Era la mañana de Navidad de 1982 y mi teléfono no paraba de sonar. Me acurruqué en mi cama calentita, deseando que el teléfono dejara de sonar. Pero siguió y siguió hasta que me di por vencida, tomé el auricular y murmuré, irritada “¿Hola?”.

Era mi mamá, que fue directo al grano. “¿Charlie se puede quedar en tu casa por unos días? Lo está buscando la policía. Quieren hablar con él por unos asesinatos que ocurrieron anoche”.

Estaba horrorizada y traté de despejar mi mente. “¡Asesinatos! ¿Qué? Ay, mamá, no puedo”.

“Juli, él no mató a nadie”. Le dio una pitada al cigarrillo y largó el humo lentamente. Ni siquiera la nicotina podía esconder el temblor de su voz. Acepté ir a hablar con Charlie, pero no me comprometí a nada más.

Esa no fue la primera vez que mi hermano tuvo problemas con la policía. Ya había estado en la cárcel dos veces. Mi instinto me decía hacia dónde inclinarme.

Pero hicimos lo que hace la mayoría de las familias: proteger a los nuestros. Charlie fue a quedarse conmigo mientras mis padres hacían los arreglos para mandarlo a otro lado. No hablábamos sobre lo que había pasado; no podíamos. La nube negra que teníamos sobre la cabeza era demasiado espesa. Nada volvería a ser igual. Papá y yo llevamos a Charlie al aeropuerto y él tomó un avión a Dallas. Yo tomé un tren a la ciudad.

Manejé todo el día sin rumbo fijo. No sabía qué hacer ni adónde ir. Estaba desesperada por hablar con alguien. Pensé en la iglesia a la que íbamos cuando éramos chicos, pero esas personas dejaron de ser parte de nuestra vida cuando Charlie cayó preso la primera vez. Además, lo único que me iban a decir es que rezara. ¡Olvídalo!

Entonces recordé al padre Baseheart. Me había dado la primera comunión en la iglesia St. Gregory’s. Fui al viejo vecindario, caminé hasta la parroquia y golpeé a la puerta.

El padre Baseheart me recibió y me saludó. Me llevó a una oficina y tomé asiento. “Bueno ¿en qué te puedo ayudar?”—me preguntó amablemente.

Estaba llorando cuando le pasé un periódico arrugado con la noticia de los asesinatos. “Esto es obra de mi hermano y no sé qué hacer”.

El padre Baseheart leyó el artículo. “Tenemos que rezar”—me dijo.

Salí de la parroquia poco después, caminé hasta la parada de ómnibus más cercana y me fui a casa. “¡¿Rezar?!”—grité para mí, mientras el ómnibus andaba a los saltos. “¿No viste lo que pasó, Dios? ¿Por qué no lo impediste? ¿Dónde estabas? ¡En ninguna parte, ahí estabas! ¿Y ahora tengo que rezarte a Ti? No me parece”.

Estaba tan enojada. Hacía años que mi familia se estaba cayendo a pedazos y yo le había pedido a Dios que interviniera más de una vez. No parecía que le importara lo suficiente como para meterse. Y ahora ¿esto? Mi cabeza no lograba entender el dolor y el horror de los asesinatos y la realidad desoladora de mi vida. Entonces pasé los 16 años siguientes sin comunicarme con Dios.

No importaba que yo no hubiera lastimado a nadie. Mi hermano sí, y era parte de la familia. Éramos la misma cosa. Me dediqué intencionalmente a escapar de mi realidad. Estaba abochornada y avergonzada de mi vida, mi familia y de lo que había hecho mi hermano. No tenía con quién hablar.

Traté de integrarme en la sociedad. No quería que me identificaran como la hermana de un asesino, aunque sentía tanto remordimiento por las víctimas de Charlie. Era demasiado para soportar y tomé el camino peligroso. Hombres. Dinero. Cocaína. Robo de drogas. Perdí el control rápidamente.

Cuando a Charlie le dieron una triple condena a muerte, juré que jamás le volvería a hablar. Estaba harta de Charlie y de Chicago, y decidí irme.

Me fui a vivir con mi hermano mayor en Dallas. Ahí conocí a David, su mejor amigo. Era otro chico malo…¡pero era tan lindo!

La vida diaria con David era toda una fiesta…hasta que descubrí que estaba embarazada. Se me despertó el instinto maternal y dejé de consumir drogas. Volví a Chicago. David me siguió y nos casamos. A los tres meses nació nuestra hija Jennifer.

