Mi mamá y yo tuvimos nuestros problemas. Mi adicción empeoró los conflictos y a nuestros períodos de separación, al igual que mi falta de respeto hacia ella. El Señor me reveló esta y muchas otras feas verdades en la cárcel.

A través de Su Palabra y el señalamiento del Espíritu Santo, vi que debí haber honrado y valorado más a mi madre (Éxodo 20:12; Proverbios 6:20–22). Ella era la única que había estado a mi lado en todos mis fracasos. Merecía mucho más cuidado y respeto del que yo le brindé. Pero toda mi vida, la di por sentada y la culpé de mis problemas.

Me di cuenta de esto mientras estaba en la cárcel, y oré y pedí perdón a Dios. También le escribí cartas a mi mamá para pedirle disculpas y contarle todo lo que estaba aprendiendo en la Biblia.

Seguí escribiendo a pesar de que no recibía respuesta. Y oraba fervientemente por la sanación de nuestra relación. Señor, quiero que mi mamá vea cuánto has cambiado mi vida. Por favor, ayúdala a perdonarme y dame la oportunidad de honrarla como nunca lo he hecho. 

Mamá fue la primera persona a la que quise ver cuando salí libre de prisión. Busqué en Internet y por todas partes, pero no pude encontrarla. Entonces, un día, descubrí por qué; los registros públicos me revelaron que mi mamá había fallecido.

Las lágrimas corrieron por mi rostro cuando me di cuenta de que la fecha de su muerte había sido justo un año antes de mi arresto en 2015. Le rogué a Dios que no permitiera que fuera cierto, pero sí lo era. Mi mamá se había ido para siempre; no había forma de enmendar las cosas.

Le pedí ayuda a una amiga de confianza, que había pasado por una época dolorosa. Entró por la puerta y me encontró sentada en silencio. No podía ni formar una oración que no fuera: “Se fue”. Le pasé mi teléfono sobre la mesa para mostrarle lo que había leído.

Me avergonzaba admitirlo, pero estaba tan decepcionada de Dios como enojada conmigo misma. ¿Estaría él disgustado conmigo? ¿Por qué no había escuchado mis oraciones? Hacía estas preguntas en voz alta mientras el dolor, la culpa y el arrepentimiento me brotaban en las lágrimas.

Mi amiga me abrazó y me escuchó sin juzgarme. Cuando me controlé lo suficiente como para que ella hablara, me aseguró que todo lo que sentía era normal para una persona en duelo. Me animó a buscar consuelo y respuestas en la Palabra de Dios, y me sugirió leer los Salmos. “Todos los días, Christina”, decía. “Ahí es donde hallarás sanación”.

Seguí su consejo y el Espíritu Santo rápidamente me guió al Salmo 34:18. “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido” (NVI). Gracias, Jesús.

Procesé mi dolor con el Señor a través de la oración y un diario. Sus palabras reconfortaron mi alma. Sabía que Dios escuchaba los clamores de mi corazón. Él siempre fue muy compasivo con la niña de mi interior que desesperadamente ansiaba recuperar a su madre (Salmo 34:15, 17).

Durante años, me pregunté por qué Dios no respondía mis oraciones. Pero ahora sé que sí lo hacía. Dios siempre estuvo obrando, incluso en el periodo más doloroso y desastroso de mi vida, para mi bien y Su gloria (1 Pedro 4:12–16). Era algo diferente a lo que yo esperaba, pero eso nunca significó que Él no me amara.

A Su manera, Dios me dio lo que deseaba mi corazón. Me dio el regalo de ver cuánto me amaba mamá al guiarme a oraciones que ella había escrito por mí en su Biblia. También me dio la oportunidad de honrarla, como lo hago en este escrito. Oro para que otros se animen a amar mejor a las personas que hay en sus vidas. Dios no nos las promete para siempre.

Si usted ha perdido a alguien que amaba, haga lo que sugirió mi amiga. Pase tiempo con Dios, y busque consuelo y respuestas en Su Palabra. La sanación lo espera en Su presencia (Salmo 147:3). Dios nunca hará que su sufrimiento sea en vano.

CHRISTINA KIMBREL es la gerente de producción de VL. Tras pasar por la cárcel y la adicción a las drogas, ahora lleva esperanza a quienes están cautivos de sus circunstancias. Comparte el mensaje de sanación que encontró en Jesús.