“¿Te vas a portar como un hombre o como un bebé?”. Yo era un niño de 14 años cuando me preguntaron eso. Mi respuesta tuvo consecuencias que cambiaron mi vida para siempre.

Siendo el hijo del medio entre cinco hermanos, no me adapté al divorcio de mis padres. Tras su separación, mamá nos mudó a otra ciudad en el condado de Pasco, Florida. Lo único que hizo soportable la transición fue que no tuve que hacer nuevas amistades.

Mi mejor amigo, Bobby, tenía la más reciente consola Nintendo, así que casi vivía en su casa. Ahí estaba el fin de semana del Super Bowl de 1992. Ese viernes después de clases, me subí a mi bicicleta y recorrí 14 millas hasta donde Bobby. Nunca volví a casa.

El fin de semana comenzó bastante tranquilo, pero los problemas llamaron a la puerta el domingo cuando Alvin, el mayor de nuestro grupo, apareció y comenzó a hablar de robar una casa. Él tenía 19 años y me parecía genial poder andar con él.

Nos miramos con nerviosismo. ¿Hablaba en serio? Finalmente uno de nosotros preguntó: “¿Y si hay alguien en la casa?”.

“¡Ustedes son unos bebés. Sean hombres!”, se burló Alvin. Se me encogió el corazón.

Dos de los niños no quisieron participar. Se subieron a sus bicicletas y se fueron, pese a las burlas e insultos de Alvin. Eso nos dejó a Bobby y a mí solos con él. Para entonces, ya íbamos caminando por la calle hacia la casa señalada.

Nos detuvimos enfrente, Alvin se volvió y me miró. “A ver, ¿qué tal tú?”.

Estaba a 14 millas de casa, no había luz y solo tenía mi bicicleta. ¿Qué más podía hacer? Segundos después, los tres estábamos parados en los escalones de la entrada.

La casa estaba a oscuras, como si no hubiera nadie. Con una escopeta en mano, Alvin pateó la puerta y entramos. Una voz de hombre gritó: “¿Quién está ahí?”. Tras despertar, el dueño de la casa y su madre anciana salieron a investigar el ruido.

Me oculté bajo una mesa mientras se desataba un caos total. La escopeta de Alvin se disparó y, desde mi escondite, presencié una maldad que la mayoría de la gente solo ve en películas de terror. En cuanto pude, huí por la puerta principal y de la escena de un crimen en el que dos inocentes yacían asesinados a sangre fría.

Cuando nos atrapó la policía temprano al día siguiente, sentí que me rescataban. Me senté esposado a una silla a esperar a mi madre para que los detectives pudieran interrogarme. En mi cabeza, escuchaba su voz. “Tim, aléjate de ese muchacho”, había dicho el día en que conoció a Alvin. “Tiene algo raro”.

Cuando llegó, claramente estaba conmocionada. “Diles la verdad, hijo. Todo saldrá bien”.

Hablé con los detectives durante horas sin abogado. Les dije lo que recordaba, desde el plan de robo de Alvin hasta los asesinatos. Al terminar el interrogatorio, pensé que por fin podría ir a casa con mamá y olvidarme de esa pesadilla.

Para nuestra sorpresa y desconcierto, no me fui. De hecho, el mal sueño apenas comenzaba. Los detectives me acusaron de homicidio porque los hechos ocurrieron durante la comisión de un delito grave. En Florida, las leyes procesan a toda persona presente durante un robo que termine mal, sin importar sus acciones o falta de ellas. Eso significaba que yo era tan responsable de los asesinatos como mis coimputados, aunque yo no tenía un arma.

Me recluyeron en un centro de detención juvenil con dos cargos de homicidio en primer grado. La primera noche fue terrible. Me desvistieron hasta dejarme en ropa interior y me pusieron en una celda fría solo y encerrado tras una pesada puerta de acero con solo una manta, un delgado colchón, un inodoro de acero y una luz que nunca se apagaba. Lloré hasta quedarme dormido, solo para despertar atormentado por las imágenes, los sonidos y los olores de las cosas terribles que había presenciado.

Durante los nueve días que estuve en el centro de detención juvenil, me visitó el padre de un compañero de fútbol. Era pastor y no vino a regañarme o sermonearme. Se ofreció a orar conmigo, y nunca olvidaré el primer aliento de paz que me inundó mientras hablaba. Su visita fue significativa porque era la primera vez que alguien me mostraba a Jesús, aunque en ese momento yo no lo veía así.

