La sensación de “no dar la talla” me inició en el camino largo y difícil que recorrí.

Como todo hijo de pastor, crecí admirando a mi papá. Era muy respetado en la comunidad y había logrado cosas importantes en el ministerio, pero su aprobación me era esquiva. De hecho, no tenía el menor interés en mí y prefirió estar ausente casi todo el tiempo.

Ese rechazo generó en mí sentimientos profundos de inseguridad y de ser poca cosa. No encajaba en ningún lado, ni siquiera en casa. Pensando que mi papá me querría y desearía tener una relación conmigo si tenía ciertos logros, trabajé fuerte en la escuela y me destaqué en muchas cosas.

Sobre todo, me esforcé en los deportes. Me convertí en un jugador estrella de básquet y recibí muchos premios, pero mi papá jamás se enteró. Nuestra relación no mejoró nunca y cada rechazo hacía más profunda la herida en mi corazón joven.

Comencé a buscar aceptación en otro lado. Empecé a beber y a drogarme con amigos, sin pensar nunca en lo dañinas que eran las decisiones que estaba tomando. Al final, resultaron ser mi perdición.

Mi carrera como basquetbolista tuvo su despegue a pesar de mi vida de juerga. Jugué básquet universitario en la Universidad A & M de Florida y tenía como objetivo llegar a la NBA. No lo logré, pero sí jugué como profesional en México tres temporadas.

La vida era buena. Tenía una esposa hermosa y una familia encantadora. Todos los que me rodeaban me querían, me aceptaban y me sentía seguro. Pero una lesión me dejó afuera y mi carrera profesional de basquetbolista tuvo un brusco final.

Desesperado por encontrar una nueva identidad y un lugar al que pertenecer, me incorporé al Ejército de los EE. UU. Formar parte de algo más importante que yo me hizo sentir bien y volví a descubrir lo que creía que era la seguridad y el valor. En 1985 llevé al equipo All Army de básquet del Ejército a las finales del campeonato. Volví a ser una estrella.

Pero a escondidas estaba tomando mucho y fumando crack. Me convencí a mí mismo de que podía funcionar como adicto, pero no engañaba a mi familia ni a los oficiales del ejército. Estaba en un tren cuesta abajo, a máxima velocidad y sin frenos.

Tras muchos controles positivos de drogas, el ejército me aplicó el Artículo 15s por mala conducta y finalmente me dio la baja. Tenía 29 años, me sentía humillado, pero no estaba dispuesto a cambiar. Seguí rodando por el mismo camino destructivo hasta que perdí todo: mi matrimonio, mis hijos, mi casa y mi conciencia.

Salí corriendo a la calle y empeñé todas mis posesiones. Estafé y engañé. Llegué a robar a mi familia y amigos para seguir fumando crack. Pasaban días antes de que se me ocurriera bañarme, cambiarme la ropa o comer. Lo único que me importaba era la próxima dosis.

Mi adicción me hizo pasar por 21 centros de rehabilitación y me mantuvo entre rejas durante 23 años. Y todo ese tiempo me imaginé que Dios debía de estar bastante decepcionado de mí. Mi pecado y mi culpa me cegaban a la verdad del amor de Dios y yo creía toda clase de mentiras del enemigo.

Satanás me decía todos los días que yo era un fracaso, un error, un indeseable y un inútil. Él me convenció de que nunca me libraría de la atadura de la adicción. Él me dijo que Dios jamás podría amarme.

Le supliqué a Dios que me liberara cientos de veces, tal como el ciego Bartimeo, que estaba sentado al lado del camino y llamaba a Jesús (Marcos 10:46–52). Mis gritos se elevaban desde los fumaderos de crack: “Llévate esta adicción, Dios, por favor, o llévame a mí”.

No sabía que Él estaba escuchando, pero sí. El ojo de Dios nunca se había apartado de mí. A diferencia de mi padre terrenal y a pesar de todo lo que yo había hecho ¡Dios quería tener una relación conmigo!

