Mi abuela me preguntaba eso cada vez que estábamos solos en el auto. Mi comportamiento era cada vez peor y ella estaba segura de que lastimarme o quizá lastimar a otro solo era cuestión de tiempo.

“No es bueno guardarse todos esos sentimientos adentro”—me advertía.

Pero, aunque quisiera responderle, no podía. No sentía nada. No siempre fui así. De niño, tuve muchos sentimientos…pero pocos parecían buenos. Así que me los guardaba y seguía.

Mi mamá me tuvo a los 15 años. Era joven, soltera, pobre y totalmente adicta al crack. Nuestro hogar era un caos y no tenía un lugar seguro donde pudiera expresar lo que sentía. Mamá no estaba capacitada para escucharme ni emocional, ni mental ni físicamente. Mucho menos para ayudarme a analizar mi dolor.

Si le hubiera contado a alguien cómo me sentía, habría tenido que hablar de la raíz del problema, y eso habría roto un código tácito entre mi mamá y yo. Lo que pasaba en casa se quedaba en casa.

La adicción de mamá y nuestra vida en el complejo de departamentos pobres me exponía a muchos peligros. Nuestro vecindario estaba lleno de cosas malas, drogas y delito. Cuando tenía cinco años, fui testigo de un tiroteo desde un auto. No mucho tiempo después, a mi mejor amigo le dispararon y lo mataron. Esas experiencias traumáticas dejaron una herida en mi corazón de niño. Mi mamá andaba con un grupo pesado y a veces le ocurrían cosas horribles.

A la noche me sentía más vulnerable y con más miedo. Me acostaba en la cama y oía los ruidos de la calle, los apartamentos vecinos y, a veces, incluso del nuestro. Alaridos. Gritos. Tiros.

Cuando mamá tuvo a mi hermana, era yo el que le cambiaba los pañales, le daba el biberón incluso durante la noche, porque mamá estaba incapacitada. Y yo apenas tenía siete años.

Al final, mamá nos llevó del complejo de Virginia a Carolina del Norte para estar cerca de la familia. Pero su adicción y la pobreza se mudaron con nosotros.

Entiéndame bien: yo quiero a mi mamá. Hoy está curada de su adicción y nuestra relación es buena. Hablo de esos detalles para explicar de dónde vengo y dar testimonio de la bondad de Dios. Él nos rescató a mi abuela, a mi mamá y a mí de patrones familiares destructivos y malas decisiones. Pero pasamos por mucho para llegar a eso.

Con el tiempo, el miedo y la soledad se convirtieron en decepción. Cada vez que mamá elegía el crack, en vez de a mí, me sentía abandonado. Su adicción fue la causante de muchas promesas no cumplidas y la falta de necesidades básicas. Al final, la decepción se convirtió en resentimiento.

Estaba enojado con mamá por no hacerse cargo de nosotros. Sentía resentimiento hacia ella porque, aunque quería a mis hermanos, tenía que ocuparme de ellos. Si bien esa obligación probablemente me salvó la vida porque me mantenía ocupado y lejos de la calle, en ese momento sentía que me habían robado la infancia.

La adicción de mamá y el hecho de que terminara presa hizo que mis hermanos y yo pasáramos de un familiar a otro entre Carolina del Norte y del Sur. Estoy agradecido por el cariño y la seguridad que se ocuparon de darnos mi abuela y su hermana, la tía Sarah, pero mudarnos significó ir a vecindarios nuevos y escuelas nuevas. Parecía que yo siempre era el nuevo y que la gente siempre me miraba de arriba abajo. Mi autoestima era casi inexistente. Casi todo el tiempo estaba solo y mantenía la boca cerrada.

Pasar de la casa de mamá—donde no había reglas—a la de tía Sarah, donde había reglas y consecuencias, no fue fácil. No me gustaba que me dijeran lo que tenía que hacer y me volví rebelde. Mi nueva escuela primaria tuvo que elaborar un programa interno de suspensiones solo para mí.

