Antes de que siquiera lo conociéramos, Dios usó un mensaje de televisión sobre los hogares de acogida para poner Su dedo en nuestras vidas.

La campaña nos tocó el corazón. Y mi esposo Al y yo decidimos participar. Teníamos un hogar seguro y mucho amor que ofrecer. Así que dijimos que sí, llenamos nuestras solicitudes y en 1982 nos convertimos en padres de acogida. Fue una decisión que nos cambió la vida porque, durante los siguientes 18 años, cuidamos a más de 140 niños.

Al principio, juzgábamos y criticábamos duramente a los padres de nuestros niños. Veíamos casos horribles de abandono, abuso y negligencia. No nos interesaban las vidas ni las circunstancias de los padres; para nosotros no había justificación para semejante maldad. Asumíamos que todos eran drogadictos o estaban al margen de la sociedad.

Nuestra actitud no daba espacio para la gracia, la misericordia o el perdón. Pero ¿adivine qué? Nosotros también teníamos problemas. Y Dios, que sabía cuáles eran, estaba a punto de sacudir las cosas en nuestro hogar. Nuestros corazones necesitaban transformación y humildad para saber adónde nos llevaría Él (Santiago 4:6).

Mediante de una serie de situaciones difíciles y angustias matrimoniales, Dios captó nuestra atención y nos acercó a Él. Reconociendo nuestro pecado, Al y yo aceptamos a Cristo como nuestro Salvador y le pedimos renovar nuestra unión.

A medida que se desarrollaba nuestra relación con Cristo, cambiaba nuestro enfoque para atender las necesidades de nuestros hijos y aquellos a quienes criábamos. Podíamos hacer más que atender sus requerimientos emocionales y físicos. También podíamos atenderlos espiritualmente.

Cuanto más aprendíamos sobre Dios, más sabíamos que necesitábamos extender Su amor y perdón a los padres abusivos y negligentes cuyos hijos albergábamos. Dios ofrece Su perdón sin condiciones. ¿Quiénes éramos para decidir quién era digno de Su regalo? Se esperaba de nosotros que compartiéramos el amor y la esperanza de Cristo en todos los modos a nuestro alcance con cualquier persona que Él pusiera en nuestro camino.

Pero con algunos de los casos que conocimos, era una convicción difícil que nos confundía. Parecía imposible. Si eso era lo que quería de nosotros, Dios tendría que enseñarnos a hacerlo. Así que Al y yo nos propusimos buscar Su sentir en el asunto, y mientras lo hacíamos, Dios comenzó a transformarnos.

Llevábamos unos 14 años cuidando niños cuando enfrentamos nuestra mayor prueba. Acabábamos de recibir a una bebé en nuestra casa y nos estábamos adaptando a ella cuando, a los días, una trabajadora social del Departamento de Servicios Familiares nos llamó para preguntarnos si teníamos espacio para acoger a los cuatro hermanos mayores de la bebé. Creíamos que se debía mantener a las familias unidas. Así que fue fácil aceptar.

Fue otro sí que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Nuestro hogar se llenó de alegría cuando los niños Bower[1] comenzaron a llegar. Hubo gritos, risas, abrazos y felicidad cuando los hermanos se reunieron en el lapso de una semana. La celebración continuó hasta que la última niña, Hannah, de cuatro años, entró por la puerta el 30 de junio de 1996.

Algo en la pequeña Hannah me llegó al corazón de inmediato. No podía precisarlo, pero confiaba en que el Señor me guiaría en el cuidado de sus necesidades como sabía que Él lo hacía con cada niño.

Todos se adaptaron a una nueva rutina que incluía tareas domésticas, comidas familiares y oraciones antes de acostarse. Ir a la iglesia era un asunto familiar. Los niños respondieron bien a los abrazos y al cariño que les esperaban allí todos los domingos.

También me ofrecí como capellána laica en la cárcel local, que estaba cerca de nuestra casa. Estaba de guardia para cualquier privada de libertad que solicitara un capellán. Daba una lección de estudio bíblico cada semana a las mujeres de la institución. Dios me había dado corazón para los encarcelados. No estaba segura de cómo combinar eso con el llamado a ser madre de acogida, pero confiaba en que Dios sabía lo que hacía.

Servicios Familiares nos dijo que los niños Bower estarían con nosotros durante el otoño. Así que salimos a hacer las compras para el regreso a clases. Pronto nos adaptábamos de nuevo a otra rutina. Cuando llegó el invierno, tuvimos la bendición de tener a los niños Bower durante las fiestas.

