Dios me bendijo con padres que amaban al Señor. Se aseguraron de que mis cinco hermanos y yo supiéramos que Dios era un Padre amoroso que nunca nos abandonaría y que había sacrificado a Su Hijo para limpiar nuestros pecados (Juan 3:16). Mi padre, el pastor Leo Barbee Jr., predicaba el evangelio cada semana y yo, a los siete años, profesé mi fe en Jesús y fui bautizado.

Ser hijo de un predicador no era fácil. Las personas de nuestra iglesia y comunidad tenían grandes expectativas sobre mí que a menudo yo no satisfacía. Todos los domingos me recibían susurros y miradas de desaprobación. Estaba seguro de que era una vergüenza para nuestro apellido.

Los deportes me dieron una oportunidad para destacarme y de algún modo me ayudaron a alejarme de los problemas. Luego, cuando estaba en secundaria, nos mudamos a Kansas, y se me hizo muy difícil. Ser no solo el nuevo, sino el hijo del predicador…bueno, no era divertido. Me dediqué a los deportes para ganar popularidad. Pronto me invitaban a fiestas y allí me costaba ser aceptado.

Estoy seguro de que era difícil para mis padres verme desaprovechar el potencial y las oportunidades que Dios me había dado. Había recibido un título All-American como corredor de fútbol americano y prestigiosas universidades como Stanford deseaban reclutarme. Pero en todos los viajes para ir a entrevistas, me drogaba. Mi falta de control no pasó desapercibida. Varios entrenadores me aconsejaron calmarme, pero los ignoré.

En 1985, acepté una beca completa para jugar fútbol americano y béisbol en el Peru State College de Nebraska. Pero mi apetito por el alcohol y las drogas pronto afectó mi rendimiento. Empecé a consumir cocaína y mi vida se hizo inmanejable.

En las vacaciones de verano después de mi tercer año de universidad, conduje en estado de ebriedad, me desmayé y choqué con un poste telefónico a 85 millas por hora. El auto quedó destrozado. Fue un milagro que sobreviviera con solo unas pocas lesiones y quemaduras de ácido de batería.

Tenía miedo de decírselo a mi padre y no podía encarar a mi equipo. Humillado y deprimido, llamé a mi entrenador de fútbol para decirle que renunciaba. Pero papá se enteró y me hizo dar la cara. Me llevó de nuevo a la universidad, y me hizo pararme frente a mi entrenador y compañeros de equipo para confesar mis acciones.

Estaba seguro de que me odiaban, pero no era así. Sorprendentemente, en conjunto me animaron a no rendirme. Su apoyo me devolvió al deporte hasta que una lesión me sacó del resto de la temporada.

Fui a la iglesia dos veces durante todos mis estudios universitarios, una fue cuando mi papá ofició un servicio para nuestro equipo. Me llené de vergüenza cuando predicó ante mis entrenadores, y compañeros de clase y deporte. Los ojos de todo el mundo estaban sobre mí, como cuando era un niño. Estoy seguro de que el resto del equipo se preguntaba cómo alguien con un padre tan religioso podía estar tan descarrilado. Tampoco tenía sentido para mí.

En retrospectiva, ahora sé por qué. Me había alejado de la Palabra de Dios y la estructura de los valores de fe de nuestra familia. Mi rebeldía me hizo vulnerable a los ataques de Satanás, un enemigo que quería robarme mi destino (Juan 10:10).

Pronto mi comportamiento imprudente y el consumo de drogas terminaron con mi futuro académico y deportivo. Una noche, estando fuera de mí, cometí una falta que hizo que el decano me dijera que o me retiraba o iba preso. Dejé la universidad y perdí mi beca y mis sueños.

Gracias a mi reputación de atleta, conseguí un empleo de entrenador como coordinador de ofensiva. Mi recuperación se vio afectada por mi arrogancia y descuidos cuando un entrenador se enteró de que me había drogado con algunos estudiantes y nuestros jugadores estrella. De inmediato me pidieron la renuncia. Una vez más, había deshonrado a mi familia y a mí mismo.

