El dolor. Ese es el medio que usa a menudo Dios para prepararnos para visitar nuestras vidas, para guiar nuestros pasos por Su camino (Proverbios 19:21) y revelar Su naturaleza, carácter y amor verdaderos. Sin dolor, tal vez no lleguemos adonde Dios desea que estemos. A veces, debemos experimentar la oscuridad y llevarla en nuestras almas para encontrar la verdadera libertad.
He sufrido dolores profundos, pero ninguno como el del fracaso de mi matrimonio con mi mejor amigo. Nunca imaginé que alguien a quien amaba, en quien confiaba y que creía que Dios me había dado pudiera generarme tal sensación de abuso, rechazo, odio, depresión, y derrota y tristeza profundas. La angustia mental era asombrosa, y casi nos destruyó a otros y a mí. Me sentía prisionera en mi hogar, mi corazón y mi alma.
No fue sino hasta que le di a Dios las llaves de mi corazón roto que por fin fui libre. Él me sanó y renovó todo (2 Corintios 3:17, 5:17). Le dio un propósito al divorcio y mis luchas de madre soltera, y los usó para revelar el resentimiento y el dolor ocultos. También me ayudó a descubrir mi ser y mi amor verdaderos.
Nadie disfruta del dolor. Seamos sinceros: la infelicidad no es agradable. Pero si la procesamos y sobrellevamos con Dios, el dolor puede beneficiarnos. Incluso puede restaurarnos.
Muchas noches oscuras me ayudaron a descubrir mi identidad y mis fuerzas ocultas. Y lo que es más importante, me ayudaron a saber quién es Dios y quién ha sido toda mi vida. El Señor usó cada pedacito de dolor como preparación para hacerme Su amada hija y novia (Apocalipsis 21:9).
Dios me ha fascinado desde que tengo memoria. Mi mamá nos llevaba a mi hermana y a mí a la iglesia, y se sembró en mi corazón los asuntos de Dios. No recuerdo que mi papá nos acompañara.
La vida en mi hogar no era mala, pero mamá parecía infeliz. Contábamos con todo lo necesario, teníamos vacaciones familiares, pasábamos muchos veranos en Florida visitando a mis abuelos y celebrábamos las festividades. Sin embargo, no recuerdo haber presenciado muestras de amor en nuestro hogar. A menudo anhelaba la calidez y el consuelo de una familia cariñosa.
A los 20 años, me enteré de que mi padre había tenido muchos romances cuando yo era niña. Por fin entendí la causa de la infelicidad y la depresión de mamá. Antes de que muriera en agosto de 1990, le dije que nunca me casaría o tendría hijos. No quería vivir la misma desdicha que ella había experimentado por las traiciones del hombre que amaba. Pero en el fondo, igual deseaba una familia, intimidad y amor.
Tuve grandes sueños de pequeña. Era inteligente, me encantaba estudiar y leía todo tipo de libros. Quería ser médica. No estoy segura de por qué, aparte de que era lo que quería mi padre. A menudo él me recordaba que debía ser autónoma, fuerte y capaz de mantenerme a mí misma. Me advirtió que nunca debía depender de un hombre. Sus palabras se harían dolorosamente válidas posteriormente en mi vida.
Conocí a mi esposo en la secundaria. Había algo hermoso en él y se convirtió en mi mejor amigo. No teníamos salida; no nos las permitían. Pero cómo hablábamos por teléfono, a veces toda la noche. Teníamos una conexión profunda. Sin embargo, después de graduarnos, fuimos a universidades diferentes y nos distanciamos.
Nunca pensé que me casaría con él. No quería tener familia, ¿recuerda? Pero Dios tenía otros planes, al igual que mi amigo. Me dijo que Dios le había dicho que yo sería su esposa cuando me vio por primera vez en noveno grado.
