Decir que yo era la niña de los ojos de mis padres y mis abuelos sería quedarse corto. Me prodigaron a mí, su única hija y nieta, amor, atención y aliento. Me proporcionaron todo lo que necesitaba y quería. Incluso tuve un pony llamado Sueño de Nicole.

Ojalá pudiera decir que aproveché esas bendiciones para cambiar el mundo, pero no fue así. Prefería interesarme en mis deseos antes que pensar en lo que le sucedía a los demás.

Estoy segura de que mis padres esperaban que saliera de mi fase egocentrista, pero no lo hice. Solo importaba yo. Siempre. Y seguí con mi conducta egoísta e indiferente hasta bien entrada la edad adulta. Como resultado, lastimé sin querer a muchas personas.

Me convertí en madre a los 19 años. No comprendo cómo sobrevivimos mi hijo y yo: era una niña grande que cuidaba a un pequeño. No tenía idea de lo que hacía. Sin embargo, según los estándares de todo el mundo, lo estaba haciendo bien. Tuve éxito en lo financiero y le di una buena vida a mi hijo…por un tiempo.

Los fines de semana, descansaba de todo mi arduo trabajo y montaba motocicleta con mi novio. Me encantaba salir a la carretera con mi cabello rubio decolorado, que salía revoloteando de mi casco. Al golpear mi rostro, el viento me hacía sentir salvaje y sin responsabilidades. Pensé que había realizado mis fantasías.

Pero a los 30 años, me encontré en medio de una investigación judicial. Mi sueño se había convertido en pesadilla.

Muchas veces he reflexionado sobre cómo una persona con una vida tan buena podía terminar en prisión. Mi espíritu rebelde tiene la culpa. Quería las cosas y ya, y nunca me importaban las consecuencias. Era la reina de mi vida y hacerme un trono era lo único que contaba.

Nunca tocaba el alcohol en días de semana; me concentraba en el trabajo y mi hijo. Pero al llegar el fin de semana, salía mucho. A la larga, el alcohol me llevó a las drogas duras.

“Está bien”, me decía. “Solo las consumes por recreación”.  Tenía la cabeza tan enterrada en la arena que no veía el problema que se me venía encima.

Todo comenzó cuando un traficante local dio los nombres de sus contactos, que por algún motivo incluían el mío. A los cuerpos de seguridad les dio igual que yo fuera “solo” una consumidora ocasional y que nunca le hubiera comprado directamente a ese vendedor. Me hallaron culpable de encubrimiento: sabía de una actividad criminal y no la había reportado.

Así nada más, perdí mi vida y todas sus comodidades. La prisión se convirtió en mi hogar los siguientes trece meses. Nada podía preparar a esta niña mimada para el impacto de la vida en la cárcel. No tenía ninguna habilidad para sobrevivir o hacerle frente a aquello. El dolor, la ira, la confusión y la desesperación me asfixiaban a diario.

Lo peor era la noche. Era imposible descansar con el llanto amortiguado y los gemidos que inundaban el denso aire del dormitorio. No paraba de pensar, y si conciliaba el sueño, era una pesadilla.

El mal acechaba en cada sombra. El miedo y la soledad eran mis compañeros constantes, y la tristeza se cernía sobre mí como una nube negra y espesa de fatalidad. La esperanza y la paz me huían, y me arrastraba sin rumbo hacia mi fecha de liberación.

Cumplí la mayor parte de mi condena y luego pasé a una casa de transición. Tras cuatro meses allí, el FBI me liberó con una sentencia de varios años de servicio comunitario y libertad condicional.

Esperaba que volver a casa me quitara las ideas atormentadas que llenaban mi mente privada de sueño, pero los terrores nocturnos continuaron. Me despertaba casi todas las noches, empapada en sudo y confundiendo mi cama en casa con la de la prisión.

Desesperada por descansar, comencé a dormir en mi auto, encerrada en el garaje. Cuando despertaba allí, enseguida sabía que estaba en casa y no en prisión.

