“Si te rindes, da igual. No puedes hacer nada para salir de este desastre. ¡Tu vida se acabó!”.

Tenía 20 años y enfrentaba una posible condena a cadena perpetua, más 55 años por robo a mano armada con agresión física. Esta vez lo había arruinado todo para siempre.

Le rogué y supliqué a Dios que me librara de mis circunstancias, pero nada cambió. Mi abogado me aconsejó que aceptara una negociación de la sentencia a 10 años, para no arriesgar a que me encerraran de por vida.

Cuando puse mi firma en ese renglón, me comporté como todo un macho. Pero cuando los oficiales me devolvieron a mi pabellón de la cárcel, lloré como un bebé. Nunca voy a olvidar las palabras que me dijo un preso cristiano: “Todo va a estar bien. Lo vas a superar”.

No se me ocurría que pudiera tener razón. Ya había tenido problemas con la ley antes y había pasado un mes en la cárcel y varios días en un centro juvenil de detención. Eso me bastaba para saber que los próximos 10 años iban a ser terriblemente difíciles.

El miedo se apoderó de mí. No iba a estar bien. Probablemente no lo iba a superar. Al miedo le siguió de cerca la culpa. Toda mi familia estaba sufriendo por mis actos. En el transcurso de los años había causado muchos desastres que tuvieron que limpiar mi mamá y mis hermanos, pero esto era de una magnitud totalmente distinta.

Creía en Dios y a menudo le había orado. Una vez, cuando tenía doce años, un pastor me dijo que yo estaba llamado por Dios a ser predicador. Era interesante, pero de ninguna manera iba a pensar seriamente en seguir a Dios; al menos, no en ese momento. Había muchas cosas que quería hacer primero. Iba a pensar en Dios después de hacer todo eso. Pero nunca me ponía un límite a lo que quería hacer.

Ahora lamentaba esa decisión. No solo me había metido en problemas, sino que seguramente había destruido cualquier plan que Dios tuviera para mi vida. ¿Para qué iba a querer a alguien como yo? Seguro que esta vez ya me había dado por perdido definitivamente.

A mi mente de 20 años, una condena a diez le parecía una eternidad. ¿Qué valor o propósito podía tener mi vida si estaba en la cárcel? Lo único que pensaba era cómo poner fin a mi existencia miserable.

Mi camino a la cárcel empezó cuando entraron a robar a casa. Llamamos a la policía, pero cuando no pudieron hacer nada para ayudarnos, algo cambió de pronto dentro de mí. Hasta ese momento, había sido una persona honesta y sana. ¿Después? No pude superar el hecho de que alguien se metiera en nuestra casa y se llevara lo que quisiera…¡y nadie hizo nada! Me sentía frustrado y sorprendido al mismo tiempo.

Hacía años que mi mamá luchaba para mantener a sus hijos. Yo mismo había tenido dos empleos durante toda la secundaria. Habíamos tratado de conseguir las cosas de la manera correcta, pero terminamos sin nada. No era justo. Estaba harto de trabajar tanto, y ¿para qué? Decidí que a partir de ese momento yo también iba a tener lo que quería.

Sé que estaba equivocado. Probablemente lo supe desde el principio. Pero en mi mente adolescente, tenía sentido. Salí a la calle y entré en una pandilla.

No pasó mucho hasta que la mentalidad delictiva se instalara en mí, creciera y aniquilara lo bueno que tenía. Dejé de interesarme por nadie que no fuera yo y dejé de reconocer autoridad alguna. Me convertí en mi propio jefe y dejé una huella de destrucción a mi paso.

Juan 10:10 nos dice que Jesús vino a este mundo a dar vida, mientras que Satanás viene a robar, matar y destruir. Como yo lo veo, o le damos vida a este mundo como lo hizo Jesús o provocamos caos, destrucción y muerte como Satanás.

Cada uno de nosotros está en el equipo Jesús o en el equipo Satanás. Yo estaba en el equipo Satanás—el equipo que mata, roba y destruye—sin duda.

Dios me dio infinitas oportunidades de cambiar y enderezar mi vida, pero yo las desperdicié todas. De vez en cuando, me hacía el cristiano. Iba a la iglesia, leía la Biblia y hasta dejaba dinero en la bandeja de ofrendas—o sea, dinero de las drogas. Pero durante la semana me sumergía en la vida callejera, disfrutando en grande.

Me esforzaba por alejarme de Dios y su designio para mi vida. Pero en casa, mamá oraba.

Ella nunca me dio por perdido; ni siquiera durante mis años de rebeldía. Día tras día me llevaba al trono de Dios, sabiendo que Él era el único que podía ayudar a su hijo. Gracias a sus oraciones, hoy estoy vivo, sano y llevando una vida fructífera.