Por esa época se hicieron populares las películas que endiosaban la vida de las pandillas. De pronto mis experiencias de vida estaban ahí mismo, en la pantalla grande y me di cuenta de cuánto poder alguien de la hermandad—como yo—podía tener sobre los demás. Me revoloteaban por la cabeza ideas y pensamientos oscuros cuando me imaginaba cómo sería ser un asesino. Tal vez sería un sicario.

En séptimo grado, ya andaba con cuchillos, amenazando a mis compañeros y fumando marihuana. Me gustaba estar drogado. Tuve mi primer revólver en octavo grado y en noveno le lancé un machete a un hombre a la cabeza. Voy a decir en mi defensa que estaba tratando de abusar sexualmente de mí, pero solo por gracia de Dios no lo maté ni lastimé a nadie.

Lo bueno fue que en junior high entré en un equipo de fútbol. Siempre había hecho actividad física, pero nunca había participado en deportes organizados por mis obligaciones en el hogar. Me fue bien y el entrenador me dijo que, si me esforzaba, podría ir a la universidad con una beca de futbolista. Ese era un concepto extraño para mí; nunca se me había ocurrido la idea de que pudiera tener futuro.

Me hizo sentir genial ser parte de un equipo organizado y ser bueno en algo, pero duró poco. Mamá me hizo la gloriosa promesa de vacaciones de verano, en las que terminé teniendo que ocuparme de mis hermanos un largo tiempo. Las prácticas de fútbol eran imposibles. La desprecié todavía un poco más.

En undécimo grado me mudé a la casa de un pariente en Kinston, Carolina del Norte, y logré entrar al equipo de fútbol. Asombrosamente, pronto tuve el segundo puesto en el ranking de capturas del Estado. Pasé de ser nadie a ser alguien. Un mafioso del lugar me compró zapatos caros; las chicas me perseguían y me hablaba gente que ni conocía.

Hice planes para ir a la universidad estatal de Carolina del Norte y me destaqué en el campamento de fútbol…pero mi confianza pronto se convirtió en humillación, porque mis calificaciones no alcanzaban. En cambio, fui a la universidad estatal de Fayetteville. Jugaba bien y me esforzaba mucho y el entrenador me dijo que tenía lo que hacía falta para llegar a profesional.

No había pasado un mes en la universidad cuando mi novia me dijo que estaba embarazada. No lo tomé bien. Acababa de liberarme de tener que criar a mis hermanos ¿y ahora tenía que criar a otro niño? No, gracias.

Me escapé. Dejé la universidad, le dije adiós al fútbol y volví a la casa de tía Sarah en Carolina del Sur. Necesitaba espacio para ver qué hacer y más droga para callar las voces desconcertantes que gritaban en mi cabeza.

Conseguí un miserable trabajo de albañil que pagaba poquísimo. Todos los días, después del trabajo, mis compañeros se sentaban a perder el tiempo y fumar crack en pipa. ¿Este iba a ser mi futuro? No parecía muy distinto de mi infancia y odié más a mi mamá. Todavía seguía haciéndola responsable de mi vida arruinada.

Sin duda el estilo de vida de mi mamá nos había afectado a mis hermanos y a mí. Pero…¿y las cosas que yo había hecho? Había usado pistolas y cuchillos y había vendido droga. Me había rebelado contra la autoridad y planeados robos. Había embarazado a mi novia y luego la abandoné y también abandoné un potencial futuro en el fútbol. Nada de eso fue culpa de mamá, pero mi corazón albergaba odio e incapacidad de perdonar.

Hebreos 12:15 (NTV) dice: “Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos”. Durante años había permitido que una raíz venenosa de amargura creciera sin control en mi corazón y mi mente y ahora estaba consumiendo el fruto.

