Cuando era niña, quería ser cualquier otra persona y vivir en cualquier lugar menos en la casa donde crecí. Mi madre tenía problemas de salud mental que crearon un ambiente incierto, tóxico y caótico para mi hermana y para mí. Me molestaban nuestras constantes dificultades y envidiaba las vidas “perfectas” de todos los que nos rodeaban.

Cuando tenía 22 años, huí de mi confuso hogar mudándome a dos estados de distancia. Lamentablemente, eso implicó dejar atrás a mis amigos y mi pequeño entorno de apoyo. Tal vez el aislamiento fue demasiado para mí porque ese mismo año, cambié el desastre por una nueva forma de sufrimiento: el matrimonio. Él era 10 años mayor que yo y nuestras expectativas eran completamente diferentes. La escapatoria que pensé haber encontrado me condujo a una nueva caída emocional. Por primera vez, no quería vivir.

Ahora sé que mi desespero no se debió a mis problemas matrimoniales o a la falta de apoyo de mis familiares; se debió a que yo no estaba en la voluntad de Dios. Sin embargo, pasarían décadas antes de que yo supiera lo que eso significaba.

Cuando tenía 27 años, mi esposo y yo nos separamos legalmente y me declaré en bancarrota. No obstante, él se negó a irse de la casa, lo que solo empeoró una situación ya mala. Cuando alguien en el trabajo me habló de una dama llamada Monica que seguramente apreciaría la compañía y los ingresos adicionales de alguien con quien compartir su vivienda, la llamé al día siguiente. Monica también se había separado de su esposo recientemente y se ofreció a alquilarme una habitación en su pequeño hogar.

Monica (también conocida como Mo) y yo teníamos historias similares pero diferentes. Ella era hija de una pareja divorciada afectada por el alcoholismo, mientras que yo había crecido en un hogar no dividido pero sí disfuncional. Su hermano había muerto a temprana edad, mientras que mi hermana y yo nunca habíamos tenido una conversación real.

Ambas nos sentíamos muy solas en el mundo. Nos habían decepcionado más de lo que creíamos merecer. Habíamos tomado malas decisiones. Y ahora esperábamos más de la vida.

Dios permitió que nuestros caminos se cruzaran en el momento adecuado, y pronto cada una de nosotras sintió que había encontrado a una hermana perdida hacía mucho tiempo. Mo era genuina, amable y honesta con todos los que conocía. Una amistad como la suya rápidamente se vuelve un tesoro cuando nunca has experimentado un sentido de pertenencia.

Toda mi vida había sido una telenovela, llena de drama, en su mayoría generado por mí misma. Pero la vida con Mo tenía sentido y era fértil para la esperanza. Me sentía segura y bienvenida en su casa. Por primera vez, finalmente sentía que pertenecía a algún lugar y que alguien realmente me quería. Así que créanme, me apegué mucho a ella.

Era una mujer de convicciones y carácter que luchaba por lo que era correcto en lugar de conformarse con lo que convenía. Mo me apoyó y me animó a ser la mejor versión de mí misma. Para mí, fue una motivación que me era muy necesaria.

En algún momento había pensado estudiar en la universidad, pero mi esposo se había reído y dicho que era yo demasiado tonta para eso. Cualquier dinero gastado en un “esfuerzo tan inútil”, dijo, sería un desperdicio. Sin embargo, Mo me animó a postularme. De hecho, ambas lo hicimos, nos aceptaron y a las dos nos fue bien.

No tuvimos mucho dinero mientras fuimos estudiantes, pero nunca nos faltó nada. Dios proveyó. Recibíamos subvenciones federales, y amigos de la iglesia y vecinos nos dejaban comida y cajas de vegetales en la puerta de nuestra casa. Nunca siendo tan pobre me había sentido tan rica.

Estábamos agradecidas con Dios por Su providencia y la retribuíamos dondequiera que podíamos. Al final, Mo completó su carrera de enfermería y yo obtuve una licenciatura y dos maestrías en psicología, fisiología del ejercicio y salud pública.

Mo amaba al Señor y le encantaba hablarle a la gente acerca de Su bondad. Viajábamos a iglesias donde ella cantaba y compartía su testimonio. Tenía una voz increíble. Yo me quedaba en segundo plano, ocupándome de los detalles.

A principios de 2009, 17 años después de convertirnos en compañeras de cuarto, Mo empezó a presentar un intenso dolor de espalda. Fue a un quiropráctico para que la tratara, pero no había una mejoría apreciable después de una semana. Así que le mandaron a hacerse unas radiografías y luego la acompañé para conocer los resultados. “Usted tiene un derrame pleural, que es un exceso de líquido alrededor del pulmón”, le indicaron.

Las palabras de la revista que tenía en la mano se hicieron borrosas; y me sentí sonrojada, sin aliento y enferma del estómago. Solo sabía que el mundo tal como lo había conocido había desaparecido. Quería salir corriendo de ese lugar y fingir que nunca había escuchado las palabras derrame pleural, pero ya era demasiado tarde.

Mo lo manejó mejor que yo. Como enfermera, me aseguró que esas afecciones podían tener distintas causas y que no eran señal de cáncer automáticamente, aunque los melanomas sí podían manifestare de esa manera. Guardarme mis horribles pensamientos y mis descontroladas emociones fue un desafío.

