¿Por qué alguien dejaría la comodidad de su hogar en Florida para vivir en un remolque en el estacionamiento de Rikers Island, una cárcel que alberga a algunos de los criminales más infames de la ciudad de Nueva York? Por una sola razón: el amor de Dios. Ese amor puede llevar a una persona a hacer cosas radicales. A mí me pasó.
Convertirme en pastor y brindar ministerio en cualquier parte, sobre todo en una célebre cárcel, jamás cruzó mi mente cuando era niño. Mi interés eran los deportes. Empecé a jugar al fútbol americano en las calles, pero cuando me enteré de que había una liga organizada por Pop Warner cerca de mi casa en Sarasota, Florida, le rogué a mamá inscribirme. Mis amigos jugaban allí y yo quería unirme a ellos.
A mamá no le gustó la idea al principio, pero finalmente aceptó. Sé que no fue fácil inscribirme en un deporte organizado. Ella tenía tres trabajos solo para cubrir los gastos. Era el único sostén de familia y siempre le agradeceré sus muchos sacrificios.
Nunca contamos con mi padre, pero desde el principio decidí no permitir que su ausencia me afectara. ¿De qué servía necesitar a alguien que no estaba y nunca estaría?
Obtenía lo que creía que necesitaba de mi madre, mis tíos y mis entrenadores. Estos últimos eran como padres sustitutos para mí y el resto del equipo. En lugar de llorar por mi situación, puse el hombro y me esforcé.
Si el desempeño es la medida del éxito, entonces mi plan funcionó. Me convertí en capitán del equipo de fútbol americano de mi secundaria, el rey del baile de graduación y fui elegido el mejor alumno de mi grupo de último año. Luego recibí una beca deportiva completa para Penn State.
En la universidad, seguí sobresaliendo en lo externo, pero dentro de mí, iba creciendo una sensación de vacío y poco valor. No importaban mis logros, ese hueco solo se hacía más grande. No ayudó el estar lejos de mi familia y amigos, y de las comodidades de mi hogar.
Trabajé duro para llenar lo que faltaba en mi corazón; acumulaba elogios y hacía todo lo posible para sentirme reconocido, importante, valorado y significativo. Pero mis esfuerzos eran como perseguir el viento (Eclesiastés 6:9 NTV).
Escuché el evangelio de Jesucristo por primera vez después de mi primer año de universidad. Un ministro del campus me dijo que yo era un pecador y que, si no me arrepentía, iría al infierno. Su mensaje me angustió mucho.
Toda la vida, la gente solo me había dicho que era buena persona. El director ejecutivo del Boys and Girls Club local dijo que era un modelo a seguir. ¡Cualquiera podía leerlo en la prensa! ¿Y ahora este hombre decía que yo era un pecador? ¿Según el criterio de quién?
Pero ¿y si lo que decía era cierto? El hombre de acción que hay en mí de inmediato buscó una solución. Siempre había hecho lo que fuera para obtener mi beca, sobreponerme a alguna lesión o ganarme una posición; seguramente esto era igual. ¿Qué se podía hacer para evitar ir al infierno? Mi mente entró en pánico.
Mi miedo creció cuando un día se abrió ante mis ojos algo parecido a una persiana de madera y vi una visión aterradora del infierno.
Aquel hombre había compartido conmigo la buena nueva de que Dios había enviado a Su Hijo, Jesús, a morir por pecadores como yo, para que no tuviéramos que ir al infierno. (Ver Juan 3:16; Romanos 3:23, 5:8, 6:23, 8:1 y 10:9.) Me dijo que no tenía que hacer nada más que aceptar lo que Jesús había hecho por mí, pero, aterrorizado y confundido, me alejé.
Busqué formas de callar mis temores durante meses luego de ese encuentro. No recurrí a las drogas ni al alcohol, pero le pegué duro a la vida en otras áreas. Tenía una sola meta: satisfacer mi carne. Era una persona egoísta, y manipulaba a los demás y las situaciones para conseguir lo que quería, sin ofrecer nada a cambio, sobre todo cuando se trataba de las mujeres.
No fue hasta que me enfermé gravemente y terminé en el hospital con una dolencia misteriosa que comencé a pensar en Dios de nuevo. Acostado, miré hacia las alturas y le ofrecí un trato a Dios que sabía que no rechazaría: “Si me sacas de este lío, leeré la Biblia”.
