Él era un joven pastor fundador, carismático y dinámico, un evangelista que lucía una sonrisa brillante al extender la mano para saludarme. Ese hombre citaba las escrituras al pie de la letra, oraba fervientemente, y hacía sus sermones y llamados al altar de modo magistral.
Rápidamente me cautivó su pasión por Jesucristo y su amor por los demás. Y tras un breve noviazgo, celebramos nuestra boda. Estaba ansiosa por ser la esposa de un pastor.
Pero al poco tiempo descubrí una oscura verdad sobre mi marido. No era para nada quien aparentaba o decía ser. Bajo su ropa religiosa, se escondía un mentiroso patológico y un pedófilo manipulador.
Los años posteriores fueron traumáticos en muchos aspectos. Luego de tres años de abuso verbal, varias separaciones y abandono conyugal, nos divorciamos. Mi fe se sacudió hasta la médula; mi corazón quedó destrozado en mil pedazos.
En mi interior, le gritaba a Dios. ¿Dónde estás en todo esto? ¿Cómo pudiste permitir que me sucediera a mí? ¡Soy una mujer de fe!
Amaba profundamente al Señor y le había servido fielmente, ¿y esto era lo que recibía? Culpaba a Dios por las horribles circunstancias de mi vida, pero no eran Su culpa.
La realidad era que el Señor me había hecho muchas advertencias sobre mi relación con ese hombre. Me habían llegado mediante señales del Espíritu Santo, ciertos hechos y las palabras de mis padres y hermanos, sin mencionar que dentro de mí sonaba una sirena. Mi propio instinto me había advertido que huyera. Pero ignoré todo.
Solo oí las respuestas que quería. Cuando no la recibí de mis fuentes habituales, recurrí a otras personas para pedirles consejo espiritual sobre la voluntad de Dios. Un consejero se rio de mí y menospreció mis preocupaciones sobre mi futuro esposo.
Confiando en su juicio antes que el de mis seres queridos, mis propios instintos y los avisos del Espíritu Santo, sin pensar corrí hacia el altar y me establecí en un lugar que Dios nunca quiso.
Pero ahora que eso quedó atrás, puedo ver mi participación en la historia. Hoy en día, reconozco que contribuí a que mi experiencia matrimonial fuera poco saludable.
Si hubiera escuchado las advertencias, confiado en Dios y esperado pacientemente en vez de empeñarme en seguir adelante, podía haber evitado la profunda depresión, el dolor y la vergüenza que experimentaría como ministra del evangelio y líder de la iglesia. Pude haber evitado el dolor de nuestro matrimonio.
Años de profunda introspección y sincera reflexión, oración y terapia me han llevado a esta conclusión. Agradezco a Dios Su misericordia. Se mantuvo cerca de mí y me ayudó a sobrellevar muchas emociones incómodas. Con cada paso, Él me revelaba Su gracia y Su amor incondicional y eterno.
Hoy he sanado por medio de la gracia de Dios y mi voluntad de aliarme con Él para el autodescubrimiento. Dios ha transformado la fealdad de mi vida en algo hermoso.
Mi decisión de casarme fue el resultado de mi ingenuidad, mi deseo de aceptación, mi miedo y ansiedad, y mi poco sentido de autoestima. Había dejado de confiar en el plan y el cronograma de Dios para mi vida.
La verdad es que corrí hacia el altar porque, siendo una virgen de 28 años sin vida social, estaba convencida de que nadie me pediría matrimonio. La cultura de la iglesia me había enseñado que se suponía que era él, mi esposo, quien debía encontrarme.
Yo había esperado pacientemente, pero con el paso de cada año, me sentía cada vez más temerosa y decepcionada. Los hombres de fe iban y venían, pero ninguno me escogía. Así que cuando este joven pastor desconocido expresó interés en mí, hice a un lado mis sospechas y corrí hacia el altar.
