Acepté la presencia de Dios desde muy chica. Recuerdo que a los cuatro años estaba en la iglesia bailando alrededor del altar y alabando a Dios. Mi cuerpito se inundaba de gozo y paz mientras saltaba gritando Su nombre.

Me encantaba estar en la iglesia, cerca de gente de Dios y yo amaba a Dios. Sin embargo, no lograba imaginar que Dios pudiera amarme. Era algo tan grande y yo era tan pequeña. ¿Qué podía tener para ofrecerle a Dios? Yo no era nadie.

No recuerdo un momento en que no me sintiera insegura. Mi poca autoestima era consecuencia de situaciones que viví en mi infancia. Tenía seis años cuando a mi mamá le quitaron la custodia mía y de mi hermano Simon y nos pusieron en un hogar sustituto. Mi papá nunca estuvo en mi vida.

Mamá tenía una enfermedad mental que le impedía ocuparse bien de sus siete hijos. A mis tres hermanos mayores y mis dos hermanas menores también los sacaron de la casa y los pusieron en distintos hogares. El sistema de hogares sustitutos no tuvo compasión con ninguno de nosotros.

La ausencia de padres y hermanos lastimó mi corazón y mi mente. Me sentí abandonada, sola, rechazada y no deseada. Recuerdo que miraba por la ventana de mi hogar sustituto y me preguntaba cómo sería mi vida. ¿En qué me convertiría? ¿Siempre iba a ser así? ¿Alguna vez llegaría a ser alguien en este mundo?

Eran preocupaciones demasiado grandes para una nena de seis años, pero a esa edad ya sabía que mi futuro no era nada prometedor. Era una chiquilla pobre y sin familia. ¿Qué esperanza podía tener?

Miraba a los padres que retiraban a sus hijos de la escuela e imaginaba sus vidas. Los pensaba hablando de la escuela y después deteniéndose para comer algo rico a la tarde antes de ir a la casa.

Extrañaba tener una familia y un lugar al que llamar “hogar”. Por estar en un hogar sustituto, mi tiempo en cualquier lugar era limitado. Siempre sentía como que me prestaban la familia de otra persona, porque invariablemente llegaba el día en que debía devolver todo.

Cuando tenía 9 años, la Secretaría de Servicios Sociales de Massachusetts decidió separarnos a Simon y a mí, pero la Sra. Edna—una asistente social muy amorosa—se comprometió a mantenernos juntos. Ubicó a una tía y un tío en Carolina del Norte y les explicó nuestra situación; ellos nos recibieron en su casa.

En Carolina del Norte continué yendo a la iglesia. Le entregué mi vida al Señor; Dios era mi mejor amigo. Compartía todo con Él.

Mis tíos se ocupaban bien de mi hermano y de mí. Pero incluso en un hogar con familiares, seguía sintiéndome una extraña. Pensaba que era una carga.

“Nadie te quiere, Simone. Eres rara”. Ese asunto me rondaba la cabeza todo el tiempo. Satanás me había convencido de que no encajaba en ningún lado.

Me sentía desconectada de la gente y suponía que quienes me rodeaban apenas soportaban mi presencia. Satanás usaba cada rechazo, especialmente por parte de mis pares de la iglesia, para reforzar la idea de que yo era una paria, que no tenía nada valioso para decir ni para ofrecerle a este mundo.

Casi toda mi adolescencia entraba y salía de depresiones. No se hablaba de la salud mental como en la actualidad, así que no sabía cómo manejar esos momentos oscuros.

Mi instinto de supervivencia me llevaba a aislarme. Año tras año me dibujaba una sonrisa en la cara y repetía las cosas rutinarias de la vida. Escondía mis heridas y no le contaba a nadie lo que sentía. De todos modos ¿quién iba a querer escucharme?

No sabía que esas situaciones de mi infancia—separarme de mi mamá y mis hermanos, crecer sin padre, que me llevaran de un lugar a otro y ver cosas despreciables en el sistema de acogida—habían provocado heridas que necesitaban atención. Tampoco sabía que Dios quería sanar mi corazón destrozado.