Gracias a las oraciones fervientes de mi mamá y mi tía, así como de sus amigas guerreras de la oración, pronto llegaría a comprender mi identidad como hijo de Dios. Sus oraciones poderosas y persistentes cambiaron mi vida (Santiago 5:16).

Esas mujeres le hicieron sudar tinta a Satanás, especialmente después de reclutar a la Pastora Kimberly Daniels de Jacksonville, Florida. Como ex adicta, esa fiel sierva de Dios sabía cómo perseguirme con el amor de Dios. Podía ver cómo actuaba Su poder en la vida de ella, lo que me hizo pensar: “Si Dios pudo liberarla, también puede hacerlo por mí”.

Pero el crack todavía me tenía atrapado y seguía hundiéndome. Iba y volvía de la iglesia al fumadero. Pero la Pastora Kim siempre iba a buscarme.

Se paraba afuera del fumadero de crack y gritaba con un megáfono: “Thaddeus, sabemos que estás ahí. ¡Sal ya mismo!”. A los otros craqueros les molestaba tanto que me decían que me fuera. “Chico, vete. ¡La loca esa con el megáfono va a hacer que venga la policía!”. Ella hacía toda una escena.

Nunca voy a olvidar el día que estaba reaccionando tras un atracón de crack y esas damas estaban orando y haciendo un escándalo para que fuera a la iglesia. Me mantuve firme hasta que entró al lugar Faith, que tenía cuatro años y era hija de la Pastora Kim. Apoyó su manito en la mía y me dijo: “Sr. Thaddeus, tiene que venir con nosotras. Voy a orar por usted, y después vamos a la iglesia”. Se me derritió el corazón y rompí en llanto al ver a esa niñita que oraba por mí.

Y de repente, estaba en el auto yendo a la iglesia. Faith sostuvo mi mano todo el camino. Dios utilizó a esa niñita preciosa para ayudarme a despertar a Su amor inquebrantable por mí.

Sin embargo, me arrestaron y enviaron a la cárcel con el cargo de parafernalia de drogas. Nunca había estado encerrado, pero allí estaba. Guardado por 30 días y sin otra cosa más que tiempo entre las manos, empecé a evaluar mi vida en serio. Me sentí embargado por la culpa y la vergüenza, al darme cuenta de la manera egoísta en que estaba viviendo. Lo único que me importaba era la droga y yo mismo.

Pensé en mi ex esposa, en mis hijos y en la devastación que les había causado mi adicción. Había elegido las drogas y los había abandonado a su suerte. Me perseguían los recuerdos de los cuentos absurdos que le había hecho a mi mamá. Una y otra vez me había aprovechado de ella para conseguir dinero. Cada vez me prometía a mí mismo que esa era la última que lo hacía, pero siempre había otra vez.

Ahora, sentado en mi celda y cara a cara con la realidad, por fin tomé conciencia. Estaba listo para cambiar. “Dios, si me ayudas”—dije—“voy a dejar las drogas y a enderezar mi vida”.

Le prometí lo mismo a mi mamá cuando le rogué que me pagara la fianza. “Mamá, ven a buscarme por favor” le dije. “Estoy listo para cambiar. Voy a volver a la iglesia y a estar bien con Dios. Hay algo distinto dentro de mí”.

No tenía motivo alguno para creerme, pero fue. Dios me mostró una enorme cantidad de compasión y perdón al incitarla a que pague la fianza para sacarme de la cárcel.

Fiel a mi palabra, le entregué mi vida al Señor y enfrenté mi adicción con Él a mi lado. Tuve una recaída y me drogué, pero fue por poco tiempo. No he bebido una gota de alcohol ni consumido drogas desde abril de 2004. Gloria a Dios.