Cuando mis viejos amigos empezaron a visitarme, entendí que necesitaba hacer un cambio o volvería a prisión. Puse un letrero de venta en el patio, cargué a mi hijo y lo que podíamos meter en el auto, y me fui. Tiré mi celular con todos mis contactos por la ventana en la carretera y nunca miré hacia atrás.

Mi primera parada fue el suroeste de Florida, donde viví con mi madre hasta que pude levantarme. Al poco tiempo, un amigo me invitó a la Iglesia. ¡No, gracias! De niña, había ido a una escuela religiosa e imaginaba que Dios era un hombre enojado que me colgaba sobre el infierno, esperando a que me equivocara. No quería tener nada que ver con Él.

No recuerdo haber aceptado, pero de algún modo terminé en la iglesia de mi amigo. Mi duro corazón se ablandó cuando escuché de las promesas y el amor de Dios hacia mí y la libertad que podía tener en Jesús. Es verdad: “La fe viene como resultado de oír el mensaje” (Romanos 10:17 NVI). Ante el poder radiante de Jesucristo, sentí una esperanza real por primera vez.

Seguí yendo a la iglesia con mi amigo, pero pasaron seis semanas antes de que pudiera escuchar todo un sermón. Las emociones me abrumaban y salía corriendo hacia el baño de la iglesia o al estacionamiento a llorar. No podía entender qué me pasaba. Nunca había sido dada al llanto, pero ahora me desmoronaba.

El día en que por fin llegué al final de un sermón, sentí cada palabra del pastor. Estaba bajo el poder del Espíritu Santo y sabía que esas palabras eran para mí. La bondad de Dios me llevó al arrepentimiento (Hechos 3:19; Romanos 2:4), y me entregué a Su amor.

El amor de Dios rompió mi orgullo, ira, resentimiento, vergüenza y recuerdos traumáticos. La paz reemplazó al miedo y el sentido de comunidad alejó la soledad cuando descubrí mi identidad como Su hija. Él también me dio un corazón nuevo; uno que ya no era egoísta (2 Corintios 5:17; Ezequiel 36:26).

Mi mayor deseo era servir a Aquél que me perseguía cuando yo aún era un desastre. Había hecho las cosas a mi modo por demasiado tiempo; era hora de bajarme del trono y dejar que Dios tomara Su asiento. Me entregué a Jesús y no me hartaba de la Palabra de Dios.

Una vez que Jesús se convirtió en el Señor de mi vida, me volví una especie de bebé. Tuve que aprender a caminar, hablar y actuar de otra manera. Tuve que aprender a pensar y tomar decisiones con la mente de Cristo. No fue fácil.

Desde 2007, mi viaje con el Señor ha sido como el de Abraham. En su historia, Dios prometió abundantes bendiciones, pero Abraham tuvo que obedecer lo que Dios le dijo que hiciera e ir adonde le dijo que fuera. (Ver Génesis 17:1–25:11.) Dios me dio las mismas órdenes de marcha. Al igual que Abraham, tuve que seguir adelante obedientemente, sin saber adónde me estaba llevando ni por qué.

No recuerdo que el Señor me llamara a servir en la cárcel y el ministerio de la prisión. Fue más como un empujón del Espíritu Santo. La idea no había cruzado mi mente hasta que vi un volante en la iglesia que pedía voluntarios para visitar la cárcel del condado en Navidad.

Estaba sola de vacaciones y necesitaba algo que hacer. Así que me ofrecí como voluntaria. Lo siguiente que supe fue que cruzaba las puertas de la cárcel del condado de Alachua en Gainesville, Florida. No recuerdo nada de lo que dije durante los cinco minutos que compartí mi testimonio, pero nunca olvidaré lo que sucedió después. Las diez mujeres que vinieron a nuestro servicio ese día dieron sus vidas al Señor.

“¿Es esto algo que le interesaría hacer más a menudo?”, me preguntó otro voluntario. “Por supuesto que no”, contesté. Y pensé que lo decía en serio. Me imagino que Dios se rio mucho de mi respuesta.