Nos quedamos en Chicago durante 13 años. En todo ese tiempo, no pensé en Dios ni una vez. Me estaba yendo muy bien sin Él. Tuvimos otra hija, Kelly, y nos dispusimos a darles a nuestras hijas una vida increíble.

Cuando nuestra hija mayor estaba empezando la escuela media, decidimos mudarnos a Phoenix. Estaba muy entusiasmada con esta nueva aventura y orgullosa de la familia que habíamos formado con David.

Pero un día, mientras me daba palmaditas en la espalda mentalmente por la vida increíble que les habíamos dado a nuestras hijas, Dios me habló con voz clara y fuerte: “Pero no les diste lo más importante que necesitan: ¡A Mí!”.

Podría haber oído caer un alfiler dentro de mi cabeza. No le hablaba a Dios desde hacía décadas, pero reconocí Su voz. La convicción se apoderó de mi corazón. “Tienes razón”—respondí. Es lo único que pude decir.

A regañadientes le prometí a Dios que llevaría a mis hijas a la iglesia. Pero le dejé bien en claro que yo no iba a ir. Las iba a llevar y a buscar, eso es todo lo que iba a tener de mi parte. Por supuesto, Dios sabía más.

Una noche me estaba preparando para retirar a las chicas de la reunión de los miércoles en la iglesia, cuando sonó el teléfono. David había tenido un choque frontal. Él estaba bien, pero lo habían detenido. Dijeron que la víctima estaba internada en el hospital con lesiones.

¿Detenido? ¿Víctima? Estaba desconcertada. El oficial continuó: “Señora, parece que el Sr. McFadden puede haber estado bajo los efectos de algo en el momento del choque. Necesitamos que lo venga a buscar a la comisaría”.

Resultó que David se había quedado dormido al volante bajo los efectos de opiáceos y chocó con un Mercedes de frente. El 16 de mayo de 2000, apenas un año y medio después de mudarnos a nuestro nuevo hogar en Phoenix, a David lo acusaron de agresión con agravantes y le dieron una condena a dos años y medio en la cárcel.

Otra vez un hombre al que quería y en el que confiaba había puesto mi mundo patas para arriba. Primero Charlie y ahora mi esposo. ¿En serio, Dios? Sin embargo, continué esforzándome e intenté hacer lo correcto. Cumplí mi parte del trato y seguí llevando a las chicas a la iglesia. Pero por dentro, estaba devastada.

Semana tras semana las dejaba, regresaba a casa y volvía a buscarlas. Pero ahora era una mamá sola y estaba cansada. Entonces empecé a quedarme en la iglesia con ellas. Pensé que era un tema de conveniencia, pero Dios sabía que era un tema de conexión.

Una noche mi amiga Joanne me invitó a ir con ella a escuchar a Anne Graham Lotz. No tenía idea de que la Sra. Lotz era la hija del gran evangelista Billy Graham hasta que me lo dijo Joanne. Acepté acompañarla.

Pensé que tal vez, si iba al servicio, Dios me diría si debía seguir con mi esposo o si me daría luz verde para terminar con mi matrimonio. Estaba herida; me sentía traicionada, exhausta y agotada mentalmente.

Lo gracioso fue que Anne Graham Lotz no dijo nada sobre si debía quedarme con David, pero igual tuve la respuesta cuando terminó el evento. ¿Puede creer que Dios utilizó una frase del señalador que estaba dentro del programa del evento para darme Su mensaje? En él estaban las palabras: “He decidido _________”.

Al cierre del evento, nos dijeron a todos que escribiéramos lo que Dios nos estaba llevando a hacer, con base en la experiencia de esa noche. Mis ojos cayeron sobre la línea en blanco y pensé en mi vida. Era un desastre.

Durante años había buscado consuelo, esperanza y paz, pero siempre terminaba vacía. Apoyé la cabeza en mis manos y lloré. Necesitaba a Jesús. Lo sabía porque una vez lo conocí personalmente.

Hacía mucho tiempo lo había aceptado como mi Salvador. De niña, Jesús había sido mi amigo y yo lo amaba. Después me pasaron cosas en la vida, me enojé y me alejé de Él. Pero Dios nunca se había alejado de mí. A pesar de mi vida arruinada, todavía podía sentir Su presencia. Él todavía estaba allí.

Dejé de lado el enojo y oré una oración sincera de entrega. Esto era distinto. Ya no estaba actuando como una niña malcriada cruzando los brazos sobre el pecho de manera desafiante. Tenía los brazos y el corazón abiertos. Estaba lista para ir adonde Dios me llevara. Sin Él, no tenía esperanza.