En 2013 terminé la escuela secundaria y empecé a estudiar en la Universidad Campbell. Quería ser asistente social y ayudar a niños del sistema de acogida, como la Sra. Edna nos había ayudado a Simon y a mí.

Al año siguiente me pasé a la Universidad de Carolina del Este, donde me gradué con una licenciatura en artes y una maestría en asistencia social. Obtuve mi licencia como asistente social clínica y comencé a trabajar con niños en situación crítica.

Pero no estaba preparada para lo que le haría a mi corazón el brindar servicios de intervención. Ver a los niños apartados de sus hogares y trasladados permanentemente por el sistema me puso inesperadamente en un choque de frente con mi pasado.

Las heridas y los sentimientos que había reprimido durante años salieron a la superficie.

Intenté soslayar esos sentimientos oscuros como siempre lo había hecho, pero el peso del dolor me abatió.

Tuve un colapso nervioso y debí dejar mi trabajo. Pero fue lo mejor que me pudo haber pasado, porque por fin me di cuenta de que necesitaba ayuda.

Tuve el apoyo de mi esposo y empecé a ver a una consejera cristiana para enfrentar las huellas de mi pasado. Tres años más tarde conocí a la Srta. Renee, una formidable mujer piadosa y le pedí que fuera mi mentora.

Ella me ayudó a lidiar con mi dolor. Juntas logramos descifrar por qué me sentía tan indeseable, poca cosa, ansiosa y deprimida. También me ayudó a descubrir la verdad sobre la forma en que Dios me ve. Ese fue un punto de inflexión.

Resulta que Dios está especialmente cerca de los que tienen quebrantado el corazón y el espíritu abatido (Salmo 34:18). David, en el Salmo 68:5–6, nos dice que Dios es el padre de los huérfanos, defensor de las viudas, que les da un hogar a los desamparados y libertad a los cautivos.

Dios conocía cada decepción que yo había sufrido y le importaba cuánto me había afectado cada una. Él envió a Su Hijo Jesús a curar mis heridas y a liberarme de las consecuencias de mi pecado y del pecado del mundo (ver Isaías 53:4–6). Él lo sana a usted del mismo modo.

Dios nunca quiso que experimentara situaciones dolorosas, como crecer sin padre ni tener una madre con problemas mentales. Esos fueron deseos de Satanás. El propósito de Satanás ha sido siempre destruirme y provocar que me viera a mí misma a través del lente engañoso de que “no soy nada”. Pero Satanás es mentiroso (Juan 8:44).

Con el tiempo, descubrí y acepté mi identidad como hija del Rey. Sé lo que valgo a los ojos de Dios y, según la Biblia, no puedo hacer nada que lo haga pensar distinto. Que me acepte como parte de Su familia no depende de mi desempeño.

No hay cantidad de logros mundanos, diplomas ni títulos que pueda hacerme más valiosa, porque Dios me ha valorado desde el día en que nací. Soy la hija de Dios para siempre. Él me eligió y me adoptó como parte de Su familia y todo lo que es de mi Padreahora es mío (Efesios 1:5–8).

No tener padres terrenales hace que el rol de Dios como Padre celestial sea aún más especial para mí. Él llena el vacío que la ausencia de mis padres me dejó en el corazón. Con los años, el Salmo 27:10 me ha reconfortado. Dice: “Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me mantendrá” (NTV).

A diferencia de mis padres terrenales y de otras personas, Dios me mantiene cerca constantemente. Nunca me aleja ni me falla, incluso cuando yo le fallo. Dios no abandona a Sus hijos ni hace que se sientan defraudados (Romanos 10:11).

Aún tengo momentos depresivos, pero cuando ocurren, el Espíritu Santo de Dios me da consuelo. Él entra en esos pozos tristes conmigo, me recuerda quién es y quién soy yo en Él, y me ayuda a ponerme de pie otra vez. Mi círculo de amigos piadosos también me ayuda a salir de esos pozos. Su cariño y aliento son de vital importancia para mi salud mental.