Fue conmovedor presenciar la emoción de los niños con sus ojos muy abiertos mientras sus manitos nos ayudaban a decorar para Navidad. Cuando abrimos una caja que contenía nuestro pesebre, les conté el verdadero significado de la fecha.

“¿Saben de qué se trata la Navidad?”, yo pregunté.

“Sí, ¡Papá Noel nos trae muchos juguetes!”

“Esa es una forma de celebrar”, asentí, “pero no es la verdadera razón. La Navidad es cuando celebramos el cumpleaños de Jesús. Él es el Hijo de Dios. Es el mejor regalo de amor que podemos recibir”.

Los niños examinaron con curiosidad las figuras de cerámica del nacimiento. Hannah levantó al niño Jesús y lo miró fijamente como si pudiera ver algo especial. Ayúdalos a conocerte, Señor, oré mientras los observaba. Ayuda también a su madre. Tú eres su única esperanza.

Los niños Bower llevaban varios meses cuando Servicios Familiares comenzó a aprobar que visitaran a su madre, Karen.

Notaba una diferencia en los niños incluso después de las visitas cortas. Los dos mayores parecían bien, pero los más pequeños siempre regresaban retraídos. Antes de ir con su madre, Hannah se apegaba mucho a mí y se veía nerviosa. Me suplicaba que no la obligara a irse. Me inquietaba verla tan alterada, pero lo único que podía hacer era compartir mis observaciones con Servicios Familiares.

Karen proporcionaba un ambiente seguro para los encuentros y no había señales visibles de abuso, por lo que las visitas continuaron. Pronto llegó el momento de la primera estadía nocturna sin supervisión. No me sorprendió, pero sí me llené de preocupaciones, especialmente por Hannah.

Oré continuamente durante esa primera visita, pidiéndole a Dios que los protegiera. Cuando vi luces de auto en el estacionamiento de casa, corrí hacia la puerta. Sentí un gran alivio cuando los niños entraron.

Hannah se dirigió hacia mí, aferrada a una muñeca nueva. Con cara seria, me dijo que se había caído mientras se bañaba. “Así fue como me lastimé yo misma”. Tenía la frente y el ojo izquierdo morados. “Mamá me compró esta muñeca porque fui muy valiente”.

Al día siguiente, informé del incidente al encargado del caso. Quería creer que había sido un accidente, pero me costaba.

No hubo otras lesiones después de eso, pero al conversar con Karen pronto noté un resentimiento oculto hacia su hija. Un día, me atreví y le pregunté a Karen si quería criar a Hannah. Me aseguró que sí y ahí lo dejamos.

Diez meses después, Servicios Familiares nos llamó para notificarnos que un juez había ordenado que los cinco niños Bower fueran devueltos a su madre. No habría una transición gradual, lo cual era inusual. Yo debía llevárselos ese mismo día.

De alguna manera reuní la fuerza para hacer lo imposible. Terminamos de cenar, luego controlé mi voz e hice el anuncio. “Su trabajadora social llamó para darnos una noticia. Hoy todos se van a casa”.

Después de la cena, cargué el auto con sus pertenencias y conduje hasta la casa de Karen. El llanto de Hannah se hacía más fuerte a medida que nos acercábamos. En medio de sus lamentos, suplicó quedarse conmigo. No podía hacer nada. Por una fracción de segundo, mis emociones se sobrepusieron a mi cordura. Pensé en tomar a Hannah y huir. Entonces recuperé la razón y supe que tenía las manos atadas.

Mi única posibilidad era entregarla a Dios y devolvérsela a su madre. Antes de dejar a Hannah, le recordé que orara. “Llama a Jesús. Nunca te dejará”, susurré. Nuestras miradas se cruzaron cuando la abracé y le di un beso de despedida. Sollocé todo el camino a casa.

Durante un tiempo, me mantuve en contacto con la familia. Inventaba excusas para visitarla, le llevaba comidas y regalos con la esperanza de ver a Hannah, solo que ella nunca estaba. Karen siempre me decía que estaba en casa de una amiga o con su padre o en otro lugar. Con el tiempo, me dijo que Hannah se había ido a vivir con un pariente por un tiempo.

No podía sacudirme la sensación de que algo andaba mal. Cuántas veces oré. No sé qué creer, Señor. Tengo que confiar en que Tu mano está sobre Hannah. Por favor, acompaña a esta familia.

Pero Dios fue claro. La puerta estaba cerrada. Era hora de soltar.

