No creía que Dios existiera. Desde que era una niña, había recibido un golpe doloroso tras otro, y si Él era real, no se aparecía por mi vida.

Se abusaba desenfrenadamente del alcohol en mi casa de infancia. Mis padres finalmente se divorciaron por eso. Y cuando mi padre se casó con otra alcohólica como él, quedé a merced de un miembro de la familia que abusó de mí hasta que me fui de casa a los 18 años.

Guardar este secreto familiar era difícil. Me sentía enojada y a la vez profundamente avergonzada por lo que me había sucedido. Con el tiempo, esas emociones se convirtieron en amargura, y el veneno de la imposibilidad de perdonar se metió en mi corazón y mi mente.

Cuando tenía 10 años, mi madrastra decidió dejar el alcohol y comenzó a llevarme a la iglesia. Al principio, allí encontré consuelo y protección contra mis problemas en casa. Me metí en todas las actividades que ofrecía la iglesia, incluyendo los preparativos para bautizarme. Al crecer, incluso colaboré con la escuela bíblica vacacional y trabajé con jóvenes. Pero no tenía ninguna relación con Dios.

Si bien sentía la iglesia como un lugar seguro, era solo un refugio temporal; siempre tenía que regresar al abuso y el caos de mi casa. Necesitaba algo más que un lugar donde esconderme.

La vida se hizo más difícil a medida que mi excéntrica madrastra se volvía cada vez más religiosa y controladora. Tiró toda mi ropa linda y me obligó a usar solo pantalones o vestidos que me cubrieran las rodillas. Ni siquiera podía usar un traje de baño para ir a la piscina.

No veía la hora de escapar. Al graduarme de la secundaria, me fui de casa y corrí directamente a los brazos de un hombre que pensé me amaría y me protegería. Nos casamos dos meses antes de yo cumplir los 19 años sin el apoyo de mi familia.

A los tres meses, supe que había cometido un terrible error. Mi esposo se hacía cada vez más abusivo y controlador, y yo no tenía un sitio al que acudir en busca de ayuda. Aun así, estaba decidida a hacer que nuestro matrimonio funcionara. Buscando más formas de dominarme, mi marido se opuso a mi participación en la iglesia y se negó a permitirme tener una Biblia.

Dejé de asistir a la iglesia y orar. De todos modos, no me servía de nada. Las cosas empeoraron y mi corazón se endureció. Culpando a Dios de todos mis problemas, me desentendí de Él y me marché.

Adopté y alimenté mi mentalidad de víctima hasta el día en que decidí eliminar la causa de mi dolor en ese momento: mi esposo. Me había controlado y abusado de mí durante siete largos años, pero acabábamos de tener una bebé. No iba a permitir que le hiciera daño.

Compré una pistola y esperé mi oportunidad. La tuve cuando lo liberaron de la cárcel con libertad condicional tras procesarlo por asalto agravado a mano armada contra otra mujer. Aproveché el momento. Le disparé y lo maté.

Pero el sufrimiento no desapareció; se intensificó, especialmente cuando, a los 26 años, me arrestaron por asesinato y me condenaron a cadena perpetua.

Ese fue el día más oscuro de mi vida. Mi hija, mi única hija, tenía nueve meses. Ni siquiera había dado sus primeros pasos. Ese fue el primero de un montón de hitos que me perdería.

Sabiendo que había perdido a mi hija para siempre, caí en la depresión. Era cadena perpetua. ¿Qué esperanza podía tener?

Pensé en buscar a Dios, pero mi corazón lleno de enojo y amargura se negó. “Dios no ha hecho nada por ti”, me dije. “Él tampoco quiere tener nada que ver contigo. Está enojado. Por eso, ha permitido que todas estas cosas terribles sucedan en tu vida”.

Creí esas mentiras y seguí huyendo de Dios, el único que podía iluminar mi oscuridad (Salmo 18:28), sanar mi corazón roto y liberarme (Isaías 61:1).

En la cárcel, mucha gente iba a la capilla, pero yo me negaba. No iba a cantar alabanzas a un Dios que era la razón de mi encierro. Bueno, tal vez no era la razón, pero ciertamente no había impedido que sucediera.

Pero curiosamente, aunque huía de Dios, Él seguía persiguiéndome. Algo, una vocecita en mi interior me desafiaba a hacer algo más que simplemente existir en la cárcel. Necesitaba prepararme para el futuro. (Pero ¿qué futuro?)

Dios me estaba guiando, pero yo aún no lo sabía.

