Mi infancia está rodeada de misterio. A los 41 años todavía me faltan respuestas, pero esto sí lo sé: Dios no estaba confundido. No estuvo ausente. Siempre ha tenido un plan y un propósito para mi vida (Jeremías 29:11). Tuve que llegar al borde del precipicio para poder recibirlos.

Nadie me explicó jamás por qué no me crió mi mamá biológica ni por qué vivía con otra familia. Siempre tuve más preguntas que respuestas. Mi mamá luchaba contra algo importante; fuera lo que fuera, terminó con su vida cuando yo tenía diez años. Todos se esforzaron mucho por protegerme…¿de qué espantosa verdad? Nunca lo voy a saber.

Cuando falleció mi mamá, me adoptó la familia con la que vivía. Me dejaron elegir el apellido. Decidí usar ambos apellidos, separados por un guion: Lightsey-Copeland.

Aunque mamá no estaba demasiado presente, siempre se aseguraba de que yo supiera que me quería. A pesar de lo que había sucedido, siempre sería parte de mí, por lo que quise honrarla. Pero también quería honrar a la Sra. Copeland, la mujer que se aseguró de que nunca necesitara ni me faltara nada. Ahora era mi mamá y gracias a esto ¡hasta tenía tres hermanos mayores!

Con los Copeland tuve cariño y los varones eran modelos a seguir. Pero pensé que eso era lo normal y me volví vulnerable a la influencia del mundo. Pronto mis pensamientos fueron fruto de las mentiras de un enemigo al que ni siquiera conocía…ni hablar de tener herramientas para enfrentarlo. Satanás estaba al acecho como un león rugiente y a punto de intentar devorarme (1 Pedro 5:8).

Recuerdo un día que estaba jugando afuera del apartamento y pasó un tipo con los pantalones caídos, una gorra de béisbol torcida y una pistola en el bolsillo. Me encantó la confianza que mostraba al caminar y pensé: “¡Vaya! Es genial”.

No sabía quién era, pero quería ser como él. Dejé de jugar con los Legos y de cavar pozos en la tierra y entré a la secundaria con un nuevo estilo y una nueva actitud.

Mi nuevo aspecto atrajo rápidamente la atención menos deseada. Los colores que usaba eran un insulto para los integrantes de la pandilla de mi barrio y tenía que verme a diario con ellos, aunque yo no estaba en una pandilla. Estaba en su territorio y es lo único que importaba.

Ni siquiera podía caminar hasta la parada del ómnibus sin tener que defenderme, pero no me iba a echar atrás, a pesar de todas las peleas que tuviera que soportar. Me mantuve firme y seguí haciendo lo que quería. Al final, no hubo más acoso ni peleas.

Mi rebeldía aumentó rápidamente y mi ego también. Empecé a meterme en la droga. Primero consumía y después comencé a vender. Cuando empecé a sentirle el gusto al dinero fácil, no pude parar. Me hacía sentir poderoso, aceptado, como que era alguien.

Conservé mis buenas calificaciones para que mamá no pensara que andaba en algo raro. Además, no quería decepcionarla. Seguía las normas de la casa, hacía mis tareas y me destacaba en los deportes. Al terminar el secundario fui a la facultad. Pero no duré mucho.

Vivía una doble vida, caminando en la cuerda floja entre mis dos personalidades opuestas. Mi yo callejero seguía creciendo y me sentía invencible. Cedí a la tentación de la vida desenfrenada, dejé la facultad y me dediqué a callejear todo el tiempo.

Pero un día hubo un tiroteo desde un auto frente a la casa de mi mamá. Nadie resultó herido, pero fue todo un golpe de realidad. Esas balas tenían mi nombre. Me avergoncé al darme cuenta del peligro en el que había puesto a mi familia; ni hablar del dolor.

Pero habría otras decepciones en el futuro y no había nada que pudiera hacer para preparar a mi familia al respecto. Ni siquiera las vi venir…hasta que fue demasiado tarde.

Algo me decía que no saliera de la casa ese día, pero con total arrogancia hice caso omiso de la advertencia y salí, buscándome un problema. Lo encontré en el estacionamiento de un club nocturno. Antes de finalizar la noche, un hombre había muerto y yo tenía su sangre en las manos.

Huí del lugar y me escondí en un galpón en el fondo de una casa abandonada. Me corría adrenalina en el corazón acelerado al oír la sirena de la policía y un helicóptero a la distancia. Tenía 28 años y huía por asesinato.

Nunca había orado antes; ni siquiera había pensado en Dios, pero cuando caí en cuenta de la realidad, de alguna manera supe que Él era mi única esperanza.

“Dios, ayúdame por favor”.