Pronto dejé mi trabajo de albañil para traficar drogas y trabajar como guardaespaldas. Hice $3.000 el primer día y eso me atrapó. Pero vender esas drogas a menudo me llenaba de culpa. Estaba destruyendo la vida de esos chicos con la mismísima droga que había destruido la de mi mamá. Empezó a pesarme mucho.

Además, había mucha tensión entre los tipos que trabajaban para mi jefe y yo. Ellos habían estado con él durante más tiempo, pero yo me había convertido en su mano derecha.

Llegué a tener tanto miedo de que alguien quisiera hacerme desaparecer que tuve un colapso nervioso. Estaba traficando en un bar y empecé a llorar sin parar. Fui al baño para recomponerme, pero no pude. Entonces llamé a mi abuela y le conté lo que estaba pasando.

“Mike, tienes que ir a la iglesia y además ver a un profesional de la salud mental”. Era apenas la centésima vez que me lo decía. En cambio, decidí volver a Carolina del Norte. Mi abuela me seguía diciendo que buscara ayuda, pero yo no quería que un médico indagara en mi cabeza. Yo sabía que tenía problemas.

Finalmente decidí que iría a la iglesia, caminaría hasta el altar y fingiría entregarle mi vida a Jesús. Tenía que ir solamente una vez y después le diría a mi abuela que su plan no había funcionado. Luego volvería a la calle para vengarme. Había aprendido mucho con los años; ya estaba listo para tener mi propio equipo.

Llegó el domingo y esperé en el último banco que el pastor llamara para acercarse al altar. Entré en la nave y di un paso hacia delante—pero de pronto, se me inundaron los ojos de lágrimas. Cuanto más me acercaba al pastor, más fuerte lloraba.

Yo tenía un plan. Dios tenía otro.

Empecé a ir a la iglesia más seguido. Era el único lugar en que podía encontrar alivio para mis pensamientos oscuros. A veces salía de la iglesia y encendía un porro. Los muchachos se burlaban de mí: “Mike, ¡ni siquiera te quitaste el traje y estás fumando marihuana!”. Todavía tenía mucho por mejorar, pero iba en la dirección correcta.

Como estaba en Carolina del Norte, empecé a pasar más tiempo con mi hijo. Yo nunca había tenido una relación padre–hijo sana, pero estaba intentando. Y Dios iba a utilizar a esa criatura para derretir mi corazón endurecido.

Lo llevaba a la plaza y le decía que fuera a jugar, mientras me quedaba sentado en el auto fumando marihuana. Con el tiempo, fui notando que los otros padres interactuaban con sus hijos. Jugaban y hablaban con ellos. Yo quería tener una relación así con mi hijo. El día que vi al papá de otro chico jugando en el tobogán con mi hijo fue el día que apagué el porro y salí del auto. ¡Ese era mi hijo!

En esa época tenía una relación inestable con Tanya, su mamá. Terminé dejándola embarazada otra vez. Ojalá pudiera decir que estaba tratando de ser tan bueno con ella como lo era con nuestro hijo, pero no es así. Ver el miedo en sus ojos me encendía tanto. Me da asco pensar en el infierno que le hice pasar.

Pero todo cambió cuando nuestra hija nació muerta. El médico dijo que había muerto por estrés prenatal. Tanya y yo sabíamos que yo era la causa de ese estrés. En su dolor, me dejó fuera de su vida y no la puedo culpar. Yo también me odiaba.

Qué ironía: durante años había querido ser un asesino y ahora lo había logrado.

Agradezco que Dios no desperdicie nada, ni siquiera nuestros pecados. Por esta experiencia llegué a la entrega real y tomé en serio mi fe. Dejé de ir a la iglesia para sentirme mejor; ahora iba para que Dios me enseñara, me cambiara y me usara.

