La religión no tuvo ningún papel en mi vida cuando era niño. En casa, todo giraba en torno a la ciencia. Mi padre, profesor universitario, era licenciado en biología, tenía una maestría en microbiología y un doctorado en zoología. Nos enseñó a buscar respuestas en la ciencia. A menudo escuchaba: “No hay un dios. No existe Jesús. El cielo y el infierno no son reales”.

En todos esos años, la ciencia nunca respondió mis preguntas. Solo me dejó con más interrogantes, y una sensación de vacío y confusión. No ayudaba el que yo fuera el último de nueve hermanos. A menudo los días eran un caos.

A mi confusión se sumaba un terrible secreto: dos familiares de confianza habían abusado sexualmente de mí a los ocho años. Al principio, no estaba seguro de si lo que había sucedido era normal. Si lo era, ¿por qué me sentía mal? ¿Y por qué me sentía tan sucio? Esta experiencia me dejó una imagen poco saludable del sexo y las mujeres, así como una gran vergüenza y confusión que seguí experimentando hasta la adultez.

En la secundaria, decidí convertirme en policía. Dejé que mi familia y amigos asumieran que seguía los pasos de uno de mis hermanos, un tío y un primo. La verdadera razón era que no quería que ningún otro niño sufriera el mismo abuso y vergüenza que yo había sufrido.

Me mudé de Pennsylvania a Oklahoma poco después de terminar la secundaria. Probé un año con la universidad por mis padres, pero no era para mí. Por mí mismo, me di cuenta de cómo algunas personas eran felices mientras que otras, como yo, vivían enojadas y desconsoladas. ¿A qué se debían esas actitudes tan diferentes? Empecé a buscar una respuesta.

A los 24 años, me contrataron como guardia en un centro correccional estatal. Siempre había querido ser policía, pero nunca me había imaginado en una prisión. Pensaba que las cárceles eran sucias, corruptas y peligrosas. No podía creer que alguien quisiera estar allí, ni el personal ni los encarcelados, y ciertamente yo tampoco. Acepté el puesto, pero no pensaba quedarme allí por mucho tiempo. Merezco más, pensaba. Y así comenzó mi carrera de 27 años en el sistema penitenciario.

Era fácil despreciar a los que pagaban por sus delitos. Muchos cumplían cadena perpetua y doble cadena perpetua por crímenes terribles. Para mí, eran lo peor de lo peor. Mi actitud de superioridad hacia esta población, junto con el dolor y la ira de mi trauma infantil, me convirtieron en un hombre severo.

Creía firmemente que los que estaban encarcelados no merecían nada más que lo establecido. Si se les asignaba cierta cantidad de ropa, eso era lo único que recibían. Les quitaba cosas tan sencillas como un cepillo de dientes extra para demostrar que mandaba yo. Era todo un abusador.

Con el tiempo, me di cuenta de que muchos de los privados de libertad no eran tan diferentes a mí. Pero en lugar de mostrar compasión, seguía menospreciándolos.

Después de un par de años, me contrató la Oficina Federal de Prisiones. Pese a sus altas exigencias, quería el respeto y la paga que me ofrecían, pero el estrés del trabajo endureció aun más mi corazón.

Ya cerca de mis 30 años, me casé con mi primera esposa. Pertenecía a la iglesia ortodoxa griega, lo cual era interesante porque no era de descendencia griega. Sin embargo, yo sí lo era. Sentía que mi árbol genealógico se había perpetuado.

Poco después, invité a Jesús a mi vida, pero no fue sino cuando ya me acercaba a los 50 años que comencé a entender lo que significaba tener una relación con Él. Lamentablemente, hay muchos creyentes como yo que no entienden lo que significa vivir para Él.

Iba a la iglesia con mi esposa cuando podía, pero como siempre cambiaba de turno, me era difícil asistir con regularidad. Ya que no conocía la iglesia ni la Biblia, participar en los servicios no era fácil.

Por lo general, salía sintiéndome más tonto que antes. ¡Para mí, todo era griego! Sin embargo, no me sentía motivado a aprender más. Dios no era mi prioridad, el trabajo era mi dios y me inclinaba ante sus exigencias.

Hacía lo que fuera para escalar posiciones. Y cada ascenso significaba otra mudanza. Irme al otro lado de la nación era difícil para mi esposa y nuestros dos hijos. Nuestro matrimonio estaba bajo mucha tensión y, lamentablemente, terminó en divorcio justo cuando obtuve el rango de teniente.

Me volví a casar, pero mi segunda esposa y yo permanecimos juntos solo cuatro años. Una vez más, permití que mis aspiraciones laborales afectaran mi rol de marido y padre. El estrés del trabajo, junto con mi agresividad e inseguridades, impedían que mi hogar fuera feliz. Finalmente reconocí que debía cambiar y sabía que para lograrlo, necesitaría la ayuda del Señor. Pero para mi esposa, el cambio llegó tarde y me pidió que me fuera.

Sentado solo en una casa de alquiler con la mayoría de mis bienes terrenales en una caja, llegué a un punto bajo sin precedentes. ¿Cómo les iba a decir a mis hijos que me separaría de nuevo? Me sentía un fracasado. El trabajo, el divorcio y mi creciente vergüenza me vencieron, así que decidí que sería más fácil morir.

Trituré y me tomé un frasco entero de pastillas y le dije al Señor: “Si tienes un propósito para mi vida, me despertaré en la mañana. Si no, bueno”. Gracias a Dios, me desperté. Por favor, sepan que no recomiendo probar de esta manera la voluntad de Dios.