No esperaba respuesta. En ese momento me sentí tan lejos de Dios como puede llegar a estar una persona. ¿Por qué iba a escuchar mi oración? ¡Acababa de asesinar a un hombre!

Pero me oyó y no tardó nada en responder. “¿Estás dispuesto a entregarme tu vida, Andre?”.

Era una pregunta amable, pero directa y supe sin duda que era Él. Yo no era alguien que oyera voces.

Lo que me llamó la atención fue que usara mi nombre. ¡Pensar que Dios me conocía por mi nombre! De pronto, Su presencia fue tangible y me di cuenta de que no estaba solo.

Aterrado, continué huyendo de las autoridades y evadí la captura por dos semanas. Pero mientras huía, ese encuentro nunca salió de mi mente.

¿Qué podría querer Dios conmigo? La idea me confundía. Por lo que sabía, mi vida había terminado.

Cuando la policía finalmente me agarró, sentí alivio. Me ingresaron en la Cárcel del Condado de Pima acusado de asesinato en primer grado.  El peso de lo que había hecho me golpeó tan fuerte que apenas podía respirar. Me sentí aletargado y no lograba procesar lo que estaba pasando.

Mamá vino a verme, totalmente consternada por las acusaciones en mi contra. No tenía idea de hasta dónde había llegado mi rebeldía. “Hijo, yo sé que no hiciste esta cosa horrible”—me dijo. “Dime qué pasó, así podemos aclarar todo”.

No había manera de arreglar la situación. Tuve que contarle la verdad. Yo era el único culpable de lo que había sucedido.

Estaba solo en mi celda y la pregunta de Dios me volvía a la mente todo el tiempo: “¿Estás dispuesto a entregarme tu vida, Andre?”.

Miedo. Vergüenza. Angustia. Culpa. Enojo. Confusión. Me invadieron oleajes de emociones. ¿Qué tenía yo para darle a Dios?

“No tengo nada para darte, Dios”—le dije por fin. “Soy un desastre y probablemente voy a pasar el resto de mi vida en la cárcel”.

No sabía nada de la Biblia, pero cuando tomé una en mis manos el Señor no tardó nada en hablarle a mi corazón. Me mostró Romanos 5:8: “Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (NVI).

No me entraba en la cabeza lo que estaba leyendo. ¿Jesús murió por mí aunque sabía que yo era un pecador? ¿Por qué? Yo nunca le había prestado atención. ¿Por qué le iba a importar? Pero es lo que Él decía.

Vaya.

Seguí leyendo la Biblia y aprendí muchísimo. Jesús era un hombre perfecto y también era Dios. Sufrió una muerte horrible para que se me perdonaran mis pecados. Eso me voló la cabeza. Sentí mucha necesidad de aprender todo lo que pudiera sobre Jesús, el Salvador resucitado. Estaba fascinado con Sus enseñanzas y las personas a las que había elegido para ser Sus discípulos. ¡Qué grupo tan heterogéneo! Después aprendí sobre el Rey David y cómo Dios lo utilizó, aunque era un adúltero y un asesino (2 Samuel 11–12; Salmo 51).

Apenas pude me bauticé y asumí un compromiso de vida para seguir a Jesús a pesar de todo, aunque tuviera que pasar el resto de mi vida en la cárcel.

Mi caso dio vueltas por el sistema judicial durante dos años y medio. Mientras esperaba la sentencia, busqué la Palabra de Dios para que me diera valor y consuelo. Descubrí quién era a los ojos de Dios. Satanás me había llenado de mentiras sobre mi identidad desde mi juventud.

Iba a la iglesia con mi compañero de celda, que hablaba español y también era cristiano. No entendía mucho porque el servicio era en español, pero no me importaba. La presencia de Dios estaba ahí, porque esos hombres buscaban al Señor. Lo absorbía todo como una planta a la que no habían regado durante años.

Dios me hizo ver que me había buscado desde niño. Me dio a conocer las personas que había utilizado para que plantaran en mi corazón semillas de fe en Jesús. Dios sabía que al final yo me acercaría a Él y, como el padre del hijo pródigo, me esperó con paciencia (Lucas 15:11–32).

Recordé un cuadro que mamá tenía colgado en su casa. De niño me preguntaba quiénes serían todas esas personas que comían sentadas alrededor de una mesa grande. Ahora sé que era un cuadro de la Última Cena de Jesús con Sus discípulos (Mateo 26:26–29). Pensar en ese cuadro ahora me consuela. Creo que tal vez mamá también conocía a Jesús.

Esperar el juicio era agotador. No había negociación de la condena, así que cuando llegó la fecha del juicio, pensé que me iban a dar la pena más larga. Creí que estaba soñando cuando el jurado me encontró culpable de un delito menos grave: asesinato en segundo grado.