Esa noche, en el espacio en blanco del señalador, escribí: “He decidido entregarle mi vida a Dios—mi voluntad por la Suya. Me comprometo a servir a Cristo”. Ese señalador todavía está en mi Biblia. Como en Josué 4:21–24, sirve como una piedra que me recuerda mi compromiso con el Señor.

Gracias a dedicarle tiempo al Señor, supe que debía quedarme con David. Lo hice, y Dios renovó mi amor por mi esposo y nuestro matrimonio. Además, me llevó a servirle en un lugar que jamás habría imaginado: la cárcel. Todo sucedió por asistir a las reuniones de Al-Anon.

Al-Anon brinda apoyo a personas afectadas por el alcoholismo de otras. Empecé a asistir a las reuniones cuando David fue a la cárcel. Una noche, aproximadamente al año, pidieron voluntarios para organizar reuniones de Al-Anon en la Cárcel de mujeres Perryville en Goodyear, Arizona. Dios le dio un toquecito a mi corazón y no iba a aflojar sobre esta otra cosa que podía hacer para servirlo.

“Pero Dios”—protesté. “De ninguna manera voy a visitar a nadie en la cárcel, ¡y menos a desconocidos!”.

Dios me desconcertó con Su respuesta: “Pero amas a personas que están en la cárcel”.

“En realidad, no”. Hacía casi 20 años que no hablaba con Charlie y todavía no me alegraba tener que hablar con mi esposo preso.

“Prueba”—me dijo. “Si no te gusta, puedes renunciar”.

Para mi asombro, pasé los cinco años siguientes organizando reuniones de Al-Anon en Perryville dos veces al mes. Quería a las mujeres y me encantaba servir a Dios de esta manera. En Al-Anon se comparten experiencias, fuerzas y esperanza. Había encontrado todas esas cosas solo en Dios, el gran Yo Soy (Éxodo 3:14). No me daba vergüenza hablarles de Él a esas mujeres.

Y de pronto pensé: “¿Cómo puedo querer a estas mujeres si ni siquiera le hablo a mi hermano?”. Tuve un profundo sentimiento de culpa. Dios me estaba preparando el corazón para lo que iba a venir.

Poco después, me llamó mi hermana menor. “Juli, Charlie intentó suicidarse. Lo trasladaron a Statesville”. A Charlie le habían conmutado las penas de muerte, pero pasaría el resto de su vida en la cárcel. Hacía 20 años que no lo veía y sabía que tenía que hacer algo. No me iba a perdonar si se quitaba la vida y yo no me reconciliaba con él.

Acababa de leer Una vida con propósito de Rick Warren (Zondervan, 2002). Estas palabras me llegaron de manera especial: “Dios quiere que tengas un ministerio parecido al de Cristo en la tierra. Eso quiere decir que otras personas van a encontrar sanidad en tus heridas. Tus grandes mensajes de la vida y tu ministerio más eficaz surgirán de tus heridas más profundas” (275).

Charlie tenía que saber que Dios tenía un propósito para su vida. Le mandé el libro por correo inmediatamente, le pedí que lo leyera y le dije que lo iba a visitar en enero. Reservé un vuelo a Chicago y me comuniqué con el director de Statesville para pedirle que me permitiera tener algo más de tiempo con Charlie, ya que estaba viajando desde tan lejos.

Dios me concedió un gran favor. Me permitieron visitarlo dos días seguidos, dos horas cada día. El corazón me saltó de alegría al verlo. Lo único que se me ocurrió pensar fue que él era lo más hermoso que había visto en mi vida. Somos hermosos y valiosos a Sus ojos y Su corazón está lleno de amor por nosotros. (Ver Juan 3:16.)

Charlie y yo nos abrazamos muy fuerte. Ninguno de los dos quería soltarse. Después, nos miramos con los ojos llenos de lágrimas. Teníamos mucho de qué hablar para ponernos al día. Le pedí a Charlie que me perdonara por abandonarlo durante tanto tiempo. Le dije que lo quería y le rogué que nunca volviera a lastimarse. Aceptó mis disculpas y, medio en broma, me pidió perdón por golpearme cuando éramos niños. Los dos nos reímos mucho.

En la segunda visita, le pregunté a Charlie si había leído el libro que le mandé. Iba por la mitad. Lo animé a que siguiera leyéndolo. “Juli, no entiendes”—me interrumpió Charlie. “Yo no tengo un propósito. Estoy en la cárcel. Acá no hay nada para mí”.

