El timbre del teléfono me despertó. Eran las 12:35 a. m. ¿Quién llamaría a esa hora? Entrecerré los ojos cuando mi esposo encendió la luz y buscó el aparato en la mesita de noche. La mirada de dolor en el rostro de Gene dejó en claro que recibía noticias alarmantes.

Se quitó el teléfono de la oreja y se atragantó: “Arrestaron a Jason por el asesinato del primer esposo de su esposa. Está en la cárcel de Orlando”.

Traté de levantarme de la cama, pero me flaquearon las piernas. Las náuseas se apoderaron de mí. Sentía que todo se movía en cámara lenta. Nunca había estado en shock.

Sin fuerza, mareada, tuve que recordarme que debía respirar. Pensamientos confusos se arremolinaron en mi cabeza: Esto tiene que ser un error. Tal vez estoy soñando. Eso es todo. Es solo un horrible sueño. Jason no es capaz de quitarle la vida a alguien, y menos en un acto premeditado de violencia. Mi hijo es un cristiano activo. Es graduado de la Academia Naval de los Estados Unidos. Defiende a los ciudadanos estadounidenses; no los destruye. Voy a volver a dormirme. Cuando me despierte, todo estará bien.

Todavía al teléfono, Gene trataba de calmar a nuestra nuera, incluso procesando aún sus propias emociones. Cuántas preguntas pasaban por nuestras mentes. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Fue un accidente? ¿Fue en defensa propia?

Tambaleándome, llegué a mi oficina y llamé a la cárcel local para ver si lo habían llevado a esa instalación. La mujer que contestó fue descortés: “Señora, no tenemos a nadie llamado Jason Kent. Su hijo no está aquí”.

Por unos momentos, regresó la esperanza. Pero en una hora, otra llamada confirmó nuestros peores temores. Jason Paul Kent, nuestro único hijo, estaba encerrado en la cárcel en Orlando. Estaba detenido sin fianza por el peor cargo penal que pueda haber: asesinato agravado.

Las siguientes horas fueron una mezcla confusa de lágrimas, pánico, miedo y actividad errática. Gene y yo nos abrazábamos y llorábamos. Éramos padres atrapados en nuestra peor pesadilla.

Había sido un placer criar a Jason y lo amábamos profundamente. Era un joven centrado, disciplinado, compasivo, dinámico y alentador que quería vivir por cosas que contaran. Se había dedicado a servir a su Dios y su país a través del servicio militar en la Marina de los Estados Unidos.

Cuando lo inimaginable rugió en nuestras vidas, los sueños que teníamos para nuestro único hijo se derrumbaron y se hicieron añicos.

A medida que se sabían los hechos el caso, nos enteramos de que Jason y su esposa habían presentado múltiples denuncias de abuso contra sus hijos por parte del primer cónyuge de ella. En este momento las hijastras de Jason recibían visitas supervisadas de su padre biológico, pero él quería encuentros a solas.

Jason y su esposa habían documentado de manera extensa los problemas de abuso y habían llevado el expediente a un abogado. Pero les dijeron que, en una escala del uno al diez, solo tenían un ocho en episodios demostrables. Lo más probable era que no bastara para mantener la supervisión. La noticia destrozó a nuestro hijo hasta que hizo lo impensable: asesinó al hombre en cuestión.

Nos afligió lo que Jason había hecho y el impacto que causaría en los familiares del difunto. Mientras nosotros nos preparábamos para un juicio por asesinato agravado, ellos lo hacían para un funeral. Todos experimentábamos una profunda tristeza; el crimen afecta a muchas personas y tiene repercusiones de por vida.

Durante los siguientes años, Gene y yo nos encontramos emocional, financiera y espiritualmente devastados. Queríamos escondernos, pero nuestros amigos se mantuvieron a nuestro lado. Sacaban un boletín mensual por correo electrónico en el que se enumeraba nuestras necesidades materiales e intereses de oración. Nos convertimos en receptores de un generoso amor a medida que una creciente lista de personas actuaba como las manos y pies de Jesús en nuestro momento de urgencia. Nunca habíamos estado tan necesitados, pero nunca nos habíamos sentido tan amados.