El día de lectura de la sentencia la voz de la jueza fue amable, pero firme. “Señor, creo que usted es una persona decente que perdió el rumbo cuando empezó a andar con la gente equivocada”. Me dio una condena a 12 años. No era nada menos que un milagro.

Ese día la mano de Dios tocó mi vida de una manera que jamás voy a olvidar y pude comprender el significado de “gracia” y “misericordia” como otros no pueden. Estaba recibiendo un regalo que jamás podía haber ganado ni merecido, y lo sabía.

A la semana, crucé los portones de la Cárcel Estatal de Arizona para empezar a cumplir mi condena. Tuve una conexión inmediata con otros hombres de fe. Quería ser un verdadero discípulo de Jesucristo, por lo que me rodeé de aquellos cuyas vidas eran testimonio de Su poder transformador. Dios hizo Su trabajo en ellos para ayudarme a cambiar.

Al poco tiempo, sentí que Dios me llamaba de manera más particular. Mi salvación, la condena reducida y esta vida nueva no eran para que me las guardara para mí mismo. Dios quería usarme para Su propósito y Su gloria (Efesios 2:8–10). Él quería que les contara a otros sobre Su gracia y los ayudara a evitar los errores que yo había cometido.

Ayudar a los demás era algo que nunca se me había ocurrido antes de entregarle mi vida a Cristo. Para prepararme mejor, aproveché los cursos que se podían hacer entre rejas y conseguí un título intermedio en trastornos por consumo de alcohol y abuso de sustancias. También trabajé como facilitador en grupos de apoyo, ayudando a preparar a los hombres para cuando recuperaran su libertad.

Fue un privilegio orar por ellos y presentarles a Jesús, el Amigo verdadero que los acompañaría a cada paso del camino (Juan 15:13–14). Tanta gente quiere dejar la cárcel, reinsertarse en el mundo y vivir bien, pero no es fácil. Con Jesús, esos hombres lo podían lograr.

Como todavía quería profundizar más sobre mi relación con Cristo, me inscribí en un programa de discipulado que ofrecía Alongside Ministries de Phoenix. Tuve un mentor que me acompañó mientras estaba en la cárcel. Se convirtió en mi amigo y en un guerrero de la oración por mí y me esperó en el portón el día que quedé en libertad. Hasta me llevó a tomar un desayuno delicioso antes de dejarme en el programa de alojamiento del ministerio al que aún llamo “mi hogar”.

Fue fantástico dejar las rejas atrás, pero Jesús ya me había puesto en libertad mucho antes de que saliera de la cárcel. Me liberó de la paga que deja el pecado y me dio vida eterna el día que creí en Él (Romanos 6:23).

No solo estaba libre, sino que me había enriquecido infinitamente. No tenía bienes materiales, pero tenía vida eterna, gozo, paz, valor y propósitos.

Hoy estimulo y trabajo con hombres que salen de la cárcel y están aprendiendo a caminar con el Señor. Apenas hace unos años yo estaba donde ellos están ahora. Solo Dios podría haber vuelto a escribir mi historia.

Génesis 50:20 dice que Dios puede tomar lo que el enemigo quiso usar para dañarnos y usarlo para nuestro bien. Romanos 8:28 promete que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman y han sido llamados de acuerdo con Su propósito. Dios ha cumplido estas promesas y más aún. Su bondad, que no merecía, siempre será incomprensible para mí.

Nunca voy a olvidar que le quité la vida a alguien y provoqué dolor a personas que no lo merecían. Desearía poder volver atrás y enmendarlo, pero no puedo. Lo único que puedo hacer es vivir la vida con agradecimiento, servir a los demás y compartir la esperanza de Jesús. Quiero honrar a Dios para que Él le dé un propósito al dolor que causé.

Dios le da la misma posibilidad a usted. Espero que la aproveche.

Si usted es como era yo, se estará preguntando qué puede querer Dios con su vida. ¿Y por qué se molestaría? Déjeme decirle: Dios no se fija en lo que hizo. Él se fija en la persona que Él sabe que usted puede llegar a ser.

Lo está llamando por su nombre, invitándolo a acercarse en este momento, tal como es. Dios lo ama sin importar lo que haya hecho. La sangre que Él derramó por usted en la cruz del Calvario puede limpiar la sangre que tiene en las manos.

Hermanos y hermanas: el perdón del pecado es un regalo de libertad verdadera que nadie le puede quitar, no importa dónde se encuentre (Juan 8:36).

 

ANDRE LIGHTSEY-COPELAND, que fue objeto de la fidelidad y la gracia de Dios, busca compartir el mensaje de esperanza y victoria con todas las personas que encuentra. Disfruta de la camaradería con su gente en Alongside Ministries y usa su testimonio para alentar a su familia y a los alumnos del Centro Educativo St. Mary’s de Phoenix.