“Dios le da un propósito a todo el mundo, no importa dónde están ni lo que han hecho”—le dije. “Dios tiene un propósito para tu vida incluso aquí adentro”. Lo vi confundido.

“Eres una leyenda, Charlie, y Dios quiere usarte. Imagínate si la primera vez que caíste preso alguna leyenda se hubiera hecho tu amigo y te hubiera hablado de Jesús. Piensa qué distintas serían las cosas. En vez de querer caerle bien a una pandilla, habrías sido discípulo de Cristo. Pero ahora puedes hacer eso por otra persona. Puedes estar condenado a la cárcel de por vida, pero eso no le impide a Dios usarte. No te engañes, Charlie. Continúa leyendo el libro. Dios tiene un plan, ¡y estás a punto de descubrirlo!”.

Poco después, Charlie volvió a dedicar su vida a Cristo. Recordó al Dios de su niñez, tal como lo había hecho yo. Y en marzo de 2006 se bautizó. Pasaron más de 16 años desde aquella visita.  Charlie buscó con perseverancia una relación con Jesús, como Jesús lo buscó a él: con su vida.

La sed de Charlie por aprender sobre Jesús es insaciable y tiene el corazón encendido. Aunque está en la cárcel, completó tres cursos bíblicos, consiguió tres títulos universitarios y un doctorado en teología.

Gracias al poder de Jesús en él, Charlie convirtió sus heridas más profundas en su ministerio parecido a Cristo en la tierra. Tras sentirse insignificante y despreciado, se entregó a Jesús y, como promete 1 Corintios 1:26–28, Dios usó lo que el mundo consideraría débil y tonto para enseñar justicia, santificación y redención.

Unos días después de mi primera visita a Charlie, Dios puso una nueva amiga en mi vida. Cheryl vivía en Tucson y era la organizadora de un estudio bíblico semanal llamado Conexión SISTER (sigla de “en armonía espiritual para alentar la restauración”), para mujeres que recién habían salido de la cárcel. Este ministerio especial me llenaba de intriga por muchos motivos.

Primero, sabía que si Charlie hubiera tenido un amigo cristiano a su lado la primera vez que salió en libertad, podría haberse entregado antes a Jesús y su vida podría haber resultado distinta. Y sus víctimas seguirían estando vivas. Segundo, me di cuenta de que, aunque había muchos programas tras los muros de la cárcel, pocos contemplaban ayudar a ex presidiarios al ser liberados o en los años siguientes. Con mucho interés por saber más, visité a Cheryl y observé su ministerio en acción.

Poco después, Dios me abrió las puertas para crear una organización similar a la Conexión SISTER de Cheryl en Phoenix. Mi amiga tuvo la amabilidad de enseñarme durante casi cinco años. En abril de 2012, registré SISTER Ministries, Inc. como organización sin fines de lucro 501(c)3 de servicio comunitario para mujeres que habían estado en la cárcel.

Además del estudio bíblico semanal y las reuniones de apoyo, SISTER Ministries tiene un ministerio de “amigos por correspondencia” para mujeres que están encarceladas y un programa de colaboración para ayudar con los traslados al ser liberadas. En noviembre de 2022, SISTER Ministries cumplió 16 años al servicio de mujeres que pasaron por la cárcel.

Hace poco le pregunté a Charlie: “¿Qué sentiste cuando te dije que Dios tenía un propósito para tu vida?”. Me dijo que había quedado anonadado. Bueno, yo también quedé sorprendida de que Dios tuviera un propósito para mi vida. No, no había matado a nadie, pero me había rebelado contra Dios y había rechazado su amor. No hay ninguna diferencia.

Estamos tan agradecidos porque la misericordia de Dios es tan abundante y porque nos buscó. Su bondad hizo que nos rindiéramos (Romanos 2:4). A Dios le encanta sorprendernos con muchísimo más de lo que jamás podríamos esperar o pedir (Efesios 3:14–20).

¿Dios realmente tiene un propósito para su vida? Sí.

Dios tiene un propósito, no importa lo que haya hecho o dónde esté. No piense ni por un segundo que usted arruinó los planes de Dios. Usted no tiene ese poder. Entréguele su vida a Él: Su voluntad, Su camino. Jesucristo es un restaurador de esperanzas. Él le da un propósito a cualquiera que ponga su vida a Sus pies.

Amigo, lo que Él hizo por mí y mi hermano Charlie, también lo puede hacer por usted.

Juliana McFadden disfruta a pleno de la pasión de su vida diariamente, ocupándose de mujeres que pasaron por la cárcel. Para más información sobre su trabajo, visite sisterministries.org.