El tribunal decidió juzgarme como adulto y me trasladaron a la cárcel del condado de Pasco en espera del juicio. Mi abogado nos pintó un panorama sombrío y realista: podía pasar el resto de mi vida en prisión.

El tiempo se detuvo y creció la confusión. ¿Cómo había sucedido esto? ¿Qué podía haber hecho para cambiar el resultado, no solo para mí, sino para quienes perdieron la vida?

No podía más y estaba dispuesto a lo que fuera por salir de ese lugar. Así que fui a una sesión de estudio bíblico. Allí conocí a un viejo exmotociclista tatuado que nos habló de Jesús. Era fácil identificarse con él mientras contaba cómo había consumido drogas, bebido y hecho cosas horribles a otros. Me preguntaba por qué tipos como él perdían el tiempo yendo a las cárceles a conversar con gente como yo.

Y fue entonces cuando dijo: “Pero entonces conocí a Jesús, y Él me perdonó y liberó”.

Cuando terminó la sesión, el hombre me entregó una Biblia. “Jesús tiene las respuestas a tus preguntas, hijo. Comienza con Mateo y lee el Nuevo Testamento. Ahí lo encontrarás”.

Tomé la Biblia, la puse en mi celda y me olvidé de ella. Pero Dios no se olvidó de mí.

Unos meses más tarde, una medida disciplinaria me puso en confinamiento solitario durante 45 días. Sentí la realidad con dureza en aquella celda solitaria. Sin distracciones ni nadie con quien hablar, no podía escapar de la angustiante idea de que podía pasar el resto de mi vida en prisión. Tenía 15 años y mi vida estaba acabada y sin propósito.

Mientras tanto, estaba esa Biblia, allí en mi cesto. Era lo único que tenía conmigo. Desesperado, finalmente hice lo que el viejo dijo: abrí el libro de Mateo y comencé a leer. Jesús se volvió muy real para mí cuando las historias de Su vida me sacaron de mi celda y mis circunstancias. Era como si Lo viera hacer milagros y sanar a muchas personas, allí mismo, frente a mí.

Cuando leía cada relato de la vida de Jesús en el evangelio, llegaba a la crucifixión y me preguntaba por qué todos siempre querían matarlo.

Cuando llegué a la narración de Juan sobre la muerte de Jesús en la cruz, algo cambió en mi interior. ¡Soy yo quien merece castigo!

Por primera vez, me di cuenta de que Jesús había dado su vida voluntariamente por mí, aunque yo no tenía nada que ofrecer a cambio. Él había vencido a la muerte y el sepulcro para que yo pudiera ser perdonado y tener vida eterna.

De repente, el sacrificio de Jesús fue algo personal: ¡Él había muerto por mí!

El 12 de septiembre de 1993, mientras aún estaba en confinamiento solitario, creí en Jesucristo como salvador y lo acepté como mi Señor. No hubo ninguna experiencia que sacudiera la tierra ni una oración elegante ni respuestas a un llamado desde el altar. Simplemente me di cuenta y acepté que Jesucristo, el Hijo de Dios, había dado Su vida por la mía (Juan 3:16). No tenía idea de cómo sería seguir a Cristo, pero asumí el compromiso.

Un año después, a los 16 años, recibí dos cadenas perpetuas sin posibilidad de libertad condicional por 25 años. Estaba muerto de miedo el día que abordé un autobús lleno de hombres y me dirigí a una institución para adultos del Departamento Correccional de Florida.

Tenía mucho que aprender, tanto sobre la vida en la cárcel como sobre Dios cuando llegué, y el Señor envió a hombres cristianos para guiarme. Eran como hermanos y me ayudaron a no meterme en problemas. A través de ellos, fui testigo de lo que es caminar con el Señor. Me bauticé y adquirí disciplinas espirituales como la oración y dedicar tiempo a la Palabra de Dios.

La lectura de la Biblia sembró muchas semillas de esperanza en mi corazón. La historia de José (Génesis 39–50) llamó mi atención de modo especial. Él no preguntó por ninguna de las circunstancias que alteraron su vida, ni siquiera por las acusaciones que lo llevaron a la cárcel por algo que no hizo.

Me impresionó mucho cómo, pese a todas las injusticias que sufrió, nunca flaquearon la obediencia y la confianza de José hacia el Señor. Esperó pacientemente a que lo liberara Dios, quien luego lo favoreció en todo lo que hizo.

