A principios de los años 2000 empecé un largo viaje para cambiar de rumbo. Comenzó con un paso, luego una serie de pasos hasta que por fin llegué a un lugar enorme en el que hoy vivo con pasión el propósito que Dios me dio y ayudo a los demás a hacer lo mismo (Salmo 18:19). El amor y la gracia de Dios me rescataron del poder de la oscuridad que me tenía cautiva desde mi juventud (Colosenses 1:13).

¿Merecía Su amabilidad? No. Me había rebelado cuando era muy joven y había pisoteado Sus regalos, especialmente el regalo de darme padres amorosos. Al terminar octavo grado, me escapé de casa y dejé la escuela. Quería hacer las cosas a mi manera.

Mis padres trataron con desesperación de ponerme otra vez en el camino correcto, pero no les hice caso. Solo me interesaba ganar dinero. Pensaba que me iba a dar la libertad para hacer lo que quisiera. Encontré un lugar para vivir con un familiar y conseguí trabajo en el Burger King del pueblo.

Todas las mañanas iba en bicicleta a un lugar que les dice a sus clientes “hazlo a tu manera”.  Bueno, hacerlo a mi manera podría haber sido apropiado para una hamburguesa, pero no en la vida real. Necesitaba la manera de Dios, pero descubrirlo me iba a llevar años de frustraciones.

Deseos egoístas, decisiones irracionales y la falta de guía me llevaron a lugares oscuros donde experimenté mucho dolor físico, emocional y mental. Todavía me duele recordar esa etapa de mi vida.

A los 17 ya estaba embarazada de mi primer hijo. Tenía una relación inestable con el papá y tuve otros dos hijos con él en apenas un par de años. Como suele suceder con las mamás niñas, el padre no fue ningún apoyo.

Hice lo que pude en esas circunstancias, pero el peso de criar y mantener a tres criaturas era demasiado. Además, yo era muy inmadura emocionalmente como para cuidarlos bien. Qué agradecida estoy por los familiares y programas comunitarios que me brindaron apoyo.

Un día, una asistente social golpeó a mi puerta y me habló de un programa que ayudaba a los padres de niños pequeños. Este programa me permitiría asistir a una escuela comunitaria local y conseguir mi GED mientras mis hijos participaban en un programa de ayuda inicial.

La idea de obtener mi GED me hizo abrigar nuevas esperanzas. Durante años mi nivel educativo me había impedido conseguir trabajo fuera de los sitios de comidas. Solo tenía 19 años, pero mi futuro parecía hasta entonces grabado a fuego. De pronto, podía ver la manera de dar un paso hacia algo positivo en mi vida. Tal vez, después de todo, había un futuro para mí.

Empecé el programa muy entusiasmado y me puse el objetivo—que creí razonable—de aprobar un examen por mes. Conseguir mi GED me llevó más de lo que esperaba, ya que me costaba mantenerme concentrada. Me sentía motivada y luego perdía la motivación.

Matemática me hizo atrasar. Necesité dar el examen tres veces para aprobarlo. En ese momento no lo sabía, pero la depresión estaba ayudando a que no pudiera mantener la regularidad. Lo único que hacía era esconder mis sentimientos y seguir intentando.

Mis profesores notaron mi determinación y me pidieron que fuera oradora invitada en la ceremonia de reconocimiento del nivel básico. Me sorprendí al ver mi discurso y mi foto con la gorra y la túnica publicados en el periódico local. Era mi cumpleaños y no podría haber recibido un regalo mejor.

El artículo del periódico y la foto eran prueba de que las cosas buenas son posibles para los que se esfuerzan y creen. Se los mostré a mis hijos con orgullo y los animé a creer que las cosas buenas eran posibles para ellos también.

A partir de ese día, me puse más objetivos e ingresé a la universidad comunitaria local para continuar mi educación. Armada de esta nueva confianza, me negué a darme por vencida o a contentarme con solo “ir tirando” y depender de los demás. Quería más de la vida y estaba decidida a sortear cuanto obstáculo se me apareciera. Mis hijos me admiraban, así que abandonar no era una opción.

Empecé a estudiar tecnología en servicios humanos. Quería ayudar a la gente, especialmente a mujeres que, como yo, luchaban por llegar a fin de mes. Me hacía sentir bien esforzarme todos los días para ser mejor. Pero en 2005 perdí el foco cuando regresó el padre de mis hijos. Volví a quedar embarazada y tuve que poner mis objetivos de estudio en espera durante casi una década para ocuparme de mis cuatro hijos.