Con bondad el Señor restauró mi salud. Incluso me dio la fuerza para volver al fútbol americano y ser coganador del premio al jugador más valioso de la práctica de primavera en mi segundo año. Pero al poco tiempo dejé de cumplir mi parte del trato.
Había hablado en serio al decirle a Dios que leería la Biblia y lo intenté. Pero sin nadie que me tutelara, pronto me sentí abrumado y lo dejé. Por suerte, Dios no se dio por vencido conmigo.
Envió a un profesional de la NFL llamado Todd Blackledge a Penn State para ayudarme a entender el amor de Dios y el don de la salvación. Respetaba a ese hombre: me habría presentado en un bosque a las 6:00 de la mañana si él me lo pedía.
Todd hablaba con valentía y pasión sobre Jesús, directamente desde su corazón y la Biblia. Era como si conociera a Dios personalmente. No había dudas en mi mente de que lo que él profesaba era cierto y yo deseaba lo que él tenía.
Sus palabras me ayudaron a confiar en Dios y darme cuenta de que Jesús no se fijaba en mis actividades; me quería a mí. Decidí que estaba listo para dar mi vida por Dios, sin importar lo que eso significara.
Cuando Todd preguntó si alguien quería dar un paso adelante por Jesús y orar para recibir la salvación eterna, me preparé para ponerme de pie y caminar hacia el frente de la sala, pero entonces pensé en los otros muchachos. Me dije a mí mismo en tono de condena: “No puedes dar un paso adelante por Jesús frente a ellos. Si lo haces, serás un hipócrita”.
Hacía poco había ido a un estudio bíblico en el campus con algunos compañeros de equipo que creía profesaban la fe de Jesús, solo para ir a una fiesta de fraternidad el fin de semana siguiente y encontrarme a algunos de ellos allí. Su vida no era diferente a la mía y no quería ser como ellos.
Casi me había engañado a mí mismo cuando Dios centró mi atención de nuevo hacia Él y los demás desaparecieron. Una vez más, solo estábamos Jesús y yo. Me puse de pie, caminé hacia el frente de la sala y oré para recibirlo como mi Señor y Salvador. Estoy seguro de que no fue por mi poder o inteligencia; el Espíritu de Dios me atrajo para que entablara una relación con Él (Juan 6:44).
En las semanas siguientes, me esforcé por no volver a mis viejas costumbres. No siempre gané esa pelea. Intentando desesperadamente no alejarme de Dios, memoricé una oración que estaba en la contratapa de un libro que me habían dado y la repetía a diario en mi camino a clases. Era lo único que sabía hacer.
Dios fue muy misericordioso. Al ver mi corazón y mi lucha, puso en mi vida a personas que podían enseñarme acerca de Él, lo que incluía Sus dones espirituales y a Su Hijo.
Cuanto más estudiaba la vida de Jesucristo, más entendía que Su ministerio no se basaba solo en ser amable con las personas o tener un carácter constante. Su ministerio era de poder (1 Corintios 4:20), y Su poder transformaba a las personas. Jesús las convertía en nuevas criaturas (2 Corintios 5:17).
Han pasado más de 39 años desde que asumí este compromiso. Con la ayuda del Señor, Su Espíritu y otros creyentes, he edificado una base sólida que ha resistido muchas pruebas (Mateo 7:24–27), incluyendo una carrera de diez años en la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL).
Los Pittsburgh Steelers me seleccionaron como defensa en 1987. Luego, en 1991, me pasé a los Washington Redskins, equipo en el que jugué para Joe Gibbs y con el que tuve la bendición de ganar el Super Bowl XXVI. También jugué en el Pro Bowl de 1993 antes de retirarme en 1996. Agradezco que Dios se me revelara antes de yo entrar a la NFL.
Recuerdo el día en que Dios me dijo que no me apegara a la identidad de atleta profesional. Le susurró a mi corazón: “Construye una vida basada en Mi Hijo, no en la NFL”. No debía buscar el aplauso de los hombres ni las ofrendas mundanas. Debía vivir para alguien que estaba por encima de mí, mi Padre celestial, no para la audiencia que tenía enfrente. No debía sentirme con derecho a un trato especial o privilegios por mi éxito, ni debía ser irrespetuoso.