Yo no era inocente como José ni fui siempre leal como él. Había caído en un pozo por mi mala decisión de ir a esa casa esa noche. Estuve presente cuando dos personas inocentes perdieron la vida y estaba en la cárcel porque merecía un castigo. Pero aun así, la historia de José me animó. Dios estuvo con él en todas las dificultades, y la Biblia prometía que Dios también estaría conmigo.

Entender el grado de misericordia y amor de Dios hacia mí (Romanos 5:8) cambió la forma en que cumplía mi condena. Incluso le agradecí mi encarcelamiento, allí supe de mi necesidad de un salvador. “Me hizo bien haber sido afligido”, dice el Salmo 119:71, “porque así pude aprender tus estatutos” (NVI).

Oré para que Dios me enseñara a confiar en Él y a ser leal como José. Señor, no quiero estar aquí para siempre, pero mientras espero, por favor, usa cada pedacito de este tiempo para Tu gloria. Esa oración cambió las reglas del juego. Los muros de la prisión no tenían que impedirme experimentar la verdadera libertad que Jesús proporciona (2 Corintios 3:17) ni tampoco me descalificaban para ser usado por Él.

Mi primera misión ministerial llegó después de que mi historia saliera al aire en la televisión nacional. Llegaron cartas de aliento y Dios me mostró la oportunidad de ayudar a la gente. “Señor”, le dije, “mientras sigan llegando los sobres, seguiré escribiendo”.

Respondía a cada correspondencia con un bolígrafo en la mano y la esperanza de Jesús en mi corazón. ¿Recuerda cómo Jesús multiplicó los panes y los pescados para alimentar a las multitudes en Mateo 14:15–21? Bueno, Él hizo lo mismo con las cartas. Nunca se me acababan.

Diez años después de mi condena, mi madre falleció de modo inesperado. Perderla me rompió el corazón. Satanás aprovechó la oportunidad para despertar viejos sentimientos de culpa y remordimiento. “Seguiría viva si no te hubieras metido en problemas”, susurró. El pesar me abrumaba.

La parte más difícil fue no saber si mi mamá era salva y luego entender que nunca llegaría a ver lo que Jesús hacía en mi vida. Me permitieron asistir a su funeral, algo casi inaudito en el sistema penitenciario. El innegable favor sobrenatural de Dios hizo posible lo imposible.

Clamé: “Por favor, Señor. Deja que mi papá me vea afuera de estas puertas con la libertad que me has dado”. Su única respuesta fue fortalecerme mientras seguía atravesando mi dolor (2 Corintios 12:8–10).

Siete años después, caminaba de la capilla a mi dormitorio cuando Dios me dio un vistazo de Su plan para mi vida. Yo miraba el alambre de púas y las cercas alrededor de la prisión cuando la voz serena y delicada del Señor me dijo: “Diles a esas cercas que bajen”.

Obedecí y ordené a las cercas que bajaran en el nombre de Jesús. Pensé que las vería derrumbarse. En cambio, en mi mente, me convertí en un gigante. Podía verme a mí mismo caminando de un lado a otro sobre esas vallas. De alguna manera, mi espíritu sabía que Dios no me iba a dejar morir en prisión. Escribí la fecha y la visión en mi Biblia para reflexionar sobre ella cada vez que se me hiciera difícil esperar.

En 2016, justo antes de cumplir 25 años, me entrevistaron para mi cercana audiencia de libertad condicional. El investigador revisó su sistema de puntuación y me dijo que no me recomendaría hasta 2027.

Igual tendría mi audiencia, pero no esperaba mucho más que eso. Le agradecí su tiempo y comencé a hablar con Dios. “¡Padre, por favor!”, oré. “Sabes que yo puedo esperar diez años más, pero no creo que mi familia sí”.

No pude asistir a la audiencia, pero durante una llamada a mi padre, me surgió un presentimiento que no pude quitarme. “¡Papá, por favor, no sé por qué, pero tienes que estar ahí!”, le dije. Pensó que me había vuelto loco.

“¿Por qué voy a ir hasta allá solo para decepcionarme?”, respondió. No supe qué contestar, pero al final accedió.

