Helen D. McCrimmon, mi abuela, era el pegamento que mantenía unida a mi familia. Era una fuerte mujer de Dios que quería que todos en su casa conocieran a Jesús, el Salvador a quien amaba y servía (Josué 24:15).

Cuando mi nana se mudó de donde crecimos en Oklahoma a Tucson, Arizona, mi madre nos tomó a mis dos hermanas pequeñas y a mí, y la siguió. Nuestro nuevo vecindario era famoso por la violencia de pandillas y las drogas. Fue el principal foco local de la epidemia del crack que devastó comunidades en todo el país en la década de 1980.

La mayoría de los adultos de mi familia lucharon contra la adicción. Mi madre no era drogadicta, pero tenía otros problemas. Eso nos dejó a mis hermanas, mi abuela y a mí en una zona de guerra dentro de la casa y más allá de la entrada. Con frecuencia mi nana me hacía tener presente mi papel esencial. “Chris, pase lo que pase, recuerda que eres el hombre de esta casa. Necesito que no te metas en problemas y protejas a tus hermanas”.

Yo estaba en primaria cuando mamá entró a la cárcel. Mi abuela salió al frente para criarnos y nos inculcó valores cristianos. “Tienes que estudiar la Palabra de Dios, cariño. Escríbela en tu corazón. Y entiende esto: el Señor te encontrará y te rescatará aunque te alejes de Él”. (Ver Proverbios 22:6, Deuteronomio 6:6–8.)

Acepté a Jesús como mi Señor y Salvador mientras viví con ella. Aprendí sobre héroes bíblicos como José, Moisés y David. Pero luego mi nana se enfermó y se mudó a un hogar de cuidados. Así que mis hermanas y yo nos fuimos a vivir con nuestra tía.

Todo cambió. Lejos de la iglesia y los ojos vigilantes de mi abuela, me olvidé de Dios y mis héroes bíblicos. De todos modos, el mundo exterior parecía más divertido. Así que dejé de practicar deportes, empecé a fumar hierba y beber. Luego me uní a una pandilla.

Ninguno de nosotros tenía trabajo. Así que me preguntaba cómo mis nuevos amigos tenían autos arreglados, joyas de oro, y ropa y zapatos de marca. Cuando un amigo pandillero sacó un puñado de piedritas blancas de su bolsillo y me preguntó: “¿Quieres entrar en el juego?”, entendí de dónde sacaban el dinero.

No dudé. Así nada más, me convertí en traficante de crack. Cuando no vendía, andaba gastando en mis propias drogas o de fiesta en moteles con chicas ocasionales. Esa nueva vida me trajo consecuencias, que no hicieron mucho para hacerme cambiar de opinión.

A los 16, estuve dos años preso en una institución juvenil por robo de automóviles. Antes de entrar, me enteré de que tenía un hijo, pero era demasiado inmaduro para ocuparme de ser padre. Ignoré esa responsabilidad.

En 1989, cuando cumplí los 18, salí libre. Mi abuela falleció poco después, y volví a las calles para meterme de cabeza en el mundo de las drogas. Cuando un amigo heredaba algo, hacíamos inversiones que llevaban nuestra operación de tráfico a otro nivel. El dinero fluyó durante tres años.

Pronto, tuve otro hijo. Esta vez di la cara y asumí mi papel de padre. Me dije que hacía lo correcto por mi familia porque le daba cosas buenas y cubría los gastos. Eso no podía estar más lejos de la verdad.

Irónicamente, cuidar a mi abuela me había creado una debilidad por los adultos mayores. Tenía un empleo honesto como asistente de enfermería certificado. Disfrutaba el trabajo, pero no estaba satisfecho. Así que decidí seguir vendiendo drogas de forma paralela.

Ganaba mucho traficando drogas. Todos los viernes por la noche, personas de toda la ciudad visitaban mi vecindario en busca de crack. Habían cobrado sus cheques de pago y yo las esperaba para tomar su dinero.

Sabía que el juego que hacía podía tener graves consecuencias, pero no pensé que las sufriría; me decía a mí mismo que tenía suerte. Pero era solo cuestión de tiempo que se me agotara.

Un amigo necesitaba dinero rápido, así que le di la droga para vender. Sin embargo, sus problemas pronto se convirtieron en los míos, porque entonces le debía dinero a mi contacto; y mi fuente no le importaban mis dificultades.

Mi amigo me presentó un plan para recuperar mi dinero. “Solo tenemos que dar un golpe”, dijo, “y estaremos bien”. ¿Tenemos? ¿Cómo se convirtió esto en un “tenemos”? Su plan incluía un robo a mano armada. ¿Cómo dejé que todo llegara a ese punto? Sabía que era mejor no confiar en ese tipo, pero no podía hacer nada ahora. Tenía que conseguir ese dinero. Pagarle a mi contacto no era opcional.