Desde ese día, Él hizo que sucedieran cosas imposibles para una exdelincuente como yo. La pareja que había estado oficiando fielmente se fue a servir a otro lugar y me entregó el ministerio de mujeres de la cárcel del condado de Alachua.

Jennifer, una de las reclusas, me recordó la necesidad de servicios como el nuestro en la cárcel. La iban a transferir al Centro de Recepción de Mujeres de Florida (FWRC, por su abreviatura en inglés) y le preocupaba no encontrar una comunidad cristiana allí.

Habían pasado catorce años desde mi salida de prisión y no estaba interesada en regresar, ni siquiera por una buena razón como esa. Además, ni siquiera sabía cómo iniciar el proceso. Así que deseché la idea. Era feliz en mi ignorancia.

Pero entonces, recibí una carta de Jennifer. “Querida señorita Nicole”, escribió. “Le hablé al capellán sobre usted y quiere que lo llame de inmediato”.

Marqué el número del capellán, riéndome de la idea de que autorizaran a una xdelincuente a entrar a una prisión. Pero la mano de Dios obraba para ponerme en el camino misionero para el que me había preparado toda la vida. Las puertas del sistema penitenciario se abrieron sorprendentemente rápido.

Desde el momento en que pasé por las puertas de la FWRC, me sentí como en casa. Es que reconocí mi antiguo yo en los rostros de las personas que tenía enfrente. Solas. Dolidas. Extraviadas. Humilladas. Deshechas.

Estas damas necesitaban con desesperación conocer el amor de su Padre celestial. Necesitaban saber de Jesús, quien murió por sus pecados, para tener la vida eterna y liberarse de las adicciones, los abusos pasados y otros traumas. También necesitaban aprender a luchar contra las fuerzas espirituales que libraban una guerra contra sus almas. (Ver 2 Corintios 10:4–5; Efesios 6:10–17.)

Las necesidades de estas mujeres pronto excedieron mi capacidad y un amigo me sugirió establecer una organización sin fines de lucro. El mismo favor del Señor que me permitió predicar el evangelio en prisión intervino y me convertí en la fundadora de The Jesus Infusion.

Desde su creación en 2015, The Jesus Infusion ha atendido a miles de mujeres en prisión. Nos encontramos con ellas en el punto donde está su caminata con Dios y les mostramos Su gracia. A diario descubren la libertad y nuevas perspectivas para la vida. El Espíritu Santo obra a través de nuestros voluntarios para brindar servicios de capilla, tutoría y discipulado, clases de destrezas para la vida y bautismos.

La gente supone que la prisión es suelo infértil, pero no es así. Es un lugar donde Dios tiende la mano a Sus hijos sumidos en la oscuridad y el dolor. Él nos ordena buscarlos e infundir la luz de Jesús en sus vidas (Isaías 6: 8). Los reclusos de todo el mundo necesitan saber que hay esperanza y que el cambio es posible.

Pensé que mi vida había terminado cuando me arrestaron y me llevaron a prisión. Pero mire lo que mi Padre celestial me tenía reservado. Dios transformó a esta mujer una vez egoísta en una sierva obediente que se interesa en el bienestar de los demás. Y pensar que podría haberlo perdido todo, incluso la increíble bendición de encontrar a mi mejor amigo, esposo y compañero de ministerio, Randy.

Dios me ha salvado de mí misma y me ha hecho una persona de victoria. Él me llevó de la rebeldía a la redención, del egoísmo a la sumisión, y me ha colocado en la tierra del triunfo.

Usted también puede vivir allí: la victoria viene a todo el que se someta y entregue su corazón, mente y voluntad a Dios.

 

NICOLE DYSON conoce de primera mano la importancia de ser amada y escuchada. Ella y su esposo, Randy, tienen el compromiso de infundir el amor de Jesús en la vida de todos a los que sirven, tanto dentro como fuera de prisión. Para obtener más información, visite www.thejesusinfusion.org.