Debí haberme ido a casa, enfrentar a mi padre y pedirle ayuda. En cambio, me mudé a Chicago con una chica que apenas conocía, pensando que solo necesitaba cambiar de escenario y comenzar de nuevo. Cuando se rompió la relación, me encontré derrotado y solo.

Un tío que vivía cerca me ofreció un lugar donde quedarme mientras me levantaba a condición de no drogarme mientras me quedara con él. Cumplí mi promesa, conseguí trabajo y ahorré para pagarme un alojamiento. Pero lo primero que hice en mi nuevo apartamento fue drogarme. Como siempre, esa decisión echó por tierra cualquier avance que hubiera logrado.

A finales de los años 80, toqué fondo cuando llegó a Chicago la epidemia del crack. Una probada abrió de par en par las puertas de la destrucción. Antes de darme cuenta, me encontré sin casa, desesperado y haciendo cosas inimaginables. Fui como el hijo pródigo en Lucas 15, que terminó entre cerdos.

Yo vagaba por las calles, durmiendo en bancos de parques y mendigando comida mientras pensaba en lo buena que había sido mi vida antes de que las drogas y el mundo se apoderaran de mí. Finalmente, volví en mí y oré para recibir la misericordia de Dios. Quería regresar a la iglesia, mi familia y la Biblia.

Pero ¿me aceptarían de nuevo Dios y mi padre? ¿Me perdonarían? La respuesta llegó rápidamente a través de una intervención divina que incluyó la amabilidad de un extraño, un sándwich y la policía.

Una noche, hambriento, toqué el timbre de una puerta al azar y le pedí de comer a una anciana. Respondió a mi súplica con un sándwich de mantequilla de maní y jalea, y una Coca-Cola. Pero justo cuando me sentaba en sus escaleras a comer, se detuvieron dos patrullas de policía.

Les expliqué a los oficiales que no estaba allí para causar problemas, pero uno me interrumpió: “Súbete al auto, hijo”. Me tragué rápido mi sándwich y mi gaseosa, y obedecí. Después del trayecto más largo de mi vida, paramos en una parada de autobús. El policía habló con el conductor, me subió al autobús y me dijo que no me bajara hasta que me indicaran que había llegado a mi destino.

Agradecido por no ir preso, obedecí. No tenía idea de adónde iba. Cuando el autobús se detuvo en State Avenue en el centro de Chicago, el conductor abrió la puerta y me dijo: “Bueno, hijo, sigue caminando hasta que veas la cruz”.

Me bajé y comencé mi viaje. Caminé y caminé hasta que apareció la cruz. Entonces vi un letrero que decía “Misión Pacific Garden”. Me puse a llorar. A través de ese grupo de ayuda, supe que Dios me daba la bienvenida a mí, Su hijo, a casa (Lucas 15:20). Él me estaba rescatando de mi fosa de desesperación (Salmo 18:16; 40:2).

Cuando entré por las puertas de la misión, asumí mi viaje de liberación. Después de dormir bien toda una noche en una cama caliente, me inscribí en el programa de discipulado de residencia. Mientras estuve allí, aproveché todo lo que me ofrecían.

Mi familia estaba muy contenta por lo que Dios obraba en mi vida. Papá incluso me abrió su púlpito y me permitió predicar en su iglesia un domingo durante una visita a casa. Se sintió bien hacerlo sentir orgulloso.

En 1992 me casé y formé una familia. Trabajé como capellán durante casi cuatro años en el Centro de Salud Cristiano de Lawndale hasta que sentí que Dios me llamaba a incorporarme al personal de la misión Pacific Garden. Fue una lección de humildad trabajar en el lugar que Dios había usado para salvar mi vida. Me convertí en el primer afroamericano en dirigir la división del ministerio de hombres.

Dios parecía bendecirme con abundancia. El ministerio florecía, mis hijos eran sanos y yo tenía una hermosa esposa. Visto desde afuera, todo parecía perfecto. Pero pronto me di cuenta de que en mi búsqueda ministerial, mi familia había pasado a un segundo plano. Entre mi esposa y yo, el apoyo y el amor habían perdido fuerza. En julio de 2001, ella empacó nuestro hogar y dos hijos, y se marchó. Posteriormente, después de tres años de separación, solicitó el divorcio.

