jonroneros más temibles en la historia del béisbol. Pero actualmente el propósito y la pasión de Darryl es servir al Señor dando un mensaje de esperanza y ayudando a los demás a transformar su vida mediante el poder del evangelio. Ha publicado varios libros, como Finding Your Way, Turning Your Season Around y The Imperfect Marriage, que escribió junto con su esposa Tracy. Para más información, visite findingyourway.com.