Hace 18 años que me entregué al Señor. Todavía no sé por qué Dios me eligió para utilizarme en las tareas de Su reino, pero lo hizo. Y lo hace. Después de todo lo malo que hice y los años que malgasté llevando una vida en contra de Sus principios, no tiene sentido.

Pero así es la cosa: el amor de Dios es verdaderamente incondicional.

Dios me ha dado un nombre nuevo y una identidad que nadie me puede quitar. Gracias a Jesús, ya no soy un adicto mentiroso, tramposo y sin esperanza. No soy un hijo no deseado que no encuentra su lugar en este mundo. Soy un hijo de Dios amado, aceptado, perdonado, deseado, redimido y capaz de vencer cualquier cosa, hasta la adicción al crack (Filipenses 4:13). La sangre del sacrificio de Jesucristo me ha lavado y limpiado todos mis pecados.

Él también me ha dado un propósito para mi vida. El Salmo 107:2 dice: “¿Los ha rescatado el Señor? ¡Entonces, hablen con libertad! Cuenten a otros que él los ha rescatado de sus enemigos” (NTV). ¡Vaya si tengo una historia para contar!

Dios me permite compartir Su amor restaurador a través de mis escritos y la música. Siempre me gustó la música. De niño, iba detrás de mi mamá cuando ella recorría distintas iglesias para cantar los coros góspel. Son recuerdos hermosos. De alguna manera, a pesar de todas las dificultades y el sufrimiento, mi amor por la música nunca desapareció.

Con la ayuda de Dios, comencé a crear mensajes significativos mediante poesías y canciones. Empecé a hacer presentaciones con el nombre artístico “Ministro Redimido”.  Y después Él tuvo que lidiar conmigo por mi intransigencia con el rap. Ese género no me atraía en lo más mínimo, pero Dios no me iba a dejar en paz. “¿Cómo esperas relacionarte y predicar a los jóvenes, si no estás dispuesto a interactuar con ellos teniendo en cuenta sus gustos musicales?” me preguntó.

No tenía sentido debatir el asunto con Dios. Él ya me había rescatado del foso, ¿por qué no iba a permitirle que pusiera una canción nueva en mi corazón también? (Salmo 40:1–3)? Y cedí.

“Señor”—dije—“si quieres que haga rap, lo hago. Pero al menos ¿puedo rapear textos bíblicos?”. Y, así como así, el Señor cambió mi perspectiva.

Brotaban de mí palabras llenas de fuerza que creaban canciones nuevas. Sabía que venían de Él porque aparecían sin que hiciera el menor esfuerzo. A menudo Él me despertaba durante la noche. Yo tenía un cuaderno en mi mesa de luz para anotar las palabras a medida que fluían.

Desde entonces, escribir y representar el mensaje de redención de Dios ha sido mi pasión. Una de mis canciones favoritas y más populares es “Ya no me llamo así”. El mensaje es simple: Dios lo ama y desea darle un nombre nuevo y un propósito nuevo.

Dios cambió el nombre de varias personas y les dio una nueva identidad en toda la Biblia. Lo hizo con Jacob, el embustero, que pasó a ser Israel. (Ver Génesis 32:22–32). También con el asesino Saul, que se convirtió en el Apóstol Pablo. (Ver Hechos 9:1–19, 13:9). Y lo hará con usted, si se lo permite.

Olvide las etiquetas y los nombres que le han dado. Si cree en Jesucristo, ya no es ninguna de esas cosas. Es un hijo de Dios y, a Sus ojos, está perdonado y todos sus pecados están lavados con la sangre del sacrificio de Jesús (1 Juan 1:9).

Eso es usted: Amado. Aceptado. Seguro. Y valioso.

 

 

Thaddeus Bruce integra su formidable testimonio de redención con su talento musical y habilidad para escribir para ayudar a los demás a encontrar un camino, una transformación y una relación más estrecha con Dios. Para más información, visite www.thaddeusbruce.com.