Sabía que si me atrapaban, podían enviarme a prisión por más de diez años, pero pensé que el encierro era una mejor alternativa que deber dinero en las calles. Así que armamos nuestro plan y lo pusimos en marcha.

El robo salió mal desde el principio. Hubo disparos. Se produjo un caos. Y al final de esa noche, la víctima de nuestro robo estaba gravemente herida en el hospital. Daba igual que yo no hubiera apretado el gatillo. Había estado allí y ayudado en la planificación.

Alguien se presentó como testigo y dio supuestos detalles del caso. La policía se presentó en mi empleo diurno. Mis compañeros de trabajo y pacientes observaron asombrados cómo me arrestaban y me llevaban esposado a una patrulla.

Entre otras cosas, me acusaron de intento de asesinato, robo a mano armada y lesiones agravadas. Tenía 21 años, apenas suficiente edad para comprar alcohol, cuando me sentenciaron a 36 años en el sistema penitenciario del estado de Arizona. Eso sí fue un golpe de la realidad.

En mi primer día en el patio de la prisión, presencié cómo le abrían la cabeza a un hombre con un bate de béisbol. Unos días más tarde, vi cómo apuñalaban a alguien más. Sentí un alivio cuando un amigo me consiguió un puesto en la cuadrilla de pintura.

Solo quería tener una rutina para entender las vueltas de la prisión y hallar un modo de no meterme en problemas mientras estaba allí. Pero antes de tener la oportunidad, me arrestaron nuevamente y me llevaron a la cárcel del condado para juzgarme por otro delito.

La policía estaba decidida a detenerme. Había reunido pruebas que me vinculaban a otro robo a mano armada en el que habían muerto personas. El mismo testigo que había declarado en mi contra antes ahora me identificaba como quien había disparado en este nuevo caso.

Como testigo estrella de la acusación, este hombre dijo que yo era responsable de las muertes de tres personas. Como resultado, me condenaron por asesinato agravado.

Me quedé callado, conteniendo el llanto mientras el juez me dictaba sentencia: “Christopher McCrimmon, el tribunal lo sentencia a la muerte”.

Los oficiales me escoltaron a mi nueva celda en el corredor de los condenados a muerte. Me faltan palabras para describir mi soledad mientras los recuerdos de mi abuela me inundaban la mente. Oía su voz como si estuviera a mi lado, “Confía en Dios, Chris. Dios nunca abandona a sus hijos”.

¿De verdad? Entonces, ¿dónde está Él ahora, abuela? Yo no lo sentía. No, al principio.

El corredor de los sentenciados a muerte era como una tierra seca y sedienta, y mi alma tenía sed de agua (Salmo 63:1). Estaba encerrado durante 23 horas al día. Solo me permitían salir unas pocas veces a la semana para ducharme y recrearme.

Ahora tenía mucho tiempo para hablar con el Señor y escucharlo. Pasaba horas estudiando Su Palabra. El aislamiento me hizo desarrollar una relación con Dios, y finalmente volví a comprometer mi vida con Jesús, que se convirtió en un amigo que necesitaba con urgencia.

No pasó mucho tiempo para que las historias que había disfrutado cuando era niño cobraran vida y revivieran mi espíritu. Y comencé a notar que había un elemento común entre las vidas de mis héroes bíblicos.

Todos eran personas profundamente imperfectas, como yo, pero nunca estuvieron fuera del alcance del amor, la gracia y la misericordia de Dios.

Moisés mató a un egipcio y huyó al desierto, pero Dios igual lo llamó para sacar a la nación de Israel del cautiverio. (Ver Éxodo 2:11–3:15.) El rey David cometió adulterio y asesinato, pero cuando se arrepintió, Dios lo perdonó. Y las Escrituras lo llaman un hombre conforme al corazón de Dios. (Ver 2 Samuel 11:1–12:13; Hechos 13:22.) Saulo asesinó a cristianos hasta que se encontró con Jesús en el camino de Damasco y se convirtió en el apóstol Pablo, un gran misionero de Cristo. (Ver Hechos 9–28.)

El agua viva de la Palabra de Dios refrescaba y revivía mi espíritu en esa árida tierra del corredor de los sentenciados a muerte. También me reveló mi necesidad de arrepentimiento y perdón de Dios. Sentí tristeza por mi pecado y me arrepentí ante Dios en oración. (Ver Salmo 51; 2 Corintios 7:10.)

“Señor, sé que soy un pecador”, le dije. “Por favor, perdóname. Merezco un castigo, pero no creo que me dejes morir aquí, de esta manera. Mi vida está en Tus manos. Te pido justicia y misericordia.” (Ver Salmo 16:10; Isaías 30:18.)