Los dolores de espalda de Monica empeoraron y la derivaron a un especialista. Cuando salimos del consultorio del médico, llegué a oír al neumólogo decir a lo lejos: “Ese caso se va a poner difícil en unos meses”. Una puñalada en el corazón habría sido menos dolorosa. Por favor, Dios, cualquier cosa menos esto. ¡Lo que sea!

No pasó mucho tiempo antes de que Mo se debilitara y no pudiera conducir. Me convertí en su cuidadora cuando le diagnosticaron melanoma en estadio 4 y le dieron un pronóstico de seis meses de vida.

Monica estaba convencida de que Dios la sanaría y me pidió llevar un diario de nuestra experiencia. Estaba segura de que Dios usaría su testimonio de curación para cambiar más vidas de las que ella podría contar. Le concedí su deseo y llevé la relación, pero casi todo lo que escribía era un registro de su creciente dolor y el tiempo que pasábamos tratando de encontrar alivio.

Nunca me pedía que le leyera el diario, pero sí que incluyera una sección titulada MPDD, que significaba La mejor parte del día. En mi opinión, ningún día tenía mejores partes, pero, para Mo, siempre estaba sucediendo algo bueno.

Una noche, después de pasar una jornada horrenda en el hospital, Mo dijo: “Tuvimos un gran día, ¿no?”. Lo decía en serio y eso me enfureció.

“Sí, es cierto”, mentí. Luego le pedí a Mo que me lo contara para poder ver los hechos a través de su mirada.

Respondió rápidamente y sin dudar. Dijo que estaba agradecida porque yo había viajado en la ambulancia con ella y que tres de nuestras amigas más cercanas (todas enfermeras) habían pasado todo el día con nosotras. Comentó que la habían tratado como a una reina. Luego emocionada, me dijo que Dios era muy bueno con ella, pues siempre se aseguraba de que estuviera bien cuidada.

Me maravilló entonces y me maravilla ahora ver cómo habíamos vivido las mismas cosas de maneras tan diferentes. Ese día es un ejemplo de cómo fue la experiencia de Mo. Soportaba todas las pruebas y procedimientos como una guerrera, pese al dolor, el agotamiento y la imposibilidad de moverse o hallar consuelo.

Sin importar lo que sucediera, ella prefería ver el bien y le decía a la gente, a menudo susurrando, que cada día se volvía más fuerte.

Me tomó mucho tiempo entender que Mo sí se volvía cada día más fuerte, más fuerte en su fe y confianza en lo que hacía Dios. Yo veía el dolor físico de Mo: su imposibilidad de moverse, respirar o comer sin querer vomitar. No veía lo que sucedía en su corazón, mente y alma.

Ahora sí entiendo cómo Mo tenía una visión tan optimista. No se había fijado “en lo visible, sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno” (2 Corintios 4:18 NVI). Se concentraba en las promesas de Dios. Yo solo pensaba en las insoportables circunstancias físicas, y eso me hacía a cuestionar a Dios y mi fe.

Mo permaneció en casa hasta los últimos 12 días de su vida. Entonces, la trasladamos a un centro para enfermedades terminales. Mientras la hacían entrar en una camilla, le decía al personal: “Vine para completar mi curación”.

La vida de Mo me bendijo de innumerables maneras, pero su muerte me transformó. Había cuidado a mi amiga por seis meses. En lo físico yo estaba agotada y había perdido casi cuarenta libras. Pero en lo espiritual me había vuelto fuerte, pues había desarrollado una relación profunda con Dios, algo que nunca había experimentado. Eso fue bueno, porque cuando Mo se fue, cuestioné todo.

Lloré un año entero antes de dejar de acusar a Dios de destrozar mi vida, una vez más. Pasó otro año antes de que pudiera decir: “Está bien, Tú eres Dios, y voy a confiar en que Tu plan es mejor que el mío”.

Ese fue el momento en que finalmente acepté la soberanía de Dios y le entregué el resto de mi vida a Su plan.

No, la vida nunca ha sido cómo pensé que sería, y ahora he entendido que las cosas no son fáciles para nadie. Pero cuando se lo permitimos, Dios toma todas las piezas de formas extrañas y a menudo dolorosas de nuestras vidas, y las incorpora a Su gran y perfecto propósito.

Ahora tengo 56 años, y he vivido cambios, pérdidas y sufrimientos que realmente pensé (o tal vez esperé) que me matarían. Pero continúo sobreviviendo e prosperando mientras respondo una vocación que nunca pedí o esperé. Mis experiencias me han preparado para ayudar a otros que enfrentan hechos y circunstancias no deseados e inesperados en sus vidas.

En 2021, creé un podcast para dar apoyo a mujeres en duelo llamado Grief 2 Great Day. Incluso escribí un libro sobre la experiencia de Mo, Dying to Be Healed, para honrar su increíble ejemplo de fe.

Independientemente de las circunstancias que afecten su vida, lo animo a encontrar su MPDD todos los días. Encontrar el bien y alabar a Dios por ello le permitirá sobrevivir y prosperar a pesar del dolor.

¿Cuál es su MPDD?

 

STEFANIE CABANISS era profesional de salud pública antes de iniciar Grief 2 Great Day. Es sureña por decisión, triatleta de velocidad tortuga, esposa y seguidora de Jesús. Ayuda a mujeres cristianas a transitar pérdidas a través de la comprensión de su dolor, la profundización de su fe y el procesamiento de su vida cotidiana para encontrar esperanza. Ella y su esposo, Jeff, viven en el este de Carolina del Norte.