¿Por qué? Bueno, oía el tictac de mi reloj biológico. Si no me casaba con este hombre, seguramente perdería mi oportunidad de tener una familia. Me asustaba mucho no tener lo que más deseaba: hijos.
También me apresuré a casarme porque quería ser esposa de un predicador. Habiéndome criado dentro de la comunidad religiosa, había presenciado cómo las mujeres chocaban con un techo de cristal que les impedía avanzar en su ministerio. Temía que el alcance del mío, aunque ordenado por Dios, estuviera determinado y significativamente limitado por la gente de la iglesia. También sabía que no había topes para las mujeres con maridos en posiciones de autoridad. Y eso es lo que quería para mí.
Ahora sé que mis malas decisiones fueron resultado de una percepción poco saludable de mi persona. Cuando me miraba al espejo, no me veía a mí misma como Dios lo hacía: Su hermosa obra de arte hecha a mano. No entendía que Dios me había creado a Su imagen de manera admirable.
Mis traumas de infancia y experiencias de adulta joven me habían hecho imposible imaginarme como una persona a la que había que valorar o amar. Pese a mi participación en la iglesia y mi deseo de hacer ministerio para Dios, no podía visualizarme como alguien que para Él fuera un tesoro. No era digna de eso.
Por eso, ignoré las características que sabía debía tener una relación y tomé la primera cosa que se parecía a mi sueño.
Rápidamente supe que esa no era la idea. Pero como de todos modos no era digna de amor, acepté mi suerte en la vida. Al aceptar el abuso verbal y emocional de mi esposo, me permití convertirme en una víctima de mis circunstancias.
Me instalé en una situación que Dios nunca quiso, lejos de los buenos planes y el futuro lleno de esperanza sobre el que había leído en Jeremías 29:11. Eso es lo que sucede cuando una persona no entiende su valía y valor. Se acomoda en un desierto seco y estéril, y se pierde de sí misma buscando la validación y la aceptación de los demás.
Además de las dificultades de mi matrimonio, me exigí ser lo que pensaba debía ser la esposa de un pastor. Me agoté al esmerarme por satisfacer las expectativas de los demás. Y a menudo me quedaba corta.
Y entonces, un día, todo cambió. Dejé de perseguir. Dejé de jugar la carta de la víctima. Abandoné todas las cosas que se suponía me harían digna y me volví hacia el Único que podía hacer eso por mí. Fue entonces cuando Dios me tomó de la mano y caminó conmigo bajo la tormenta.
La luz de Su presencia ensombreció la oscuridad (Juan 16:33). Y aunque todavía había dolor, Su amor me abrió los ojos a la belleza de mi vida y a la persona que Él había creado: ¡yo! Verme a mí misma a través de los ojos de Dios fue crucial para mi sanación.
Entonces, ¿cómo me ve Dios? ¿Cómo lo ve a usted? Permítame compartir algunas de las verdades sanadoras que he aprendido.
Dios ve una obra maestra, pues moldeó a cada persona en el vientre de su madre (Salmo 139:13–16) con Sus propias manos (Efesios 2:10). Dios solo puede ver la belleza; simplemente no hace nada inservible.
Dios ve personas con un propósito, repletas de dones y talentos que pueden influir sobre el mundo (1 Pedro 4:10–11). Cuando Dios nos mira, anuncia a toda la creación: “Es bueno” (Génesis 1:31).
Dios ve Su hogar en nosotros. 2 Corintios 4:7 nos dice que Dios pone el tesoro de Su Espíritu Santo en nosotros, seres quebrantados y revueltos. Y Él vive en nosotros (1 Corintios 3:16).
Dios ve personas que aportan valor a cada espacio al que entramos. Jesús nos llama la luz del mundo, y dice que somos sal que trae sabor y sanación a otros (Mateo 5:13–15).