Nuestros amigos nos ayudaron a soportar dos años y medio, y siete aplazamientos del juicio de nuestro hijo. Cuando finalmente tuvo lugar, Jason fue declarado culpable de asesinato agravado y condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Al momento de escribirse este artículo, se han agotado todos los recursos de apelación, tanto a nivel estadal como federal.

Mi hijo ahora dice que había idealizado su capacidad de rescatar a sus hijastras en lugar de enseñarles a llamar al servicio de emergencias, pedir ayuda a gritos y huir del peligro. Como consecuencia, Jason tomó la decisión más terrible que se le ocurrió, no solo para la víctima y su familia, sino también para sus propios seres queridos.

Pero sea cual sea la elección equivocada, Dios puede redimirla. En Su gran operación redentora de recuperación de chatarra, extrae algo valioso incluso del deshecho más roído. Esa es la promesa de Romanos 8:28: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (NVI). Como líderes de ministerio, Gene y yo conocíamos bien este versículo. Ahora teníamos que creer en la palabra de Dios.

Rápidamente nos dimos cuenta de que el proceso de Dios de “hacer las cosas para nuestro bien” es doloroso. Hubo momentos en que, como dice Pablo en 2 Corintios 1:8, “estábamos tan agobiados bajo tanta presión” (NVI). Nos sentíamos aplastados y sin la esperanza de salir con vida.

Sin embargo, la magnitud de nuestra situación, como pasó con Pablo, nos enseñó a dejar de depender de nosotros mismos y a confiar solo en Dios. Todos los días, teníamos que luchar contra el impulso de controlar lo que pasaba. Poner a Jason a los pies del Señor fue fácil. Dejarlo allí, no.

Aun así, sabíamos que solo Dios podía resolver este lío. Le abríamos por completo nuestros corazones a diario. Yo hallaba consuelo en el Salmo 38:9, que dice: “Ante ti, Señor, están todos mis deseos; no te son un secreto mis anhelos” (NVI).

Daban vueltas en mi espíritu tantas preguntas. Señor, ¿por qué no le pinchaste un neumático a Jason antes de que llegara a ese estacionamiento y apretara el gatillo? Sabes que tenía el corazón puesto en la protección de sus hijastras.

El dolor se cernía sobre nosotros como una nube pesada. Solo nuestra fe en Dios, Su gracia y el amor de los demás nos mantuvieron en pie.

Muchas personas que se enteraron del arresto de Jason nos enviaban tarjetas. La mayoría eran de simpatía, de las que uno recibe cuando se le muere alguien. Buscaban las palabras apropiadas, pero las compañías no venden tarjetas para padres cuyos hijos están prisioneros por asesinato.

Uno de mis amigos nos sorprendió con una tarjeta humorística. Decía: “Las células cerebrales van y vienen, pero las de grasa son permanentes”. Me quedé atónita cuando me oí reír a carcajadas. Había pensado que nunca lo volvería a hacer. Pero en ese momento, me sentí viva.

Me di cuenta de que si Gene y yo no buscábamos en este viaje bocanadas ocasionales de alegría, nos aplastaría su peso.

Al principio reír se sentía extraño, incluso mal. Pero con el tiempo, aprendimos a no sentirnos culpables por esos instantes más ligeros. Nos acordamos de Juan 10:10 (NVI), en el que Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”.

Memorizamos ese versículo y a diario nos recordábamos que Jesús deseaba que eligiéramos la vida. Dios no tenía la intención de que la acción de nuestro hijo fuera el fin de la historia de nadie. Seguía habiendo un propósito para todos nosotros si creíamos en Él. Sin embargo, esa confianza en el Señor requeriría saltos de fe que nos hacían vulnerables a los juicios de los demás.