Varios meses después, me sorprendió una llamada de un nuevo trabajador social de Servicios Familiares. Me preguntó si sabía cómo contactar a los familiares de los niños Bower. Karen estaba detenida y de camino a la prisión. Servicios Familiares estaba tratando de localizar a dos de los hijos para colocarlos en hogares de acogida. Estaban desaparecidos. Antes de que la trabajadora social dijera sus nombres, mi corazón se hizo añicos. Me confirmó que se trataba de Hannah y su hermano menor.

Ese mismo día, la encargada del caso reportó a ambos niños como personas desaparecidas. Cuatro días después, volvió a llamar. Habían localizado al hermano de Hannah con un pariente. Luego me dijo que también habían encontrado a Hannah. Me preparé para lo peor, pero no estaba lista.

“La policía halló los restos en descomposición de Hannah en el garaje de la casa de los Bower. Estaba envuelta en bolsas de basura”.

No recuerdo mucho de lo que dijo la trabajadora social después de eso. Me costaba respirar. Jesús, por favor, no. No mi dulce Hannah.

Le di la noticia a mi familia. Lloramos y nos abrazamos el resto de la noche tratando de darle sentido a algo para lo que no había explicación. Estaba entre la tristeza y la rabia, cuestionaba a Dios, le exigía responder cómo podía permitir que sucediera tal tragedia. Al mismo tiempo, me apoyé en Él para fortalecerme. Estaba tan confundida.

La siguiente vez que contesté el teléfono, me horroricé al escuchar una grabación que anunciaba que era de la cárcel local. Y era Karen. ¡Cómo se atrevía a llamar a esta casa! No quería atender, pero el Espíritu Santo me instaba a lo contrario. De ninguna manera, pensé. ¡Señor, no quiero hablar con ella!, le rogué, pero Él no cedió.

Temblé al oír su voz. Karen quería que la visitara. ¿Estás loca? Le grité en mi cabeza. ¡Dios, no puedo hacer esto!

Gentilmente, el Espíritu Santo me mostró que tenía una opción. Podía ser una madre de acogida furiosa con el corazón roto y exigir justicia por esta tragedia, o podría ser para Karen, la misma capellana y embajadora de Cristo que era para cualquier otra persona que me llamara. Pero no podía ser ambas cosas. Al menos no visiblemente.

Esa noche, cuando me registré en la cárcel para la visita de capellanía, sentí vergüenza de decir el nombre de la persona que iba a ver. Era un caso muy publicitado y no quería que nadie supiera que estaba allí para ver a la persona que había cometido este crimen.

Karen entró en la sala de visitas y se hizo un largo silencio. Luego me dijo que había confesado el asesinato de Hannah. Lo había cometido diez meses antes. Escuché con horror cómo relataba los detalles de su crimen. Lo único que pude hacer fue no levantarme y salir corriendo y gritando de la habitación.

Cuando la visita ya terminaba, Karen me informó que podía recibir la pena de muerte, y luego, casi como si fuera a olvidarlo, agregó: “Ah, tengo cinco meses de embarazo”.

Salí de la cárcel destrozada y sin intención de regresar. Me sentí como Jonás en la Biblia cuando Dios lo llamó a hacer ministerio en Nínive. Que me tragara un pez enorme parecía una excelente alternativa a hacer lo que Dios me pedía en esta situación. Al menos allí podría llorar y lamentarme en paz.

Pero Dios no me dejaba huir. En cambio, me impulsó a visitar a Karen nuevamente después del funeral de Hannah.

Ella me esperaba con una pregunta. “¿Hay perdón para lo que he hecho?”

Tragué saliva. “¿Quién quieres que te perdone?”. Ella no merecía el perdón. Tampoco era digna de misericordia o gracia.

Me sentí aliviada al escuchar que quería el perdón de Dios y no el mío. Tuve que orar pidiendo la ayuda del Señor. Pero mientras lo hacía, el Espíritu Santo tomó el mando. Mi dolor y mi ira se desvanecieron por el momento cuando Él me dio las palabras que necesitaba.

“Sí, Karen. Dios te perdonará, incluso esto. Pero solo a través de Jesús”.

Con el rostro cubierto de lágrimas, Karen me dijo que quería ese perdón y encontrar esperanza en Jesús. Tomé sus manos, y la guié en una oración corta y sencilla. Salí de la cárcel confiando en que su decisión de buscar a Cristo era real y sincera.

Sin embargo, mientras me alejaba de la cárcel, la ira y el dolor se apoderaron de mí otra vez. Volví a casa para ocuparme de mi corazón roto y mi familia en duelo. Ansiaba que todos sanáramos y que las cosas volvieran a ser normales, pero ya ni siquiera podía recordar cómo era la normalidad. Y quería justicia para Hannah.