Mi abogado presentó una apelación para pedir un nuevo juicio. Esperamos casi tres años para que mi caso avanzara en los tribunales. Entonces, un día, cuando llegué de recreación, un amigo me gritó: “¡Chris, te van a hacer un nuevo juicio! Acabo de verte en la televisión”. Pensé que era broma hasta que vi mi rostro en las noticias de la noche con el titular: “Se concede nuevo juicio a condenado a muerte”.

En 1997, mi nuevo juicio estaba en marcha. Mi abogado trató de prepararme para el peor escenario, pero lo interrumpí. “No vamos a perder. De ninguna manera. La Palabra de Dios dice que no prevalecerá ninguna arma que se forje contra mí” (Isaías 54:17).

Él asintió con la cabeza y empezó a defender mi caso con nuevas pruebas irrefutables. Evidencia tomada de las transcripciones de las entrevistas policiales demostró que me habían condenado en base a un testimonio falso, y que los detectives y el fiscal habían incluido la declaración pese a saber que el testigo mentía. El jurado tardó 45 minutos en regresar con un nuevo veredicto.

Cuando escuché “inocente”, fui como Lázaro cuando Jesús lo llamó para que saliera de su tumba (Juan 11:43–44). Dejé mi mortaja en esa corte y regresé a prisión para terminar mi sentencia original de 36 años. Yo era un hombre dichoso y resucitado.

Es increíble lo diferente que se sentía la prisión cuando ya no estaba en el corredor de los condenados a muerte. ¡Dios había devuelto a la vida a este hombre muerto dos veces! Él me había salvado de la perdición eterna y mi ejecución en prisión. Veía mi mundo con nuevos ojos.

Pero Satanás aún estaba al acecho, esperando para devorarme (1 Pedro 5:8). Me esforcé por no caer presa del enemigo, pero los problemas estaban en cada esquina. Aunque cometí algunos errores, Dios fue paciente mientras aprendía a escuchar las advertencias del Espíritu Santo y a seguir Su guía. (Ver Juan 14:26, 16:13; Romanos 8:14, 26.) El Espíritu Santo tuvo mucho trabajo alejándome de distintas cosas y personas. Escuchar y obedecer se convirtió en la diferencia entre la vida y la muerte.

Evité el caos de la mecánica carcelaria conectándome con otros cristianos y manteniéndome inmerso en la Palabra de Dios. Me animé a compartir mi testimonio e incluso guié a otros hombres hasta el Señor. Confié en Dios y el compañerismo de mis hermanos en Cristo para prepararme para la vida en el exterior. Esos hombres y voluntarios religiosos me enseñaron el valor de la verdadera amistad.

A través de ellos, también supe del programa de discipulado “Along Side Ministries” en Phoenix. El grupo me asignó un mentor que me acompañó estrechamente los últimos dos años de mi sentencia.

Después de cumplir casi 26 años, fui puesto en libertad condicional intensiva Me costó adaptarme a la vida en el exterior, como a muchos, y pronto violé mis privilegios. Me enviaron de vuelta a prisión durante casi dos años.

Pero en lugar de enojarme, aproveché ese regalo de tiempo para que Dios sanara más áreas de mi corazón y mi mente, y lograr vivir en el exterior. Devoré la Palabra de Dios hasta mi liberación en marzo de 2020. Por la gracia del Señor, se me permitió regresar a “Along Side Ministries”. Esa comunidad de creyentes me mostró el amor de Jesús cuando más lo necesitaba.

Desde mi liberación, el Señor ha cumplido Su promesa de compensarme por todo lo que el enemigo me robó (Joel 2:25). Él me ha dado una hermosa esposa, un hijo recién nacido y una relación saludable con todos mis hijos. Dios ha redimido mi tiempo para que pueda dejar una herencia que valga la pena a través del ejemplo de mi vida mientras vivo para Él (Proverbios 13:22).

Mi abuela tenía razón. Aunque me alejé de Dios, Él fue tras de mí, incluso hasta el corredor de los condenados a muerte. Él me rescató y hará lo mismo por usted, dondequiera que usted se encuentre (Salmo 107:20).

La verdad es que todos hemos sido sentenciados a muerte por el pecado (Romanos 6:23). Pero Dios, que es siempre rico en misericordia, abrió un camino para nuestra salvación a través de Jesucristo (Efesios 2:4–6). Él también ha abierto un camino para usted.

Jesús conquistó la muerte para que usted pudiera vivir eternamente con Él (2 Timoteo 1:10) y experimentara una vida de abundancia en la tierra (Juan 10:10).

Usted ya no tiene que sentarse en el corredor de los condenados a muerte. Salga de la tumba y viva. Quítese esa mortaja y emprenda una nueva vida en Cristo.

 

CHRIS McCRIMMON es un apasionado de Jesús, su familia y la comunidad de su iglesia. Agradecido, está listo a pasar el resto de su vida sirviendo a Dios y los demás. A través de su testimonio y conocimiento de la Palabra de Dios, hace ministerio para los hombres que regresan a la sociedad tras salir de prisión.