Me daba cuenta de que las mujeres que me rodeaban en la cárcel se hacían adictas, sufrían sobredosis y morían. No quería que esa fuera mi historia, y mi espíritu se levantó para luchar.

Eso no es común en los que tienen una condena como la mía. Una cadena perpetua se siente como una sentencia de muerte. Es difícil para alguien en esa situación encontrar un motivo para seguir vivo, y es fácil para caer presa de las mentiras de Satanás. Convencido de que no hay nada por lo que vivir y nada que perder, uno se da por vencido y tiene malas conductas.

Tomé esa dirección, pero Dios seguía susurrándole a mi alma. No quería admitirlo, pero me descubrí anhelando contra toda posibilidad que mi vida tuviera un propósito. Hasta creía que algún día podrían liberarme y comencé a prepararme para ese escenario.

Estudié. Asistir a clases era emocionante. Y al poco tiempo aprender se volvió mi droga preferida. Devoraba todo lo que podía. En cuanto terminaba un curso, comenzaba otro.

Muchas mujeres con cadena perpetua me creían loca. No entendían la esperanza que había en mí. Incluso mis amigas me decían que era una estupidez y que me rindiera. Les decía: “Dios me abrirá las puertas algún día y me dejará ir. No estará enojado conmigo siempre”.

Esas son palabras interesantes en alguien que huye de Dios, lo sé. Pero algo en mí sabía que Él era real. Simplemente yo no estaba lista para reconocerlo totalmente.

Mantenerme ocupada me ayudó a que los años pasaran más rápido. Finalmente, en 2017, se me permitió presentarme ante la junta de libertad condicional. Estaba eufórica cuando me dijeron que me liberarían en seis meses. Todo mi esfuerzo había valido la pena; ¡Me iba a casa!

Pero seis semanas antes de la fecha de mi liberación, la junta decidió que primero tendría que completar un curso de dos años sobre fe y carácter. Estaba furiosa. “No pueden obligarme a hacer esa porquería de fe y carácter”, le gritaba a quien quisiera escucharme. “¿Dónde está mi libertad religiosa?”.

Pero el curso era obligatorio, y si quería irme a casa, tenía que hacerlo. Así que, a regañadientes, me inscribí.

La intensidad del programa más el trabajo que hacía me agotaron. Había 479 mujeres en el complejo y yo me encargaba toda su ropa. Era extenuante. Y un día, sintiendo que no tenía fuerzas para dar otro paso, casi me desmoroné.

Atraída por la capilla vacía, entré. Antes de darme cuenta, estaba boca abajo en el suelo, con los brazos extendidos. Años de remordimientos salieron de mi interior mientras clamaba a Dios.

Comencé a disculparme por mi enojo, por responsabilizarlo de todo lo malo que pasaba en mi vida, por negarme a ir a la capilla, por no orar y por todo lo que se me ocurría. Admití que había huido de Dios deliberadamente toda mi vida.

“Señor, perdóname”, le supliqué. “Ayúdame, por favor. Toma el control, ya no puedo con esto. Te necesito. Toma mi vida; es Tuya. Haré lo que me pidas”.

Una paz inexplicable (Filipenses 4:7) y un reposo desconocido (Salmo 73:26) se hicieron en mí. De alguna manera, la canción “My Life Is in Your Hands” de Kirk Franklin llenó la capilla vacía y miré a mi alrededor con asombro. La fuerza de Dios llenó mi alma (Isaías 40:29; 2 Corintios 12:8–10), y supe que Él me llevaría a casa.

En junio de 2019, el estado de Florida me concedió la libertad condicional. A los 53 años, por fin era una mujer libre.

Estar en casa después de décadas de vivir tras las rejas fue un desafío. Muchas cosas habían cambiado en 27 años. Tuve que aprender sobre correo electrónico, teléfonos celulares y computadoras. Sorpresivamente, también tuve que aprender a tomar decisiones de nuevo. Incluso pedir comida rápida me abrumaba, había tanto que elegir. Decidir qué comer después de que me alimentaran con comidas rutinarias por décadas casi me provocaba un colapso nervioso. Solo a través de la gracia de Dios superé mis ansiedades.

Cuando sales de la cárcel, tienes que empezar desde abajo e ir subiendo. Eso es un desafío si no tienes dinero, apoyo o un modo de transporte. Pero Dios proveyó.