Antes de su juicio, Karen se acercó a mí con una petición extraordinaria. Quería que Al y yo adoptáramos a su bebé por nacer. “Sé que es la decisión correcta”, dijo. “Sé lo mucho que todos ustedes amaban a Hannah”.

Creí en la sinceridad de su voz y sabía que la alternativa era que el Departamento de Servicios Familiares tomara a la criatura bajo custodia al nacer. Después de mucha oración y llanto, estuvimos de acuerdo. En la primavera de 1999 se aprobó la adopción.

Después de tanto sufrimiento y tristeza, Dios usó a una hermosa niña para traer sanación, gozo y vida a nuestra familia. Hoy en día es una mujer adulta y un recordatorio constante de cómo Dios realmente transforma las cenizas en belleza (Isaías 61:3) y le da un propósito al dolor.

Karen cumple una sentencia de cadena perpetua y continúa buscando a Dios. Hace ministerio para otros privados de libertad cuando están interesados. Sigo en contacto con ella y, con los años, nuestra relación se ha convertido en amistad. Cada vez que la visito, me sorprende más su transformación y madurez espiritual.

Ya no juzgo a Karen. Es mi hermana en Cristo. Romanos 3:23 dice: “Pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (NVI). Jesús derramó Su sangre hasta por un pecado tan absurdo y horrible como el asesinato de Hannah. Dios, en Su misericordia, ha perdonado a Karen. También ha perdonado mis propios pecados. ¿Quién soy yo para no perdonar?

Si me hubieran dicho en ese momento que Dios podía tomar una situación tan dolorosa y a veces insoportable, y darle un propósito eterno, me habría reído o habría querido arrojarle algo. Desde entonces, he pasado incontables horas empapada en llanto a Sus pies. Y al expresar mi desesperación, confusión y necesidad ante Él, Dios ha transformado mi corazón.

Mi experiencia como madre de acogida, incluyendo lo sucedido a Hannah, no será en vano. Me ha inspirado a fundar una organización sin fines de lucro con el objetivo de abrir el Hogar McKenzie, la primera institución de transición de Wyoming dedicada únicamente a las necesidades de las madres solteras y sus hijos. Llevará el nombre de mi nieta, a quien perdimos por cáncer en 2019.

El Hogar McKenzie ofrecerá a las madres solteras de todos los ámbitos de la vida acceso a los recursos que necesitan para levantarse y brindar un hogar estable a sus familias.

Durante una de nuestras visitas, compartí mi entusiasmo por el proyecto con Karen. Su respuesta entusiasta me animó. Luego dijo: “Tal vez si hubiera habido algo así antes…”.

Nunca sabremos la respuesta a eso, pero tengo la esperanza de que el Hogar McKenzie ayude a evitar más tragedias como la que tuvo lugar en la familia Bower.

Hemos adquirido un antiguo edificio escolar incendiado que se reconstruirá totalmente desde cero. Me parece apropiado, ya que eso es exactamente lo que Dios hará en las vidas de las mujeres y los niños que entren por las puertas del Hogar McKenzie.

A pesar de un costo estimado desalentador para lo que parece un proyecto imposible, mi fe es firme y mi corazón está totalmente comprometido a completar este próximo encargo. La planificación y recaudación de fondos para el Hogar McKenzie está en marcha, y muchas personas se han unido a mí en la misión, seguras de que, ya que Dios nos ha llamado a participar en ella, Él proveerá y guiará en el proceso. Sé de primera mano lo que Dios puede hacer cuando pongo lo imposible en Sus manos.

Esa cosa imposible a la que usted se enfrenta no está fuera del alcance de la gracia milagrosa y suficiente de Dios. Llévela con usted al trono de nuestro Salvador (Hebreos 4:16). Entréguesela a Él a cambio de Su gracia, que se desbordará en cada área de su vida. Todos los pecados serán lavados, y usted también podrá hacer cosas difíciles. La gracia de Dios está al alcance de todos los que invocan el nombre de Jesús (Romanos 10:13). Y ese llamado es todo lo que se necesita para ir más allá de la justicia hacia la misericordia.

 

A Debra Moerke le encanta pasar tiempo con su esposo, Al, sus seis hijos y sus nueve nietos. Como escritora cristiana y oradora motivacional, da testimonio de la bondad de Dios al compartir principios bíblicos e historias personales de su vida. Es fundadora del Hogar McKenzie, una casa de transición que se está desarrollando en Wyoming para atender a madres solteras y sus hijos. Para obtener más información, visite debramoerke.com.

[1] Se cambiaron todos los nombres por motivos de privacidad y para proteger a inocentes.