Al principio, la mayoría de las personas que conocían nuestra historia vivían en Florida, donde había ocurrido el crimen. Gene y yo vivíamos a 1600 kilómetros de distancia en Michigan y eso nos proporcionaba un respiro temporal…Pero pronto llegó la noticia.

Una vez que el periódico local hizo la conexión, un titular impactante informó a toda la comunidad de nuestra dolorosa situación: “Jason Kent, hijo de Gene y Carol Kent, arrestado por asesinato”.

El momento no podía ser peor. Tenía una cita en la peluquería al día siguiente. Todo mi ser deseaba cancelar y evitar los juicios de todas esas mujeres del salón. Pero sabía que si alguna vez volvía a llevar la cabeza erguida, tenía que ser ese día. De lo contrario, nunca encontraría el coraje para enfrentar al mundo.

La conversación cesó en cuanto entré por las puertas de ese lugar. Casi podía escuchar los pensamientos arremolinándose bajo esos secadores: “¡Ay, no! Ahí está la madre del asesino”. “No puedo creer que esté en público. ¡Tiene que darle vergüenza!”. “¿Hago contacto visual?”. Era un momento incómodo para todos.

Quería dar la vuelta y correr, pero Azam, una amiga iraní que trabajaba allí, vino en mi ayuda. Sintiendo mi dolor, me tomó de las manos y me llevó a una sala privada en la parte de atrás.

Allí, puso sus brazos a mi alrededor de mí y dijo: “Lamento mucho lo que sucedió. Estoy orando por ti, tu esposo y tu hijo”. Luego señaló la pared que nos separaba de las otras mujeres. “No te preocupes por ellas”, me dijo. “Encontrarán a alguien más de quien hablar la próxima semana”. Y así fue.

Mantener la frente en alto después de una experiencia devastadora no era fácil. Tenía que ser fuerte y valiente, y confiar en que Dios estaba conmigo. (Ver Josué 1:9; Proverbios 3:5–6.) No podía permitir que la sensación de incomodidad y falsa vergüenza por los errores de mi hijo me impidieran vivir.

Gene y yo estuvimos de acuerdo en que necesitábamos abrirnos y ser sinceros sobre la experiencia de nuestra familia, a pesar de que ese grado de franqueza sería difícil. Algunos nos censuraron por hablar sobre nuestra vivencia, pero por cada crítica, ha habido nueve personas que han dicho: “Gracias por ser auténticos y compartir lo que les pasó”. Muchas nos preguntan luego si pueden compartir sus historias con nosotros.

Una mujer me contó que su esposo llevaba 18 años en prisión y que lo liberarían en un mes. Le pregunté si volvería a casa a vivir con ella y respondió: “Vamos a intentarlo”.

Después se paró derecha y dijo con confianza: “Hoy, usted me ha dado la valentía para narrar mi historia. Voy a dejar de esconderme tras una falsa vergüenza y voy a decirle a la gente lo que nos ha ocurrido y cómo Dios nos ha ayudado a llevarlo. Quiero dar a los demás esperanza como usted me la ha dado a mí”. (Ver 2 Corintios 1:3–7.)

Como escribí en mi libro, When I Lay My Isaac Down, “antes me preguntaba qué podía tener de positivo recordar los detalles y revivir el dolor de un episodio no deseado. Pero he descubierto que se libera una fuerza tremenda cuando nos atrevemos a hablar y comunicar nuestros relatos personales.

¿Qué conlleva una historia? La oportunidad de dar esperanza a alguien más. Al hacerlo, recordamos a los otros que la vida es un viaje impredecible para todos”.

Mediante nuestra experiencia, Gene y yo hemos aprendido sobre las necesidades de los reclusos y sus familias, un grupo en el que nunca habíamos pensado antes del arresto de Jason. Ahora somos parte de ese mundo y hemos podido usar nuestra travesía para la gloria de Dios.