Las Escrituras empezaron a hablarle directo a mi corazón, revelándome la profundidad del amor de Dios por mí (Efesios 3:18) y reconociendo mi identidad como hijo de Dios (1 Juan 3:1). Me dieron corrección (2 Timoteo 3:16–17) y me enseñaron que para ser una persona nueva debía cambiar mi modo de ver (Romanos 12:2; 2 Corintios 10:5, Colosenses 3:1–3).

Cambiar mi forma de pensar fue un trabajo de tiempo completo. Nunca me había visto sino como un chico pobre de un barrio pobre. Un paria. El hijo de una adicta al crack. Un talento desperdiciado. Un destructor de vidas. Pero la Biblia me enseñó otra cosa. En Cristo, yo era alguien amado y aceptado y Dios tenía grandes planes para mí.

Tanya notó el cambio, pero no lo creyó. Con el tiempo, sin embargo, vio que era real. Volvimos juntos y la dejé embarazada otra vez. Todavía no había ajustado mi vida sexual a la Palabra de Dios.

Cuando nació nuestro hijo, Tanya le entregó su vida a Jesús y nos casamos. Trabajé como conserje en una iglesia local, colaboré en el ministerio de los jóvenes y traté de imitar al pastor…¡hasta en la ropa! Tanya también trabajó mucho.

Al año, Tanya y yo tuvimos una hija. Criar a tres niños era difícil, pero se puso peor cuando aparecieron familiares en nuestra casa. ¡Diez personas compartíamos una casa de tres dormitorios y un baño!

Estaba al borde de la locura cuando oí una voz que me decía: “Ve a Rhema” (una universidad teológica de Oklahoma). Estaba solo en el trabajo y supe que me hablaba el Señor. Le conté lo sucedido a Tanya y obedecimos la directiva de Dios, aunque todos los demás pensaban que nos habíamos vuelto locos.

En Rhema Dios empezó la obra buena que continúa hasta el día de hoy (Filipenses 1:6). Aunque debo admitir que a menudo dudé de Él.

Todas las semanas corría al altar y clamaba por Su provisión. “¿Dónde estás, Dios? ¿No ves nuestras necesidades?”. Hacía toda una escena orando, adorando, bailando y recitando Sus promesas. Le mencioné Marcos 11:24 tantas veces, pero las cosas no mejoraron para nada. Un día me negué a seguir adelante.

“Dios, hace semanas que ‘creo para poder recibir’. Hice todo lo que sé hacer ¡y no está funcionando! Te obedecimos y vinimos a Rhema, y ahora nos están por desalojar de la casa. Ni siquiera podemos pagar la gasolina del auto”. Alcé las manos al reino espiritual y le dije a Dios que, si quería que nos quedáramos, tenía que ocuparse de nosotros. Ya no quería seguir preocupándome.

Al concluir esas palabras, me inundó una sensación de paz. Resulta que lo único que Él quería era que confiara. Dios me estaba pidiendo que creyera, no que actuara; que me quedara quieto y supiera que Él es Dios (Salmo 46:10). A partir de ese momento, Dios se presentó de las maneras más increíbles; nunca nos ha defraudado.

En Rhema comencé el proceso de desentrañar el dolor de mi infancia. Aprendí sobre la gracia y Dios me ayudó a perdonarme a mí mismo y a mi mamá. Me reveló que siempre había estado a mi lado. Salvándome. Protegiéndome. Guiándome. Acercándome a Él.

Mi fe creció a pasos agigantados. Sabíamos que Dios estaba con nosotros mientras nos preparábamos para recibir un hijo más. Habíamos planeado volver a Carolina del Norte inmediatamente después de la graduación, pero Tanya entró en trabajo de parto doce semanas antes de la fecha.

Nuestro hijo nació muerto. Nunca voy a olvidar su carita azulada y el pánico en los rostros de las enfermeras. Gracias a Dios, recibió reanimación neonatal, pero pasaría los dos meses siguientes en una incubadora.