Recordando todo eso, sé que fue una insensatez continuar una relación con un hombre que no se quedaba con nosotros ni le importaba lo suficiente la familia como para mantenerla. Pero no veía más allá del momento. Mis inseguridades y un corazón que no sanaba me llevaron a tomar muchas decisiones que tuvieron consecuencias desagradables.

No me malinterprete. Amo a mis hijos y volvería a hacer los mismos sacrificios por ellos. Pero ser una mamá sola y vivir en la pobreza era difícil, para todos nosotros.

A menudo me sentía descorazonada por mis circunstancias y me aislaba, mientras luchaba contra la depresión y las ideas suicidas. Mis hijos y yo solo logramos sobrevivir a esa etapa larga y oscura por gracia de Dios.

La iglesia era el único lugar en el que experimentaba una sensación de alivio. Empecé a ir con los niños en la época que conseguí mi GED. Íbamos caminando a la iglesia todos los domingos y allí encontraba la fuerza para subsistir otra semana.

Estar en presencia de Dios, Su Palabra, la música de adoración con tanta energía y la camaradería con otros creyentes me quitó un gran peso de encima. Sabía que, a pesar de todo, tenía que aferrarme a mi fe. Y así lo hice. Pero todavía no entendía la importancia de vivir en Cristo todos los días.

Dios usó a mis hijos para acercarme más a Él. Ellos siempre han sido mi motivación para llevar una vida mejor. Quería que estuvieran orgullosos de su mamá y que vieran que podían lograr sus objetivos si se enfocaban y se esforzaban mucho.

Pero Dios me mostró que era más importante aún enseñarles a llevar una vida de fe todos los días. Los logros mundanos no valen nada si no reconocen a Jesucristo como su Señor y Salvador (Filipenses 3:8).

Empecé a buscar a Dios todos los días mediante la oración y estudiando la Biblia. Estaba decidida a ofrecerle a Él algo más que el mero hecho de ir a la iglesia. Pronto el Espíritu Santo de Dios me convenció de las decisiones erróneas en mi vida. Me hizo ver que ir a la iglesia y después a los clubes y andar por ahí les estaba dando un doble mensaje a mis hijos.

Tener un pie en el mundo superficial también me estaba provocando inestabilidad. Santiago 1:8 dice que cuando alguien divide su lealtad entre Dios y el mundo se torna inconstante en todo lo que hace.

Ser un mal ejemplo para mis hijos era lo último que quería. Deseaba tener una vida de fe que honrara a Dios y mostrar un carácter digno de imitar. Y Dios me dio la capacidad para lograrlo (Filipenses 2:13).

Volví a estudiar y en 2014 por fin recibí mi título universitario. Mi yo mayor le dijo a mi yo menor: “Nena, ¡lo lograste!”. Le agradecí a Dios por ese día feliz. Ese mismo año me casé…algo que nunca pensé que me iba a pasar. Pero la luna de miel no duró mucho, ya que mis hijos y yo tratábamos de adaptarnos a la nueva estructura de familia. Fue una lucha para todos y al poco tiempo mis hijos se rebelaron.

Seguí escondiendo mis sentimientos y esforzándome para salir adelante como siempre lo había hecho. Parecía estar dándome resultado, cuando en 2016 comencé a trabajar como personal administrativo en la Universidad de Carolina del Este. No cabía en mí de la alegría cuando me senté frente a mi propio escritorio en una oficina privada. Me regocijé en el Señor y le agradecí por hacerme progresar tanto en la vida. Él me había ayudado a sortear tantos obstáculos (Filipenses 4:13).

Pero todo se desmoronó en el otoño de 2018. Mi esposo y yo nos separamos y mi hijo, arrestado por doble homicidio, estaba enfrentando una posible pena de muerte. (En lugar de la pena de muerte, está cumpliendo una condena a 38 años de cárcel).

El arresto le pasó factura a mi salud mental. La vida me había presentado muchas dificultades en el pasado, pero siempre había logrado sortearlas y seguir adelante. Esta vez, me estaba consumiendo la pena.

Mientras estaba abatida, Satanás tuvo su momento de gloria conmigo. Me recordaba todos los días cómo había fallado como esposa y madre. Me decía que el plan de Dios nunca se iba a cumplir en mí ni en mis hijos y que ya había experimentado todo lo bueno que me podía pasar. No pasó mucho hasta que otra vez me sentí enterrada en un pozo desesperante de desolación y pena por mí misma. Lo único que veía era un túnel oscuro e infinito, sin luz, que me absorbía. Perdí de vista todos los progresos que había hecho.

Pero me pasó algo bueno en esa época oscura. Durante años me había negado a contarle a nadie sobre mi salud mental o a buscar ayuda de un médico. Había usado a Dios como excusa, diciéndome a mí misma que Él era mi único Sanador y que no necesitaba a nadie más.