Mi primer empleo fue en una tienda de comestibles. Caminaba cinco millas de ida y cinco de venida para ir a mi trabajo a diario. Dios infundió en mi corazón que la decisión de mantener mi fe y hacer lo que estuviera delante de mí por Él, no por otras personas (Colosenses 3:23). Como dice Pablo en 2 Timoteo 4:7, seguí peleando la buena batalla de la fe y confiando en el Señor.

Sin embargo, confiar en Él también requería obediencia. Al estudiar la Biblia y orar, me di cuenta de que tenía que perdonar a los que me habían lastimado. Hebreos 12:15 me enseñó que si se deja crecer una raíz amarga “causa dificultades y corrompe a muchos” (NVI). Mateo 6:15 me enseñó que no podía recibir el regalo del perdón de Dios si albergaba odio.

Exigió tiempo y compromiso, pero Dios me ayudó a hacer a un lado la amargura que me hacía sentir quien había abusado de mí en la infancia y a perdonarlo por completo, a pesar de que aún no se ha disculpado. Dios también me ayudó a perdonar a mi esposo, que tanto me había maltratado. Solo el Señor podía infundirme este espíritu de perdón y amor.

Los miembros de mi familia fueron testigos de la transformación de mi vida y comenzaron sus propias experiencias con Dios. Él los desafió con el mismo mandamiento de perdonar. Le tomó algún tiempo, pero mi hija me dio el regalo del perdón. Ahora tenemos una relación cada vez mejor.

Ver cómo crece la fe de mi hija ha sido un hermoso regalo. Tenía 27 años cuando me liberaron y con toda razón estaba enojada. El perdón restauró nuestra relación; nos liberó a ambas del veneno del odio y la amargura.

No conozco a ninguna otra persona en libertad condicional tras una sentencia a cadena perpetua que se haya convertido en voluntaria, pero ahora vuelvo a la cárcel para compartir el poder transformador del amor y el perdón de Dios con quienes siguen allí. Con Dios, todo es posible (Mateo 19:26).

Si alguien me hubiera dicho que volvería a la cárcel (¡por decisión propia!) después de vivir tras las rejas durante 27 años y 30 días, le habría dicho que estaba loco. Pero voy cada vez que puedo. Quiero que todos sepan que pueden ser libres, incluso si nunca vuelven a poner un pie en una comunidad sin barrotes. Una identificación de prisión o la duración de una sentencia no definen el valor de una persona. Eso lo hace Dios.

Me asusté tanto la primera vez que volví a la cárcel para dar una charla. Me detuve en el estacionamiento y me quedé en mi auto llorando. La alcaide me llamó para saber dónde estaba. “Estoy aquí”, le dije. “Pero no sé si puedo hacer esto. Estoy muerta de miedo”.

Ella salió, me abrazó y oró. Me llené de paz y coraje, y entramos. Me dieron la credencial de visitante número 53. Sonreí un poco. Tenía 53 años cuando salí de los muros de la prisión. Era una señal de Dios, sin duda.

Han pasado casi cinco años desde que me liberaron, pero la verdad es que el amor, la gracia y el perdón redentores de Dios me habían liberado mucho antes de salir por las puertas de la prisión. No puedo contar todas las bendiciones de Dios. Todos los días, me despierto con el corazón agradecido, incluso en los momentos de lucha. Siempre alabaré a Dios por haberme sacado de ese pozo sin fondo del odio y la imposibilidad de perdonar, que casi me consume.

Por favor, no permita que la amargura o el odio lo consuman. Satanás quiere que usted sea un condenado a cadena perpetua en una prisión de desesperación, sin importar el lado del muro de la prisión física en el que viva. ¡No lo deje! En cambio, deshágase de esas emociones que lo devoran. Perdone a quienes le han hecho daño, aunque nunca le pidan perdón. Ellos no importan. Lo que cuenta es que usted sea libre. Cuando Jesús, el Hijo de Dios, entra en su vida, lo libera sin importar dónde se encuentre (Juan 8:36).

Es hora de elegir la libertad. “El Señor es un Dios de justicia”, dice Isaías 30:18. “¡Dichosos todos los que en él esperan!” (NVI). Ponga a quienes lo lastiman en las manos de Dios y déjelos ir. Entonces podrá recibir Su vida en abundancia (Juan 10:10).

 

MARIANNE VAN DONGEN regresa con frecuencia a la misma prisión donde estuvo encarcelada durante 27 años para brindar ministerio a mujeres a través de The Jesus Infusion (thejesusinfusion.org). También es voluntaria en programas para beneficiarios de libertad condicional y suspensión de la pena, y en varias instituciones correccionales, ayudando a personas que se están reincorporando a la sociedad.