Yo era un adolescente común al comienzo de mi segundo año de secundaria. Asistía a la iglesia con mi familia una o dos veces al mes, me iba bastante bien en mis estudios, tenía amigos cercanos y practicaba deportes. Sin embargo, a mitad de año, yo era de todo menos común.

Me esforcé por mantener la fachada de que todo estaba bien, pero pronto lo hicieron imposible mis síntomas y comportamientos cada vez más extraños. Me empezaron a fallar las manos y los pies, y mi equilibrio se convertía en un problema. Perdí la capacidad de escribir de modo legible, y mis profesores debieron asignarme a un compañero de clase para que me tomara los apuntes.

Fue difícil explicarle a mi entrenador de baloncesto por qué ya no podía manejar el balón o rebotarlo correctamente. Frustrado, abandoné el equipo. Empecé a tener tics y, sin percatarme, apretaba el puño, saltaba o hacía gruñidos graves. Como imaginarán, mis compañeros se dieron cuenta. Pero eso no era todo.

Ruidos fuertes, solo perceptibles para mí, resonaban en mi cabeza. Oía portazos y fuertes explosiones a lo lejos.

Comencé a experimentar grandes arrebatos de frustración y enojo, especialmente en casa. El hijo de modales amables había desaparecido y febrilmente mis padres buscaban respuestas en profesionales. Fue una época confusa para todos nosotros, incluyendo a mis hermanos, que a menudo soportaban lo peor de mis arranques.

Al principio no pareció preocuparles a los pediatras. Decían que era un chico de 15 años y lo atribuían a las hormonas. Nos aseguraron que los tics eran comunes en los adolescentes; se irían cuando creciera.

Pese a lo que aseguraban los médicos, sabía que algo andaba mal, sobre todo cuando aparecieron las voces. Eran fuertes, llenas de enfado y agresividad. Decidí no contarles a mis padres, que ya estaban alarmados, ni a nadie más sobre mis nuevos “amigos”.

Pasaron las semanas y estas alucinaciones esquizofrénicas no hacían más que consumirme. Llevaba numerosos diarios de conversaciones sombrías. Esas voces me atormentaban, me decían que terminara con mi vida y cuál era la mejor manera de hacerlo.

Asustado, finalmente le confesé a mi madre lo que sufría. Los médicos le dijeron que me vigilara por si decidía seguir esas sugerencias suicidas.

La vida en la secundaria se me hizo más difícil. Los otros chicos estaban seguros de que había perdido la cabeza; muchos me acosaban. No sabían qué hacer con el psicópata de Josh, que caminaba por los pasillos murmurando solo.

Meses después de esta terrible experiencia, mamá finalmente encontró un médico a quien le preocupé lo suficiente como para investigar lo que estaba pasando. Sospechaba que una enfermedad nueva y controvertida conocida por su acrónimo en inglés como PANDAS (trastornos neuropsiquiátricos autoinmunes pediátricos asociados con infecciones estreptocócicas) se apoderaba de mi mente y mi cuerpo. Explicó que una reciente infección por estreptococos me había provocado otra infección subyacente que probablemente había tenido desde bebé.

Luego nos dijo que generalmente era algo curable con un par de meses de antibióticos básicos. Nos llenamos de esperanzas e inicié el tratamiento de inmediato mientras el especialista les hacía seguimiento a mis análisis de sangre.

Sin embargo, después de varias tandas de diferentes medicamentos, hubo muy pocos cambios. Las voces de mi cabeza se burlaban cruelmente de mis esfuerzos por recuperar la salud. Y entonces el médico nos señaló que, en algunos casos, el PANDAS podía no curarse y que con el tiempo quizás afectaría mi organismo e incluso me provocaría un coma o la muerte.

Escuchar eso fue aterrador. ¿Puedo morir?  “Sí, lo harás”, confirmaron alegres las voces. Ya estaba teniendo problemas en los riñones.

“Dios”, grité. “¡Ayúdame!” Tal vez era muy joven, pero hasta yo veía que los doctores y la medicina no lograban nada. El único recurso que me quedaba era que Dios hiciera algo. Él era mi única esperanza.

Nunca había orado realmente y no tenía idea de lo que hacía. Sí, había asistido a la iglesia y creía que Dios existía, pero eso era todo. Mi familia nunca había enfrentado algo que no pudiera superar. Ahora todos estábamos de rodillas esperando presenciar algo milagroso.

El amigo que me tomaba los apuntes en clase me invitó a un estudio bíblico al que iba con algunos compañeros de la secundaria. A diferencia de otros muchachos que me rechazaban, estos me acogieron y ayudaron a enfrentar la enfermedad y el acoso en la escuela. También me mostraron al Dios amoroso y salvador de la Biblia. No sé qué habría hecho sin ellos.

Frenéticamente, me puse a aprender acerca de Dios y la fe. Estudié la Biblia con mucho interés en la teología y la apologética. Leí con gusto las historias bíblicas, todas, y me dije: ¿Podría el Dios que realizó esos milagros en ese entonces hacer uno en mi vida ahora?

Me preguntaba si Dios alguna vez me liberaría de las garras de esta terrible afección. Mis circunstancias no se orientaban hacia mejores días. Pero con la ayuda de mis amigos y la Palabra de Dios, confié en que Él haría algo por mí (Salmo 27:13).

