Nunca hubiera soñado que terminaría huyendo de la policía, cumpliendo una condena en la cárcel o presentando una insuficiencia cardíaca por consumir drogas. Pero cosas así suceden cuando se vive alejado del Señor.

A los 18 años comencé mis estudios en el AB–Tech Community College en Asheville, Carolina del Norte, y mi vida dio un giro hacia la oscuridad. Como muchos, soñaba con ir a la universidad, graduarme y hacer algo importante. Consumir drogas o ser el narcotraficante de la comunidad nunca fue parte de ese plan, pero esa era mi situación al final de mi primer año en el AB–Tech. Dejé los estudios e inicié una vida de crimen y venta de drogas. Me alejé de los valores cristianos que me habían enseñado mis padres.

No lamento de mi infancia ni mis padres. Eran personas trabajadoras. Mi madre era una maestra apasionada que me enseñó a ser sensato y vivir correctamente. Mi padre tenía dos empleos y muchas horas extras en una fábrica. Pero al trabajar ellos tanto, yo tenía tiempo libre para meterme en problemas y seguir la influencia de otras personas, las películas y la música.

La universidad era un gasto fuerte y no me quedaba mucho dinero extra. Al poco tiempo me di cuenta de que la venta de drogas podía darme cosas, incluso el pago de mi matrícula. Comencé a decirme a mí mismo que vendería solo marihuana. Pero eso no duró mucho.

Mucha gente me “necesitaba” y comencé a sentirme importante. Satanás usó mi orgullo para afianzarse en mi vida. Empecé a vender drogas más duras como cocaína y éxtasis, y acumulé cargos por drogas y delitos graves, como el de intento de distribución. Me alejaba cada vez más de mis raíces cristianas, hasta que a los 19 años ya huía de la policía del sur de Florida.

Gálatas 6:7–8 dice: “No se dejen engañar: nadie puede burlarse de la justicia de Dios. Siempre se cosecha lo que se siembra. Los que viven solo para satisfacer los deseos de su propia naturaleza pecaminosa cosecharán, de esa naturaleza, destrucción y muerte; pero los que viven para agradar al Espíritu, del Espíritu, cosecharán vida eterna” (NTV).

Durante años, me burlé de la justicia de Dios. Sabía que lo hacía estaba mal, pero igual lo hacía. Era un hombre egoístamente engañado que por una década cosecharía decadencia y muerte. Entre los 20 y los 30 años, pasé el 80 por ciento de ese tiempo en prisión o en libertad condicional.

La primera vez que me liberaron, no podía estar en la calle después de las 6:00 p.m. Pero no me gustaban las reglas. Ese arreglo no iba conmigo. Terminé cometiendo más faltas y me encerraron. Pero mi larga estadía en la cárcel no cambió en nada mi actitud, y cuando salí libre, me adentré más en las drogas. Claro, eso me trajo aun más cargos. Para entonces, ni siquiera reconocía al hombre en quien me había convertido.

Aunque mi consumo de drogas causaba una tensión importante en el matrimonio de mis padres, ellos nunca me dieron la espalda. Mamá era una roca, a menudo me recordaba que oraba por mí. Le preocupaba mi bienestar; veía que a mí ya me daba igual.

“Jerrell”, decía, “¿qué te ha pasado? Antes cuidabas de ti y eras aseado. ¡Te has abandonado!”. Tenía razón. Mamá me decía la verdad. También se mantenía firme ante Satanás.

Recuerdo una vez durante un momento difícil en la que llegó a mi puerta, me miró directamente a los ojos y dijo: “¡Satanás, no puedes llevarte a mi hijo, lo digo en nombre de Jesús!”. Luego se dio la vuelta y se fue. No importa cuán oscuro se pusiera todo, mi madre nunca dejaba de luchar por mí en lo espiritual.

Papá también me recordaba continuamente que confiara en el Señor y que dejara de depender de mi propio entendimiento (Proverbios 3:5). Constantemente me advertía que las drogas y la vida que ofrecían me habían engañado. “Jerrell, busca la guía de Dios y Su comprensión. Él te guiará”, decía papá a menudo.

En 2010, mientras estaba en prisión por enésima vez, decidí hacerme una mejor persona. Comencé a leer libros, estudiar y enriquecer mi intelecto. En sí, eso no era malo. Pero también debería haber estudiado la Palabra de Dios y permitirle que me transformara en el hombre que Él había decidido al crearme.

Sin embargo, no había llegado a ese punto. Necesitaba transformar mi corazón, no adquirir conocimientos mundanos.

Ya libre, pero con el corazón aún oscuro, volví a mis viejas andanzas. Dos años después, estaba de nuevo en la cárcel. En esta ocasión era más difícil porque había tenido dos hijas en esos

años de libertad. Amaba a mis pequeñas, pero me llevaría años convertirme en un padre del que pudieran estar orgullosas.

De nuevo en la calle, volví a vender drogas para ganar dinero rápidamente. Comerciaba con cocaína y éxtasis, y luego comencé a consumir, algo que había dicho que nunca haría. Ahora, siendo yo mismo adicto, tenía que vender drogas para mantener mi vicio. Con cada trato que hacía, me adentraba más en la oscuridad.