Durante años Satanás trató de callar mi voz, haciéndome creer que no valía nada y que no tenía nada para decir. Satanás sabía cuánto amaba al Señor y que, si yo les hablaba a los demás sobre la bondad de Dios, ellos querrían conocerlo también. Además, sabía que lo vencerían (Apocalipsis 12:11).

Recuerdo una de las primeras veces que sentí que Dios quería utilizarme. No lograba imaginar que pudiera ser verdad.

“¿Yo, Señor?” pregunté, segura de que había oído mal.

“Sí, tú”. Y luego agregó la pregunta más profunda. “¿Y por qué no tú, Simone?”.

¿Y por qué no yo? Nunca había tenido en cuenta esa pregunta.

Pero después recordé que la Biblia está llena de ejemplos en los que Dios elige y usa a personas que se sentían poco valiosas y que el mundo había descartado. Dios escoge lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios (1 Corintios 1:27).

Nunca voy a olvidar la primera vez que Él me usó en público. Había viajado a Nicaragua como misionera y los líderes me designaron para hablarle a un grupo de estudiantes. Estaba aterrada y le rogué a Dios que les hiciera elegir a otra persona. Y tal como lo hizo Moisés en Éxodo 4, le recordé a Dios mis falencias.

“No puedo hablar, Señor”—le dije. “¡Mi voz es débil!”.

Pero el Señor no aceptó mi excusa. Me respondió: “Confía en Mí, Simone”.

La ráfaga de fortaleza y audacia que se apoderó de mí cuando me paré frente a esos jóvenes y abrí la boca para hablar me dejó anonadada. Por mi fe, Dios se acercó a mí y llenó mi corazón con Sus palabras. Brotaban de mis labios sin el menor esfuerzo. Muchos estudiantes llegaron a conocer al Señor ese día, pero yo también aprendí una lección.

Mis limitaciones y mi pasado no importan. Lo único que Dios necesita es un elemento bien predispuesto como intermediario. Y me estoy dando cuenta de que Dios elige a las personas que la sociedad considera que no tienen posibilidad o capacidad de marcar la diferencia para marcar la diferencia para Él.

El rey David era apenas un pastor de ovejas, hasta que el Señor le indicó a Samuel que lo ungiera a él como futuro rey de Israel en lugar de sus hermanos (1 Samuel 16:7–12). Dios puede usar a cualquier persona bien predispuesta para un propósito mayor y para darle gloria. Él se ocupa de todo, incluso de atraer a la gente hacia Él.

A partir de ese momento en Nicaragua, Dios ha utilizado mi voz como fuente de esperanza en mi iglesia, un centro prenatal de mi ciudad y a través del programa de correspondencia de Victorious Living. A diario tengo el gozo y el privilegio de ayudar a la gente a superar traumas y heridas del pasado, al tiempo que descubren quiénes son como hijos de Dios.

No hay nada como ser utilizado por Dios. Y no hay nada como basarme en la realidad de que soy amada, aceptada y valiosa. Espero que también la haya descubierto.

No deje que Satanás lo siga convenciendo de ver cuánto vale a través del lente engañoso de que “no es nada”. Dios entregó la vida de Su Hijo por usted—¡sí, usted! Eso debería probarle, de una vez y para siempre, cuánto lo valora.

Entonces, actúe ya mismo. Decídase a cambiar las mentiras de Satanás por la verdad de Dios y asuma su identidad como hijo o hija de Dios. Descubra Su amor y lealtad y todo lo que tiene por medio de Él. Luego, esté dispuesto a que lo utilice como Él lo desee.

Hay tantas cosas que Dios quiere hacer a través de usted. Hay tanto propósito para su vida que Él desea mostrarle con los planes que tiene para usted.

De verdad. ¿Y por qué no usted?

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Simone Bryant es una hija de Dios, que además de esposa y escritora, aboga por la salud mental. Se recibió de asistente social. Trabaja en el equipo de comunicación con presidiarios que tiene Victorious Living para llevar esperanza.