Dios ve personas que ama, personas por las que valió la pena morir (Juan 3:16). Pese a todas las cosas horribles que sabía que haríamos, Dios envió a Su Hijo a morir por nosotros (Romanos 5:8). Este sacrificio demostró Su amor por la humanidad y declaró nuestra valía. Nada de lo que hagamos o digamos impedirá que Él nos ame. Nada puede separarnos de Su amor (Romanos 8:38–39).
Dios ve a la niña de Sus ojos (Zacarías 2:8). Esto expresa Su afecto hacia nosotros y los extremos a los que está dispuesto a llegar para cuidarnos. Incluso nos llama “amigos” (Juan 15:15).
Dios ve perfección; personas en rectitud con Él (Romanos 3:24), incluso con nuestros defectos y flaquezas. Él no ve nuestro pecado; ve el sacrificio de Su Hijo. Nuestro pasado, sin importar cuán doloroso y oscuro haya sido, fue borrado de nosotros en el momento en que pusimos nuestra fe en la obra de la cruz. (Ver Salmo 103.)
A lo largo de la Biblia y la historia, Dios ha declarado su amor hacia nosotros y nuestra valía. ¿No es hora de que empecemos a amar lo que Dios ama? Sí, me refiero a nosotros mismos.
Mateo 22:37–39 nos dice que amemos al Señor con todo nuestro corazón y que amemos a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos. Es el mandamiento más importante. Pero esta es la dificultad: no podemos amar a los demás a menos que antes nos amemos a nosotros mismos. Tampoco experimentaremos la plenitud de Su amor a menos que nos amemos a nosotros mismos de la manera que Él quiere que lo hagamos.
Para amarnos a nosotros mismos, debemos aceptar nuestras identidades, incluyendo nuestros defectos, fortalezas, debilidades y experiencias. Dios nos acepta tal como somos, sin limitaciones ni condiciones. Él espera que nosotros hagamos lo mismo. El amor propio fundamentado en Cristo es primordial para la salud de todas las relaciones que tengamos.
¿Necesita usted ayuda para quererse? Pídasela al Señor. Búsquelo al pie de la cruz, donde Él pagó el precio de hacernos buenos a Sus ojos. Allí se pierde la fachada de “cristiano fuerte”. Hable con Él y renuncie a su odio hacia usted mismo, su baja autoestima, su autopercepción distorsionada y cualquier otra cosa que le impida recibir Su amor y aceptar su valía. Luego levántese y camine con Él hacia la libertad. Dé un paso a la vez. Encontrará paz y gozo en Su presencia (Filipenses 4:7).
La sanación no necesariamente ocurre de un día para otro. Incluso un creyente que se rinda completamente a Dios y viva según Su plan perfecto puede tener un viaje largo y doloroso (Juan 16:33). Pero ya no estamos solos.
Dios promete caminar con nosotros al atravesar cada tormenta de la vida y darnos Su fuerza para perseverar y sabiduría para navegar. Y en el proceso, Él sanará cada uno de los puntos rotos de nuestro interior y revelará hermosas verdades sobre Él, nuestras circunstancias, los demás y nosotros mismos.
Su verdad lo ayudará a usted a reconocer y rechazar las expectativas poco realistas. También lo ayudará a adoptar expectativas precisas y relevantes fundadas en la Palabra de Dios. A medida que renovemos nuestra mente con Su verdad, nos encontraremos en el centro de la voluntad perfecta y satisfactoria de Dios (Romanos 12:2).
Desenterrar el pasado y las cosas que lo hicieron ser quién es puede ser incómodo para usted. Pero Dios y la amorosa comunidad de fe a su alrededor lo ayudarán a seguir adelante.
Es una travesía, pero vale la pena el esfuerzo. Dios puede ayudarlo a encontrar belleza en la tormenta.
Essie Faye Taylor es esposa, escritora bilingüe, docente, oradora, salmista e intérprete. Como autora de la serie Encontrando el amor que mereces destinada a mujeres y adolescentes, tiene el compromiso profundo de compartir el poder sanador del evangelio. Para más información, visite www.essiefayetaylor.com.