Hice todo lo posible por sobrellevar la soledad manteniéndome ocupado. Estudiaba a diario para mi maestría y trabajaba mucho. Pero todas las noches, me sentaba junto al teléfono, esperando a que llamaran mi esposa y mis hijos. Los extrañaba muchísimo.

El teléfono nunca sonó y me hundí en una profunda depresión hasta que un día, un pensamiento se coló en mi mente. Mira cómo vives, Steve. Te mereces una cerveza. Ni siquiera traté de luchar contra lo que sabía no era de Dios. En cambio, me dirigí a la licorería y compré una cerveza. Una semana después, esa misma voz me convenció de que merecía crack. Una sola dosis despertó al monstruo de la adicción que había permanecido dormido. Así tiré por la borda diez años de rehabilitación.

En 1 de Pedro 5:8 dice: “Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (NVI). Ese versículo no es una broma. Satanás no perdió tiempo en abalanzarse sobre mí en un momento de debilidad.

Fumaba crack durante días, luego ingresaba a rehabilitación y después volvía a la iglesia. Pero en cuanto me volvían las ganas, me olvidaba por completo de Dios y la iglesia, y se repetía la locura.

Dios no tardó en intervenir, pero esta vez no con tanta delicadeza. Permitió que los agentes de la DEA me sorprendieran comprando droga en una casa de crack. El juez conocía a mi padre y el día en que me sentenció, nos miró a los dos antes de pedirme que me pusiera de pie.

“Sr. Barbee”, dijo, “ruego que después de pronunciar esta decisión, Dios lo libere de cualquier demonio con el que esté luchando”. Y luego me dio 70 meses en una prisión federal, donde comenzó mi viaje hacia la verdadera recuperación.

De inmediato tomé mi Biblia en la cárcel. Sabía que necesitaba fortalecer mi relación con Jesús para poder mantenerme firme la próxima vez que se me presentara la tentación. Comencé en Efesios 6 con la armadura de Dios.

Dios me bendijo al darme un puesto en la oficina del capellán, algo que normalmente no sucede. Allí, llevé servicios de capilla, y apliqué las habilidades de predicación y servicio que había adquirido estando en libertad; Compartí el evangelio con hombres de todas las religiones. También completé un programa de tratamiento de drogas para abordar mis problemas de adicción y prepararme para las presiones del mundo exterior.

El 18 de enero de 2012 salí de la cárcel con mi fe renovada y mi corazón transformado. Por primera vez, vivía para el Señor y no para mí mismo. Había encontrado un propósito. Mi vida ya no se centraba en actuar, complacer a la gente, tener un ministerio o tener un título. Se centraba en amar a Dios, a Su pueblo y a mí mismo (Mateo 22:37–39).

Dios utilizó todo—lo bueno y lo malo, e incluso la prisión—para disciplinarme y afilarme como una herramienta de la que Él pudiera disponer (Isaías 41:15; Romanos 8:28).

Estoy agradecido por el amor inagotable de mi Padre celestial. En Su misericordia y gracia, Él nunca se dio por vencido conmigo. A pesar de mis decisiones destructivas, nunca perdí mi identidad de ser Su hijo. Y usted tampoco lo ha hecho.

Le diré a usted lo que me dijo el conductor del autobús: “Siga caminando hasta que vea la cruz”. Allí encontrará la gracia y misericordia de Dios. Él lo ayudará en su momento de necesidad (Hebreos 4:16). Dele al Señor sus sueños, su desgracia y cualquier daño que el enemigo haya causado en su vida. Sin falta, Él le dará la bienvenida y lo librará (Salmo 34:17).

 

STEPHEN BARBEE sirve a comunidades de privados de libertad y de reinserción como mentor y especialista de alcance comunitario. Como fundador de P2P (Passion to Purpose), comparte su mensaje de esperanza y transformación a través de Cristo. Para obtener más información, visite p2pministry.org.