Recuerdo borroso mi penúltimo año de secundaria, pero, contra todo pronóstico, seguía esperando ser sanado (Romanos 4:18). Sin embargo, nada cambiaba. Y entonces, justo antes de empezar el último año, asistí a un campamento cristiano en las montañas de Carolina del Norte con mi hermana, algunos amigos de estudio bíblico y otros 500 adolescentes. No pude evitar reírme al ver en el horario una siesta. ¿Con adolescentes? Sí, claro.

El segundo día del campamento, el 5 de julio de 2017, me metí en mi litera para tomar esa siesta planificada, pero no podía dormir. Una urgencia de orar surgió en mi espíritu y no podía quedarme quieto; tenía que salir.

Me escabullí de la cabaña y fui a la tienda de alabanza. Cuando entré en ese espacio vacío, las voces de mi cabeza se hicieron más fuertes que nunca. Sentí que enloquecía.

Desesperado por tener paz, caí de rodillas, cerré los ojos y oré. Unos minutos más tarde, me sobresaltó un silencio ensordecedor. Las voces estridentes de mi cabeza habían cesado, como si alguien hubiera accionado un interruptor.

Me atravesó un rayo de luz que luego se elevó hacia el cielo. Entré en pánico. Y entonces escuché una nueva voz. Era firme e imponente, pero amable.

“Hijo, no me olvidé de ti. Levántate y no vuelvas a estar igual”. El rayo de luz cambió de pronto y se volvió a dirigir hacia mí. Un silencio sagrado llenó el espacio.

Me levanté de un salto, temblando.

¿Qué acaba de pasar?  Fuera lo que fuera, me sentía extrañamente bien.  Regresé corriendo a la cabaña para buscar a mi mejor amigo, quien supo enseguida que había algo diferente. Mis tics se habían esfumado y había recuperado el equilibrio. Le conté lo sucedido y me preguntó: “¿Será posible que estés curado?”.

Tomé un bolígrafo y papel, y me puse a escribir. Cada palabra era legible. Aturdidos, nos echamos a reír. ¿Me había sanado Dios? Casi tenía miedo de creerlo.

Esa noche en la capilla, mi hermana confirmó mi curación. No nos habíamos visto en todo el día. Así que no tenía motivos para esperar algún cambio en mí. Sin embargo, cuando me vio, supo de inmediato que algo no era igual. Le conté lo acontecido y luego me narró lo que había experimentado durante la siesta.

Mientras yo oraba en la tienda, Dios le había enviado a mi hermana un sueño en el que yo caminaba a su lado, completamente curado. Estábamos en éxtasis.

El campamento terminó y nuestros padres vinieron a buscarnos. Un directivo les avisó y se llenaron de alegría. “Estoy bien”, les dije sonriendo. “De verdad estoy bien”. Nos abrazamos y celebramos entre lágrimas.

Una visita a mi médico ratificó que la infección había cesado por completo. El doctor estaba desconcertado mientras revisaba mi análisis de sangre.

Desde ese momento, he estado determinado a dar testimonio del poder de Dios para hacer cosas imposibles. Quiero que todos sepan que sí, el Dios que hizo milagros hace miles de años, los sigue haciendo hoy.

Poco después de curarme, Dios me reveló en un sueño que sería ministro al cumplir 18 años y pastor, a los 20. Ahora tengo 21 y ambas cosas se realizaron. Posteriormente Dios me ha dado otros sueños de un próximo ministerio que, según lo que me ha mostrado, unificará iglesias. Me emociona verlo develar mi futuro. Debe ser bueno o el diablo no se habría empeñado tanto en eliminarme.

La Gran Comisión, a la que se refiere Mateo 28:19, impulsa mi celo por Dios. Deseo salir al mundo y hacer discípulos para Jesucristo. También quiero despertar a los creyentes para que vean la realidad de que Dios sigue siendo un hacedor de milagros. Muchos ya no piensan que lo sea.

Esa es una mentira que Satanás quiere que aceptemos, pero Dios es el mismo ayer, hoy y siempre (Hebreos 13:8). ¡Él no cambia!

Si usted atraviesa una situación dolorosamente lúgubre y confusa, por favor, no pierda la esperanza o la fe en Dios. Sé que es difícil, pero “mantengámonos firmes sin titubear en la esperanza que afirmamos, porque se puede confiar en que Dios cumplirá su promesa” (Hebreos 10:23 NTV). Dios no se ha olvidado de usted.

Siga acercándose con arrojo, pero con reverencia a Su trono de gracia. Ahí es donde encontrará la ayuda que necesita (Hebreos 4:16). El Señor lo fortalecerá con Su gozo y paz. A veces, tenemos que recorrer un camino de dolor para experimentar la hermosa revelación de un milagro.

No tema admitir ante los demás que tiene dificultades. Ciertas cosas, como los pensamientos suicidas, no debemos enfrentarlas solos. Rodéese de personas de confianza. Sea franco. El diablo se burlará de usted, y le dirá que no tiene remedio y que la muerte es la respuesta. No lo escuche. Combata esas voces mentirosas con la verdad de Dios. Cuando resista al diablo, él huirá (Santiago 4:7).

En mi último año de secundaria, me gané un apodo: el Chico Jesús. Algunos lo decían por burlarse, pero no me importa. Llevo ese nombre como una insignia de honor. No preferiría ser nadie más.

 

JOSH ROGISTER es el pastor juvenil de la iglesia Christ Hope, donde ayuda a personas de todas las edades a desarrollar una relación auténtica con Jesús.