Tanya y yo lo visitábamos todos los días y también los equipos de oración de Rhema. Dios respondió a nuestras oraciones y sanó a nuestro hijo, pero nuestra cuenta bancaria quedó vacía. Esta era una verdadera prueba de fe y yo no la estaba aprobando.

Para cuando volvimos a Carolina del Norte, no solo estábamos arruinados. Estábamos en un profundo agujero financiero. No teníamos nada a nuestro nombre y me sentí un fracasado cuando nos mudamos con la madre de Tanya.

No importa cuánto trabajara, siempre nos faltaba. Se apoderó de mí la depresión y pensé en volver a la calle. Sabía cómo hacer dinero ahí. ¡Podía sacarnos de este embrollo! Mi amigo Travis me hizo desistir. Él y yo habíamos andado juntos en el secundario hasta que fue a la cárcel por robo.

“Mike”—me dijo—“estoy cumpliendo una condena bastante larga por los dos. Consigue otro trabajo. No vuelvas a la calle”. Travis siempre había estado a mi lado.

Seguí su consejo y tomé otros trabajos. Trabajé en Chick-fil-A, fui entrenador de fútbol, asistente de un profesor y conduje un ómnibus. Pero igual teníamos dificultades.

“¿Dónde estás, Dios?”. Parecía haberse perdido. O quizá yo estaba perdido y había pasado por alto alguna de sus instrucciones.

En Rhema había aprendido que cuando uno siente que perdió su conexión con Dios debe recordar el momento en que lo dejó. Dios no se va a ningún lado; Él no abandona a Sus hijos (Deuteronomio 31:6).

La última vez que había sabido claramente de Dios fue cuando me dijo que fuera a Rhema. Me pregunté si había cometido un error al volver aquí. Tal vez debíamos regresar a Oklahoma. Le pedí a Dios que me perdonara y me indicara el camino. No pasó mucho tiempo hasta que un amigo me habló de un puesto en la Hermandad de Deportistas Cristianos (FCA).

“No van a contratar a alguien como yo”. Yo era un tipo de un barrio pobre, que no sabía nada de organizaciones sin fines de lucro ni de conseguir ayuda financiera. No tenía conexiones con líderes empresarios exitosos y respetables de la comunidad. Mis únicas conexiones estaban en la calle y esa gente no buscaba deducción de impuestos.

Pero Dios me demostró que solo lo necesitaba a Él. Yo no necesitaba conexiones ni una formación especializada; solo necesitaba un corazón bien predispuesto. Él me bendijo con un puesto como representante de área de la FCA. A los dos años, estaba supervisando a más de mil muchachos atraídos por la honestidad de mi mensaje y que podían identificarse con mi vida y experiencias de niño.

En 2022, el Señor me permitió volver al fútbol en la Universidad de Carolina del Este, ya no como jugador, sino como entrenador emocional del equipo de fútbol de la ECU como parte de la FCA. Hoy estoy conectado con muchachos que buscan esperanza, estabilidad y una figura paterna, tal como yo a su edad. Qué privilegio tengo de compartir lo que aprendí y continúo aprendiendo mientras los ayudo a manejar sus emociones.

En este momento Dios me está enseñando sobre la humildad y cómo servir a los demás. Antes tenía libertad para hacer las cosas a mi manera. Ahora estoy al servicio de otros entrenadores y líderes y es una experiencia nueva. Dios me está ayudando a dejar mi orgullo de lado.

El crecimiento ilimitado es parte del recorrido de un cristiano. No siempre es fácil ni cómodo, pero vale la pena. Si desea hacer el trabajo con Dios, Él bendecirá su vida de maneras que jamás imaginó (Efesios 3:20).

No puede cambiar el pasado. Nadie puede. Pero con Dios, su futuro puede cambiar.

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MIKE JENKINS es entrenador emocional de la FCA en le Universidad de Carolina del Este. Trabaja con pasión para ayudar a los jóvenes a que encuentren su identidad en Cristo.