Después de esto, me tomé en serio mi relación con Él. Comencé a hablar sobre el cristianismo y la Biblia con un amigo, un compañero teniente, quien amablemente se tomó el tiempo para responder a mis preguntas. También tenía una pequeña red de creyentes con cuyo apoyo contaba, incluyendo a una de mis hermanas, su esposo y algunas otras personas conocidas que vivían para Jesús.

Luego conocí a Amanda, que también venía de un matrimonio fallido. Nuestra relación comenzó siendo estrictamente una amistad. Al igual que yo, ella buscaba la voluntad y sanación del Señor. Hallamos consuelo en nuestro compañerismo y conversaciones.

A la larga, comenzamos a salir, y ella me invitó a su enorme iglesia no denominacional. Fue una experiencia nueva y, sin duda, aterradora, ver a todas esas personas con las manos levantadas, alabando y adorando a Dios. Sin embargo, rápidamente me di cuenta de que parecían disfrutar de estar en los servicios.

Algo se despertó dentro de mí cuando el pastor habló claramente de la Palabra de Dios en contexto. Mi alma tenía hambre y sed de más. En casa, comencé a leer la Palabra todos los días. Sus páginas cobraron vida y comencé a encontrar las respuestas que buscaba desde mi juventud. El amor de Dios restauró las roturas de mi corazón.

La verdadera sanación llegó cuando me liberé de mi trauma de infancia al contárselo a otros y perdonar a quienes habían abusado de mí, tal como Dios a través de Cristo me había perdonado a mí (Efesios 4:32). Pensé que me sentiría humillado si les contaba a otros de mi pasado, pero en cuanto lo hice, sentí que me invadía una sensación de limpieza y, por primera vez en 40 años, experimenté la libertad (Gálatas 5:1). La vergüenza, los sentimientos heridos y la suciedad a los que me había aferrado habían desaparecido. A los 48 años, por fin me sentí completo.

Le pedí a Amanda que se casara conmigo y aceptó. Dios ha bendecido nuestro matrimonio y ha redimido nuestro doloroso pasado mientras seguimos buscándolo a Él.

Quería aprender más acerca del Señor para poder ayudar a otros a encontrar Su sanación. Me inscribí en un programa nocturno en Highlands College, un colegio bíblico en Birmingham, Alabama, justo cuando estaba por jubilarme de la Oficina Federal de Prisiones. Cuanto más aprendía sobre el amor de Dios por mí, más crecía mi amor hacia los demás. Mi corazón empezó a sentir pesar por quienes viven y trabajan en correccionales.

Durante todos esos años en los que estuve separado de Dios, solo me había interesado en mí y mis ascensos. Pero ahora, veía a las personas a través de los ojos de nuestro Salvador, incluso a los encarcelados. Ya no los veía como prisioneros, sino como personas hechas a imagen de Dios.

Muchos hombres encarcelados me han contado cómo me vieron cambiar. “Háblanos ahora”, me decían. “Saludas sonriendo cuando pasamos y nos escuchas”. Gracias a Cristo, no soy el mismo hombre que una vez fui (Efesios 4:22–24).

Pensando en mi jubilación y la finalización de mis estudios universitarios, consideré muchas opciones de ministerio…y ninguna era regresar a las prisiones. Pero Dios tiene un gran sentido del humor y tenía otros planes.

Utilizó a mis instructores y compañeros de clase para dirigirme al ministerio de los encarcelados, y Su Espíritu Santo me recordó lo que había visto cuando trabajaba en el sistema, como tanto los que trabajan como los que viven en correccionales necesitan la esperanza de Jesús y Su apoyo.

Dios puso muchas cargas sobre mi corazón, incluyendo las actitudes que el personal tiene hacia los encarcelados y a la inversa. Es comprensible que haya mucha desconfianza y tensión entre ambos grupos.

Me sentí apesadumbrado por el personal de las prisiones. Muchos viven bajo un terrible peso impuesto por la desesperanza sin liberación. Necesitan que se les anime a compartir sus experiencias y su dolor. Pero el personal de prisión tiene una regla: no se habla de los problemas para no parecer débil. Sin embargo, esta idea de autosuficiencia conduce a altas tasas de abuso de drogas y alcohol, maltrato doméstico y divorcio.

Compartí lo que sentía con Amanda, y ella encontró una oferta de trabajo en Prison Fellowship, una organización nacional sin fines de lucro cuya misión es “buscar a Jesús junto a los afectados por el crimen y el encarcelamiento”. Pedían un administrador de recursos para capellanes federales, o un enlace que se sintiera cómodo yendo a las prisiones, y hablando con los encarcelados y el personal. Era como si Dios hubiera escrito este perfil de trabajo específicamente para mí.

Tres semanas después, solicité y obtuve el puesto. A diario doy gracias a Dios por las oportunidades que me da Prison Fellowship de brindar ministerio a quienes están en correccionales.

Pero sobre todo, le agradezco a Dios el haber llegado a mi oscuridad y salvarme. Él me quitó el enorme peso del pecado, la ira, la confusión, la vergüenza y el arrepentimiento. Dios verdaderamente le devolvió la vida a este hombre muerto.

Él también puede revivirlo a usted. No tiene que vivir bajo el peso del pecado y la vergüenza. Permita que Jesús lo libere.

 

 

Jason Zaharis, teniente retirado de la Oficina Federal de Prisiones, actualmente es gerente de recursos para capellanes federales de Prison Fellowship (prisonfellowship.org). En 2021, fundó Reformation 319, una página de Facebook que busca generar cambios en la mentalidad de las prisiones cambiando la forma en que el personal ve a los encarcelados y a la inversa. Hoy en día cursa una licenciatura en orientación cristiana en Liberty University Online.