Dios, el maravilloso obrador de Su plan para nosotros, comenzó a debilitar mi desinterés en el matrimonio. Un día en la universidad, estando acostada en mi cama doble, escuché a alguien pronunciar estas palabras con claridad: “Solo quiero ser ama de casa y madre”.
Me senté, conmocionada, al darme cuenta de que era yo quien había hablado. Y con esas palabras, de repente me llené del deseo de ser esposa y madre. Dios lo había puesto en mi alma.
Terminé mis estudios y luego, durante la primera Guerra del Golfo, volví a tener contacto con mi amigo de la secundaria. Cuento la historia de amor de cómo Dios nos reconectó a través de una serie de sueños, hechos y lecciones que me dio a lo largo de nuestra experiencia en mi libro, Tomorrow Is Not Promised: A Personal Journey of Submission to Holy Spirit.
Un hermoso día de verano de 1992, me casé con ese amigo, el hombre de mis sueños. Fue el día más feliz de mi vida. Nuestro matrimonio fue un sueño realizado por la palabra del Señor, y ambos sabíamos que Él nos había unido.
Nuestra historia era tan dulce y milagrosa que asumí que nuestro viaje juntos sería dichoso. Tendría la familia que quería con el hombre que amaba y viviría feliz para siempre. Él no haría lo mismo que mi papá le había hecho a mi mamá. Era imposible. Mi compañero honraría nuestro pacto y me amaría como había prometido.
Sin embargo, estuvimos casados solo seis años antes de que comenzara la infidelidad. Nuestro primer hijo tenía casi tres años cuando Dios me reveló las acciones de mi esposo. Yo estaba en mi habitación cuando el Señor me dijo que mi marido estaba en un hotel con otra mujer. No podía creerlo.
No mi esposo, Señor, él me ama. Él te ama. Le pedí a Dios que lo transformara.
Pero Dios no obró en mi esposo ni lo arregló. En cambio, obró en mí y me dijo que defendiera mi matrimonio. ¡Ni siquiera sabía lo que eso significaba! También me dijo que lo perdonara.
Durante años, me negué a hacerlo. Estaba dolida y enojada. Mi desprecio hacia mi esposo crecía a medida que tenía más aventuras. Y luego, cuando me enteré de que una de sus amantes estaba embarazada, empecé a sentir un odio inconmensurable hacia él, la otra mujer y Dios. Le eché la culpa al Señor.
Dios, pudiste evitar este desastre, pero no lo hiciste. ¿Cómo voy a vivir con esta noticia de un bebé? ¿Y mis dos hijos? ¡Haz algo, Señor! Tú me diste a este hombre. Él fue Tu regalo. ¡Arregla esto!
Cada día me sentía más confundida, amargada, enojada y aprisionada. Quería huir, y lo hice varias veces. Pero Dios seguía diciéndome: “Vuelve a casa; Te libraré en el fuego”.
No quiero regresar a esas llamas, Señor. Lastiman. Quiero que Tú repares mi situación y a mi esposo, que dejes de hacer estas locuras y arregles todo. Mis hijos y yo no nos merecemos esto.
Pero los engaños continuaron durante 12 años. Y yo, como mi madre, me hundí en una profunda depresión. Me acurrucaba en el armario de mi habitación para esconderme del mundo todos los días y luchar contra pensamientos suicidas. Mi esposo me causaba el dolor emocional más insoportable y no le importaba. ¿Quién era este hombre? ¿Qué había pasado con mi mejor amigo?
Sin embargo, no había forma de esconderse de Dios. Se metió en el armario conmigo, me ayudó a soportar años de dolor y me dio la fuerza para levantarme. Día a día, Él sacó a la luz el dolor que yo había cargado desde la infancia y la percepción de que mi padre no me amaba. Dios usó el rechazo de mi esposo para aplastar mi corazón y darme uno nuevo.
El 11 de abril de 2010, en plena noche, las cosas con mi esposo llegaron a un punto crítico. Lo vi alejarse de nuestra casa, y dejarnos a mí y nuestros dos hijos, que entonces tenían 14 y 8 años), para estar con su amante embarazada, que estaba en trabajo de parto.