No me malinterprete: Dios es el Gran Doctor y Él puede curar a cualquiera de lo que sea. Pero yo no estaba muy interesada en Su ayuda porque no quería enfrentar las cosas dolorosas de mi pasado. Al final, entendí que si no enfrentaba mi pasado junto a Dios, no tenía esperanza de librarme de la oscuridad que me tenía cautiva.

No fue fácil, pero empecé a hablar de mi sufrimiento; primero con Dios y después con otras personas en las que podía confiar. Destapé la parte de mi corazón en la que guardaba mis emociones y traumas dolorosos y dejé que salieran a la superficie. Uno a uno se los entregué a Dios.

1 Pedro 5:7 (NVI) invita a que “Depositen en Él toda ansiedad, porque Él cuida de ustedes”. Al entender la profundidad del amor de Dios por mí, más deposité en Él mi sufrimiento. A medida que aparecían mis antiguos traumas, decepciones, emociones y mi comportamiento pecaminoso, los anotaba, oraba y luego se los entregaba a Dios. Me ayudaba a recordar que el amor de Dios es incondicional y que a pesar de lo que le dijera, Él no me iba a rechazar ni a juzgar (Juan 3:17).

Con el tiempo, la luz de Su amor reemplazó a la oscuridad que me había atormentado (Salmo 18:28; Mateo 4:16). El Señor también me dio fortaleza y paz para buscar ayuda profesional. Estoy agradecida por las personas que puso en mi camino para ayudarme. Dios nunca se dio por vencido conmigo, ni siquiera cuando yo misma quería darme por vencida.

Hoy, gracias a Dios, mi salud mental y emocional es más estable. En 2020, Dios me concedió la gracia de iniciar una organización sin fines de lucro que se llama “Striving with Vision.” Ahora tengo el privilegio de ayudar a que las mujeres descubran su valor en Cristo y animarlas a que se esfuercen para tener un futuro mejor. Mis victorias pasadas con Dios me dieron las herramientas para este emprendimiento. Mientras tanto, descubrí que ser útil a los demás me ayuda a evitar que me consuman mis propias dificultades, especialmente la encarcelación de mi hijo.

Hay un refrán que dice “Lo que vale, cuesta”. Sé que es verdad. Mi vida ha sido una lucha de fe tras otra. Pero la “batalla buena de la fe” es la que todos debemos enfrentar si queremos derrotar a nuestras circunstancias (1 Timoteo 6:12).

Satanás y su mundo no se van a dar vuelta para permitirle experimentar la bondad del plan de Dios. ¡Debe estar dispuesto a enfrentar la batalla! Dios lo va a fortalecer para el camino y le va a dar Su bendición para que gane.

Puede que no parezca así ahora, pero hay esperanza al final de su túnel. Siga depositando sus angustias en Dios. Recuérdese a diario de las victorias que ya ha conseguido y aférrese a su fe de que va a venir más. Luego levántese, apunte y vaya adelante con propósito (1 Corintios 9:26).

En Cristo, es vencedor en cualquier situación (Romanos 8:37). Ninguna circunstancia y ninguna persona tiene el poder de impedir que se cumpla el propósito que Dios tiene para su vida (Isaías 54:17; Jeremías 29:11). Bueno…nadie, salvo usted. La falta de fe en Dios, la negativa a creer en sí mismo y la falta de voluntad para continuar lo van a detener en cada oportunidad.

Quizás ahora mismo esté luchando la batalla buena de la fe. Está dando pasos con Dios hacia un futuro mejor. Me alegro. Continúe, lo va a lograr. Puede conseguir la victoria.

Pero tal vez, como me pasó a menudo, se distrajo, se golpeó o llegó tarde. Amigo, es momento de volver a ponerse de pie. No es demasiado tarde. El amor de Dios es grande. Nada de lo que haya hecho o vivido le impide el acceso a las cosas buenas que Él tiene para usted.

Quítele la vista a sus circunstancias, fracasos y a esas emociones engañosas. En cambio, déselos a Dios. Él lo va a ayudar. Luego levántese y dé el próximo paso que Él tiene para usted.

¿No sabe cuál es el próximo paso? Pregúntele. Él le va a mostrar el camino (Proverbios 3:5–6; Santiago 1:5). Y cuando Él lo haga, avance con fe y propósito y los guantes de boxeo ajustados.

Ya lo tiene ¡porque Dios lo tiene a usted!

 

LATOYA WILLIAMS es la fundadora de Striving with Vision, un grupo de apoyo que brinda fortalecimiento y es ministra ordenada. Para conocer más sobre su organización o invitar a  Latoya a disertar en su evento, visite strivingwithvision.com.