Pasé mis cuatro primeros años de cárcel en el “mango de Florida”. Allí comencé a tomar en serio lo de ir a la capilla y aprender más sobre Dios. Me sumergí de lleno en actividades religiosas, serví a otros reclusos y cambié mi comportamiento. Ocurrieron muchas cosas buenas en mi vida durante esos años, pero mi corazón estaba lejos de Dios.

Era una persona religiosa, pero no amaba a Jesucristo ni era su seguidor. Servía a Dios y a los demás, pero solo por obligación. Era como un fariseo: solamente me importaba seguir los preceptos religiosos y que los demás me vieran con buenos ojos. A Dios no le impresionaban mis actividades religiosas ni mis conocimientos bíblicos; Él quería mi corazón. Me enteré de esto cuando me trasladaron al Correccional Avon Park.

Allí fui testigo del amor de Dios en acción gracias a la amabilidad, llena de compasión, de mis hermanos cristianos encarcelados. Esos hombres amaban profundamente a Jesús, y se notaba. Su presencia iluminaba la oscuridad de esa cárcel; el Cristo que habitaba en ellos cambiaba la atmósfera y eso me cambió a mí.

Observaba admirado el crecimiento de estos hombres a diario, a pesar de que vivían entre rejas. Su vida tenía un propósito; en sus ojos había un brillo de esperanza. Yo quería lo que tenían ellos: una relación con Dios, Su esperanza y un propósito de vida auténtico. No más actividad religiosa. Y no más equipo Satanás.

Dios utilizó a esos hombres para afilar mis pasos junto a Él (Proverbios 27:17). Me enseñaron el valor de confiar en Dios y poner en práctica Su Palabra. Me mantuvieron motivado y me hicieron responsable. Cuando me desanimaba o perdía el rumbo, alguno me decía: “Ánimo, hermano. Recuerda lo que dice la Palabra y quién eres en Cristo”.

Ahora que estoy libre, extraño la camaradería de todos los días con mis hermanos de Avon Park. El cariño de ellos me devolvió la esperanza y me enseñó que Dios todavía tenía tareas para mí. Ellos estaban en el equipo Jesús.

Con ayuda de Dios, cumplí mi condena a 10 años. No fue fácil, pero estuvo plagada de propósitos. Dios me dio Su fortaleza (Salmo 46:1; Nehemías 8:10; 2 Corintios 12:9–10) y me guió con Su sabiduría (Santiago 1:5). El Señor también cubrió mis necesidades (Filipenses 4:19).

Mateo 6:33 dice: “Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (NVI). Doy fe de la realidad de este versículo. Mientras estuve en la cárcel, nunca me faltó nada. Antes de que pensara en algo o lo deseara, Dios ya lo había preparado. Nunca se le escapó un detalle. Lo único que tenía que hacer era buscarlo y confiar en Él. Él se ocupaba del resto.

Salí en libertad el 6 de agosto de 2019, y Dios sigue cubriendo mis necesidades. Estoy maravillado de la vida que tengo ahora. Y pensar que quise tirarla a la basura.

Dios me ha colmado de bendiciones, en cuanto a relaciones y oportunidades. Me ha dado una esposa bellísima, una mujer completamente piadosa. Esperamos nuestro primer bebé en enero.

Dios me abrió puertas para predicar en la Iglesia Familia Multicultural de Brandon, Florida. También pertenezco a la junta directiva de Society-First, una organización sin fines de lucro.

Desde Society-First, promuevo los derechos de los encarcelados. Incluso estoy predicando en el Correccional Avon Park. Solo Dios pudo haberme abierto la puerta para que regresara a la cárcel en la que viví a tan poco de quedar en libertad. Dios es bueno. Hace mucho más de lo que podamos imaginar (Efesios 3:20).

Quizás ya quiera rendirse. No ve cómo podrá soportar el camino difícil que tiene por delante.  Así como Dios me ayudó a sobrellevar 10 años en la cárcel, Él lo va a ayudar a atravesar lo que sea, en la cárcel o donde fuera. El camino que tiene por delante puede parecer imposible, pero déjeme decirle lo que ese hermano cristiano me dijo cuanto me condenaron: “Todo va a estar bien. Lo vas a superar”.

Filipenses 4:13 le promete que, si está en el equipo Jesús, puede soportarlo todo. Él lo va a ayudar. No se rinda. Y no crea las mentiras de Satanás. En Cristo, siempre hay esperanza. En Él, hay perdón del pecado, restauración y redención. Él aún tiene un designio importante para su vida.

En este momento no puede ver el final de la historia, pero Dios sí. Y es buena. Mucho mejor de lo que pueda imaginar.

 

Joshua Brown da gloria a Dios por su historia de redención y por las cosas buenas que ha experimentado en el mundo de los libres como contratista, en sus relaciones personales y en el ministerio. Actualmente es parte de la junta directiva de Society-First y trabaja en la Iglesia Familia Multicultural de Brandon, Florida.