Papá y todos los presentes presenciaron un milagro ese día. La sala quedó atónita cuando Bernie McCabe se levantó para hablar. Por primera vez en la historia de la junta de libertad condicional un fiscal de distrito en funciones habló en nombre de un encarcelado. Reconoció que la fiscalía debió manejar el caso de otro modo desde el principio y pidió que se me concediera la libertad condicional. Cerró diciendo: “Ya ha esperado bastante”.

El Sr. McCabe había examinado mi caso por una revisión que del juez John Blue. De hecho, el juez Blue había denegado una de mis apelaciones, pero le inquietaba haber tenido que fallar de acuerdo con la ley. Escribió una revisión antes de jubilarse que finalmente convenció a Bernie McCabe de investigar mi caso. Dios usó al juez Blue para propiciar una audiencia histórica. Por decisión unánime, se me concedió la libertad condicional y salí de la cárcel a los seis meses.

El 23 de febrero de 2017, salí de la prisión siendo un hombre de Dios libre y redimido. No obstante, el Señor me había liberado mucho antes de que se abrieran esas puertas (Juan 8:32, 36). Me había dado vida incluso antes de que me condenaran, y me había estado entrenando para mi nueva misión en el exterior todos esos años. El tiempo en prisión solo fue una gran preparación.

Hasta el día de hoy, alabo a Dios por escuchar los gritos de un muchacho afligido que había perdido a su madre. Con mi liberación, me dio el regalo de casi siete años con mi papá. Le agradezco a Dios cada segundo que pasé con él. Cuando falleció en 2023, no solo asistí a su funeral, sino que prediqué un mensaje. Y esta vez, alabado sea Dios, no llevaba grilletes en las piernas ni una cadena en la cintura como los que tuve que usar en el servicio de mi madre.

Vivir libre al otro lado del alambre de púas ha tenido sus desafíos, pero Dios ha estado conmigo en cada paso del camino, tal como cuando estaba en prisión. Me ha ayudado al experimentar muchos hitos, como aprender a conducir, ganarme un sueldo, pagar cuentas, completar mi libertad condicional y casarme con mi hermosa esposa, Ericka.

El Señor también me ha llevado de vuelta a las cárceles para contar mi testimonio, incluso a la misma en la que estuve recluido. Allí, narré ante cientos de encarcelados cómo había sido testigo de la bondad de Dios en ese mismo lugar años antes. Ruego que cada hombre llegue a conocer la bondad de Dios por sí mismo.

Mi testimonio es como el que escribió David en el Salmo 40:1–3: “Con paciencia esperé que el Señor me ayudara, y él se fijó en mí y oyó mi clamor. Me sacó del foso de desesperación, del lodo y del fango. Puso mis pies sobre suelo firme y a medida que yo caminaba, me estabilizó. Me dio un canto nuevo para entonar, un himno de alabanza a nuestro Dios. Muchos verán lo que él hizo y quedarán asombrados; pondrán su confianza en el Señor”.

No pasa un día sin que reflexione sobre mis años en prisión y ore por los hermanos que dejé atrás. Ruego por los hombres y mujeres de todo el mundo que no tienen libertad, ya sea por la cárcel o las circunstancias. Anhelo llevarles la buena nueva de Jesús, porque sé que el poder del evangelio puede liberar a cualquiera, dondequiera que se encuentre en la vida.

Yo acostumbraba a preguntarme por qué la gente renunciaba a su tiempo libre para ir a la cárcel para hablar de Jesús. Ahora lo sé; el mismo amor por Jesús y Su gran comisión que los obliga a ellos me ordena a mí volver a cruzar esas puertas.

Tengo la tarea de compartir el evangelio, la buena nueva de que Jesús salva y libera, con tantos cautivos como pueda en el tiempo de vida que me queda. No puedo imaginarme haciendo otra cosa, porque el evangelio de Jesucristo me permitió a mí, un muchacho que una vez estuvo completamente perdido, encontrar su lugar como hijo del Dios Viviente.

Jesús me fortaleció y me consoló, y dio a mi vida un propósito, incluso cuando yo estaba tras las rejas. Él hará lo mismo por cualquiera que acuda a Él.

 

Timothy Kane hace equipo con su esposa, Ericka, para llevar la esperanza de Jesús y adorarlo junto a sus hermanos y hermanas de la prisión. Tim es dueño de una empresa y trabaja en Generational Change, un programa de alcance de Empowered to Change. Como capellán, ayuda a dar voz y restaurar la vida de otros a través de varios programas de transición. Para obtener más información, visite empoweredtochangeint.org.