No tengo palabras para describir la soledad y el horror que sentí al ocultarles a nuestros hijos el nacimiento del bebé de mi esposo. Me debatí entre la culpa, la ira, el odio y el arrepentimiento. A menudo le rogaba a Dios que me matara.
Estaba devastada. Dios era mi única esperanza de sobrevivir. Me aferré a la Palabra del Señor y seguí leyendo Sus promesas de hacer que mi vida fuera hermosa en Su tiempo.
¿Cuándo será eso, Señor? El dolor me destrozaba el corazón.
“Perdónalos”, decía el Señor. “Perdona y sé libre” (Mateo 6:14–15).
Pero ¿por qué tenía yo que perdonar? No había sido infiel. No era yo quien había roto nuestra familia. Quería que la amante muriera y que mi marido sufriera. Deliberadamente ellos nos habían hecho daño a mis hijos y a mí. Estaba convencida de que la sangre de Jesús y Su perdón no debían llegar a ellos. ¡Tenían que pagar!
A menudo mi odio me hacía conducir mi camioneta por horas para buscarlos. Tenía toda la intención de hacerle daño a mi marido y matar a su amante. Dios no actuaba lo bastante rápido en mi opinión. Yo misma solucionaría esta situación.
El dolor era insoportable y nublaba mi juicio. La gracia de Dios me impidió encontrarlos, o ahora estaría cumpliendo una sentencia de cadena perpetua.
Con el tiempo, Dios me ayudó a perdonarlos a ambos de corazón (Mateo 18:35). Y cuando liberé a mi esposo y a su amante de lo que sentía que me debían, el perdón de Dios me liberó a mí. Jesús abrió la puerta de mi prisión y me soltó.
Hoy, tras superar el dolor, sé que, de no haber sido por este camino de sufrimiento, nunca habría llegado a conocer a Dios de la manera profunda e íntima que lo hago ahora. Dios se me reveló como padre, esposo y amigo. Él era todo y la única persona que necesitaba. Todavía lo es. Mi penoso divorcio me hizo conocer a Aquel que me ama de manera perfecta.
A través de la depresión, las ideas de suicidio y asesinato, la sensación de fracaso y profunda tristeza, aprendí a confiar en el amor incondicional e infinito de Dios. A pesar de todo, a pesar de acusarlo de lo contrario, Él demostró repetidas veces que es un Padre amoroso que interviene en nuestros líos y nos ayuda. Vi expresiones tangibles del amor de mi Padre celestial y entendí esta importante verdad: Soy Su amada.
Mi amor se mantiene fuerte pese al dolor que mi esposo le causó a nuestra familia. E incluso después de todos estos años, sigo de pie y confiando en Dios.
Ser madre sola y divorciada no era mi sueño. Pero como todos sabemos, la vida está llena de sorpresas desagradables. Estoy segura de que usted puede nombrar muchas experiencias dolorosas que ha sentido como pesadillas.
Quiero animarlo a perdonar a los que le han hecho daño. Entréguele su ira a Dios y déjela ir. No se convierta en prisionero del odio y la amargura.
Cuando sea franco con Dios, libérese de su enojo hacia Él también. Dele la oportunidad de obrar en y a través de usted. Él hará que todas las cosas sean hermosas en Su tiempo (Eclesiastés 3:11).
Me gustaría poder decir que el perdón borra o explica la acción dañina de otra persona hacia usted. No es así. Tampoco la corrige. Pero sí lo hará libre y lo sanará a usted. El perdón le dará una nueva vida con el Amado. Yo soy la prueba viviente.
Stephanie M. Carter es escritora y presentadora de su podcast Reveal. Su mayor deseo es ayudar a mujeres quebrantadas a aprender quiénes son en Cristo. Para obtener más información, visite sus sitios revealedgrace.com y stephaniemcarter.com.