Dado que en Estados Unidos hay más de 2,2 millones de personas en prisión, Gene y yo hicimos una lluvia de ideas en oración sobre formas prácticas de hacer ministerio para personas cuyas vidas, como la nuestra, habían tomado rumbos inesperados. Un año después del juicio de Jason, fundamos Speak Up for Hope, una organización sin fines de lucro para todo el país que brinda esperanza a los reclusos y sus familias proporcionando aliento y recursos. Esta labor les ha dado significado a nuestras vidas durante nuestra odisea.

Optar por una acción decidida en medio de circunstancias desesperadas fue quizás nuestro paso más importante en esta experiencia. Cuando nos concentramos en las necesidades de los demás, nuestros problemas parecen mucho menos fuertes y la depresión no nos quita la esperanza. Cuanto más tomamos parte en ayudar a los demás, mayor alegría experimentamos.

Han pasado 23 años desde que Jason recibió su sentencia. Como madre de un condenado a cadena perpetua, no obstante mi profundo pesar por el crimen de mi hijo y sus consecuencias, agradezco que esté viviendo para el Señor en un lugar insospechado.

Desde el principio, Jason tuvo conciencia del dolor indescriptible que sus acciones habían infligido a la familia de su víctima y de la imposibilidad de restaurar la vida que tomó. Le pidió a Dios perdonarle su pecado de asesinato.

También pidió perdón al padre de su víctima. Nunca ha recibido respuesta, lo cual ha sido difícil pero comprensible. Afortunadamente, la gracia de Dios perdona incluso la decisión más devastadora (1 Juan 1:9).

A Jason le tomó tiempo aceptar por completo el perdón de Dios. Solo cuando lo hizo pudo experimentar la redención que nace de un profundo pesar por obrar mal, un desmoronamiento total y un reconocimiento de la incapacidad para arreglar algo sin intervención divina. Jason sabe que nunca podrá enmendar nada, pero se ha comprometido a vivir el resto de su vida para el Señor.

Dios ha usado poderosamente a Jason en las últimas dos décadas. Ha orientado a cientos de reclusos en el curso “Financial Peace University” (la Universidad de la Paz Financiera) de Dave Ramsey. Ha sido mentor de otros, ha dado clases en programas de reinserción social, y ha utilizado su cristianismo y habilidades de liderazgo para disipar tensiones y brindar paz en situaciones que solo el Espíritu Santo puede solucionar.

Le pregunté cómo evita que la depresión lo domine y respondió: “Mamá, tengo una lista de cosas que agradecer. Cuando siento que no puedo seguir, enumero todo por lo que estoy agradecido, como tener padres que abogan por mí, y familiares y amigos que ponen fondos en mi cuenta de recluso que luego puedo compartir con quienes no tienen nada”. Luego hizo una pausa y dijo: “Y estoy agradecido de tener oportunidades de hacer ministerio a diario en un complejo que alberga hasta mil seiscientos reclusos”.

Agradecer, reír, vivir, servir ,y estar dispuestos a ser vulnerables y auténticos ha evitado que a nuestra familia la derroten las circunstancias. Además, le ha dado sentido a nuestro dolor.

También en su dolor puede haber un propósito. Elija tener una fe inquebrantable en su circunstancia inimaginable. La vida no se ha terminado. Hay esperanza para usted y su familia. Cristo es su esperanza. Y como promete Romanos 5:5, esa esperanza nunca lo defraudará.

 

CAROL KENT es la fundadora y directora ejecutiva de Speak Up Ministries, una organización multifacética que enseña a oradores, escritores y líderes cristianos a comunicarse. Carol y su esposo, Gene, fundaron la organización sin fines de lucro Speak Up for Hope para proporcionar recursos a los reclusos y sus familias. Para obtener más información, visite speakupministries.com y speakupforhope.org.