La NFL no era mi boleto para una vida mejor, era una plataforma que el Padre medaba para ser Su testigo. Debía buscar con modestia la excelencia en mis relaciones con jugadores, entrenadores, aficionados y mi familia.
Mi humildad se puso a prueba cuando, en mi segundo año en la NFL, un jugador seleccionado en el número uno del draft se unió al equipo y aspiró a mi lugar. Yo tenía dos opciones: ser un ejemplo cristiano para este hombre y tratarlo con amabilidad y respeto, o podía tratar de sabotearlo para asegurar mi posición. Elegí el camino del amor.
En cuanto ingresó al programa, lo ayudé a aprender jugadas. Le di todo lo que necesitaba para tener éxito, pero también me esforcé al máximo para honrar los talentos que el Padre me dio para el fútbol americano (Colosenses 3:23).
Aprendí que se puede trabajar por el éxito de otra persona y, al mismo tiempo, perseguir lo que el Padre quiere para uno. Deseché la idea de que debía proteger algo y confié al Padre los resultados y lo que Él tenía reservado para mí. Al final, el puesto siguió siendo mío.
Un día, estaba en el gimnasio preparándome para una batalla inminente en el campo de juego cuando ese hombre se aproximó. Se sentó en un banco de pesas cercano y me habló de su vida. Me contó lo miserable y vacío que se sentía a pesar de tener dinero, esposa y un auto lujoso. No podía creerlo.
Es decir, nos esperaban 70.000 personas en las gradas, ¿y era entonces cuando ese hombre había decidido desnudar su alma? Pero no podía ignorar la oportunidad que Dios me daba. Un juego no podía ser más importante que la vida de una persona.
Después de hablar un rato, oramos juntos y ese jugador recibió a Jesús como Su Señor y Salvador. Experimentamos la victoria incluso antes de pisar el campo ese día.
Dios me ha bendecido con abundancia desde mi época en la NFL. Me dio una hermosa esposa, cuatro hijos, y una carrera y un ministerio exitosos. Descubrí que a medida que me enfocaba en servir a Dios y los demás, y en llevar una vida de excelencia para Su gloria, el Señor me concedía constantemente los deseos de mi corazón y me abría más oportunidades (Salmo 37:4; Mateo 6:33). Incluso me dio un regalo que nunca supe que necesitaba: un Padre.
Eso sucedió un fin de semana de la temporada baja. Mi esposa y yo habíamos hecho nuestro viaje habitual de tres horas y media desde Pittsburgh a State College, Pennsylvania, para participar en una capacitación de liderazgo con el pastor de nuestra iglesia. Como era costumbre, nos reunimos todos en círculo para orar. De repente, me desplomé en el suelo en posición fetal y comencé a llorar incontrolablemente.
Podía sentir la mirada de todos a mi alrededor y pensaba: ¿Qué estás haciendo ahí abajo? ¿Por qué lloras?
Preocupado, mi pastor se inclinó y me preguntó si estaba bien. Luché por recuperar la compostura, pero solo podía lamentarme: “¡Nunca tuve un padre! ¡Nunca tuve un padre! ¡Nunca tuve un padre!”
Esas palabras me sorprendieron. Hasta donde sabía, nunca me había importado no tener un padre. Había aprendido pronto a no necesitarlo. Pero Dios sabía que no era así y estaba a punto de romper el muro que yo había construido alrededor de mi corazón con la atención de los demás, y la distracción de los lugares y las cosas para llegar hasta mi huérfano interior, que anhelaba amor.
“Dios dice que Él será tu padre”. Las palabras del pastor captaron mi atención. ¿Dios quería ser mi padre? Había oído que en la Biblia se referían a él como “Padre”, pero nunca se me había ocurrido que Dios quisiera ser mi padre de manera personal.
Desde esta revelación, mi vida no ha sido igual. Establecer una relación con Dios como mi padre me condujo a mi destino.
Es que yo no fui creado para la NFL o para tener un ministerio exitoso. No fui diseñado para hacer grandes cosas o ser miembro activo de la iglesia o incluso guiar a otros a Jesús. Esas cosas son parte de mi vida y son buenas, pero no son la razón por la que existo.