No todo era malo; después de todo, no vendía drogas los domingos. Así que seguramente era un narcotraficante bueno. Qué locura, ¿no? Estaba seguro de que me reconciliaría con Dios si dejaba de vender drogas y solo cultivaba marihuana. Papá tenía razón: estaba engañado.

En 2015, allanaron mi casa y la policía descubrió un alijo de la marihuana que cultivaba. Me acusaron de producir más de 22 kilos de cánnabis. Nuevamente me dieron libertad condicional. Pero esta vez sucedieron dos cosas buenas.

Conseguí un trabajo estable y comencé a leer la Biblia sin profundizar. Un día me encontré con Santiago 1:27. Dice: “La religión pura y verdadera a los ojos de Dios Padre consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas en sus aflicciones, y no dejar que el mundo te corrompa” (NTV).

Esa escritura me llegó al corazón cuando me di cuenta de que había permitido que el mundo me corrompiera. Por fin vi mis acciones de vender, consumir y cultivar drogas como lo que eran: malignas ante los ojos de Dios. Él también me mostró la dura verdad de que corrompía a otros, y ese era un terreno peligroso (Mateo 18:7).

Tras esta revelación, decidí establecer una relación con Cristo. Ese deseo inició una intensa batalla espiritual. Dios y el diablo luchaban por mi vida, y hubo momentos en que sentí que perdía la cabeza. Mis pensamientos se hicieron dispersos, intensos y oscuros.

Desesperado buscaba a Cristo en cualquier lugar y en todas partes. Revisaba internet y vídeos de YouTube.

Un día, una voz interior me dijo que corriera a la iglesia de St. John. Corrí cuatro millas bajo la lluvia, obedeciendo la voz que escuchaba. Cuando llegué, comencé a clamar a Dios. De inmediato la gente llamó a los pastores. Era evidente que atravesaba una crisis.

Los pastores David Suber y David Perry vinieron y oraron por mí. Y luego, ante ellos y Dios, reconocí con mi boca que Jesús era el Señor y creí con mi corazón que Dios lo había resucitado de entre los muertos por mí (Romanos 10:9–10).

Me arrepentí de mis pecados: el tráfico de drogas, el robo, la venta y las relaciones sexuales con mujeres al azar. Me arrepentí de las mentiras que había dicho y admití haber intentado ser mi propio dios. Le pedí a Jesús que entrara a mi vida y me salvara. Ese día me convertí en un hombre libre. Sentí como si el fuego de Dios quemara todo resto de pecado en mí. Él me hizo ver los planes de Satanás para mi vida y mi comunidad. Experimenté paz mental y espiritual de una nueva manera que solo podía explicarse con la presencia de Dios en mi interior.

En 2018, me convertí en un verdadero creyente y seguidor de Jesucristo. Ya no era un traficante, consumidor y productor de drogas que intentaba convencerse de que era cristiano. Comencé a asistir fielmente a la iglesia. Sediento de aprender acerca de Dios, empecé a leer la Biblia a diario. Me enamoré de la Palabra de Dios y permití que cambiara mi forma de pensar. Ya no solo me adaptaba a las costumbres del mundo, sino que Dios y Su Palabra me transformaban en una nueva persona (Romanos 12:2). Y la gente veía el cambio en mi vida.

Dios me envió de regreso a la comunidad donde había vendido drogas para ayudar a limpiarla. Ya no cultivo marihuana; ahora llevo un huerto comunitario que proporciona alimentos a las personas que viven allí.

Hoy dedico mis días a un programa de extensión llamado Brother’s Keepers que ayuda a hombres a liberarse de la adicción y los ciclos de la vida carcelaria. Luego damos apoyo orando y fomentando las relaciones con la comunidad al compartir el amor y el mensaje de Dios con las personas. Compensar a un grupo al que una vez corrompí me produce una gran alegría.

Dios ha sido muy bueno conmigo. Curó mi mente y me liberó de la adicción. También me ha sanado en lo físico. El consumo de drogas le había causado un daño importante a mi corazón y me había provocado una insuficiencia. En cierto momento, mi función cardíaca apenas llegaba al nueve por ciento. Pero desde que me acerqué a Cristo, ese porcentaje subió a 45 por ciento. Dios me ha dado un nuevo corazón espiritual, uno que ama, escucha, aprende y se interesa. Pero además, también ha renovado mi corazón físico.

Y todo empezó cuando me rendí ante el Señor.

Yo lo invito a usted a hacer lo mismo. Segundas Crónicas 7:14, uno de mis versículos favoritos, dice: “Pero si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, busca mi rostro y se aparta de su conducta perversa, yo oiré desde el cielo, perdonaré sus pecados y restauraré su tierra” (NTV).

Cuando me rendí, comencé a orar, busqué el rostro de Dios y me aparté del mal camino, Dios me perdonó y restauró mi mente y mi vida. Su amor me transformó en un hombre nuevo.

Su amor puede cambiarlo a usted también.

 

 

JERRELL BULLARD vive el llamado de Cristo participando en un programa de extensión comunitaria llamado Brother’s Keepers, una organización que fomenta las relaciones con quienes han estado encarcelados o fueron drogadictos, entre otras cosas. Jerrell ha sido una gran influencia en la reconstrucción de su comunidad para Cristo y dando testimonio a los perdidos.