El Padre me creó para que yo pudiera amarlo a Él y que Él pudiera amarme a mí. Su principal deseo es ser un Padre para Sus hijos.
Piénselo. Cuando Dios, que no necesitaba nada, metió las manos en el barro y creó a los seres humanos, fue por una razón: una relación. Dios insufló vida a Adán no porque necesitara brazos y piernas adicionales. Dios no necesitaba nada. Creó a Adán y Eva por el placer que le daría amarlos. ¡Por eso, Dios lo creó a usted también!
Ahora tengo el gran privilegio de compartir esta revelación de amor con hombres encarcelados en Rikers Island. Dios me guio a hacer ministerio allí por primera vez el 13 de junio de 2022. Desde entonces, he viajado de Orlando a Nueva York y vivido en una casa rodante en el estacionamiento de la cárcel para ayudar a jóvenes a descubrir su verdadera identidad. Solo el Padre podría haberme llevado allí.
Al principio, fue difícil para los muchachos confiar en mí, lo cual es totalmente comprensible dados los traumas que han vivido. A la mayoría no la había visitado un hombre durante su encarcelamiento. A ninguno le había pasado que un hombre los mirara a los ojos y les dijera: “Te quiero”. Necesitaron valentía para confiar en mí ya que todos habían sufrido abandonos, abusos y negligencia.
Ha sido milagroso ver cómo el amor del Padre une a esos hombres de diferentes sectores, pandillas y calles. Él nos ha hecho familia a través de nuestra fe en el sacrificio de Su Hijo. Todos hemos encontrado la esperanza de una vida diferente mediante la relación con Dios como nuestro Padre.
No encontramos la libertad suprimiendo la necesidad de un padre ni podemos hallarla esforzándonos para demostrar que podemos tener éxito sin uno. Yo triunfé al más alto nivel e igual me sentía vacío. El viaje hacia la libertad comienza cuando reconocemos nuestra necesidad de un padre, confesamos cómo nos afectó la falta de uno y luego perdonamos al nuestro.
Así es como se desarrolló ese proceso para mí. Debí admitir que necesitaba un padre que me dijera que me amaba y se interesaba en mí, que me valoraba y estaba orgulloso. Debí confesar que no tenerlo me había hecho vivir, actuar y tratar a la gente de ciertos modos. Entonces tuve que liberar a mi padre de lo que sentía que me debía. Tuve que perdonarlo.
Solo a través del reconocimiento, la confesión y el perdón podía el huérfano de mi interior hallar la sanación y experimentar la vida de abundancia que ofrecía mi Padre celestial (Juan 10:10).
No sé cuál es su relación con su padre. Tal vez usted nunca haya visto su rostro. Tal vez sí lo tuvo cerca, pero su presencia solo traía sufrimiento. En todo caso, está bien, Dios quiere asumirlo a usted también como hijo.
Tener o no tener un padre no es el punto final de su vida; es una coma. No permita que Satanás lo atormente con el trauma de no tener padres ni que lo haga creer que su padre (o madre) define su identidad. Satanás tratará de convencerlo de que lo único que necesita es un buen par de padres para estar bien. El problema es que uno puede ser hijo o hija de un padre o madre terrenal y aun así sentirse no amado o poca cosa.
Su identidad no está en ser hijo de una persona humana; se encuentra en el amor de su Padre que está en los cielos, en ser Su hijo. Y, pase lo que pase, los brazos de su Padre celestial están abiertos de par en par, listos para recibirlo en casa (Lucas 15:11–32).
Acérquese a Él. Deje que el amor de Dios rompa los muros que ha construido alrededor de su corazón. Así el huérfano que hay dentro de usted encontrará la sanación. Quien lo creó quiere amarlo y conocerlo, y también desea que usted lo ame y lo conozca.
Cuando comprenda esa verdad, descubrirá su propósito en la vida y todo cambiará.
Tim Johnson es el pastor principal del Orlando World Outreach Center y el fundador de Orlando Serve Foundation. Desde que se retiró de la NFL, el pastor Tim ha creado varios ministerios por el mundo entero, que han conectado a las personas con Dios y entre sí, y que las han preparado para servir a sus comunidades. También ha dirigido un programa de divulgación que transforma las vidas de hombres encarcelados de entre 18 y 21 años en Rikers Island.