No todos los que sufren reciben atenciones.

En el Sur de Estados Unidos, nos presentamos con comida y pañuelos desechables cuando una amistad está de luto. Nos unimos cuando hay un diagnóstico de cáncer para responder a cada novedad con una oración. No siempre acertamos, pero tenemos modos bien definidos para reconocer el sufrimiento en estas circunstancias.

Pero nadie aparece con una lasaña cuando alguien sufre por un ser querido aún vivo. No hay grupos de oración en línea cuando se llora por una historia que no puede compartir. Nadie viene con pañuelos desechables cuando tu hijo tiene discapacidades ocultas o si una no termina de quedar embarazada o si alguien ve el declive diario de uno de sus ancianos padres.

A veces los duelos más desgarradores son por una pérdida privada.

Lucas 8:40–56 cuenta la historia de Jairo, el líder de la sinagoga que se puso a los pies de Jesús frente a una enorme multitud, para rogarle que sanara a su hija moribunda. Era un hombre prominente, que sufría y expresaba abiertamente su necesidad. Lo rodeaban sirvientes, vecinos y acompañantes, que oraban y ofrecían ayuda en casa.

Pero en esa misma masa había una mujer anónima, afligida discretamente, que no se atrevía a decir su necesidad en voz alta.

Durante 12 años, había sufrido una hemorragia crónica y gastado todo lo que tenía en un médico tras otro, solo para empeorar. Su sangrado la hacía impura según la ley judía, por lo que había vivido como una paria entre su familia y su comunidad. Contarle a alguien sobre su dolencia le habría impedido incluso acercarse a Jesús ese día.

A diferencia de Jairo, ella no se lanzó públicamente a los pies de Jesús. En cambio, se le aproximó por detrás, se abrió paso entre la gente y discretamente rozó con sus dedos el manto de Jesús.

Con eso nada más, quedó sanada, pues Dios le dio el milagro que estaba anhelando.

Jesús pudo dejarla desaparecer de nuevo entre la multitud sin que nadie lo notara. Pero nuestro pesar nunca pasa desapercibido ante Dios.

Jesús se detuvo, se volvió y preguntó: “¿Quién me tocó?” No quería una respuesta, sabía quién lo había hecho. Buscaba a esa mujer.

Jesús la vio cuando nadie más lo hizo. Sabía justo por qué y durante cuánto tiempo había sufrido. Ni ella ni su dolor eran invisibles para Él. Aunque nadie se percate de nuestras angustias o se presente en nuestros momentos de sufrimiento, Jesús sí lo hace.

Nuestro dolor nunca está oculto para Dios. Nuestras historias nunca son demasiado enredadas o vergonzosas; nunca son abrumadoras o demasiado difíciles para Él. Incluso cuando nadie a nuestro alrededor entiende nuestras circunstancias, Dios sí comprende.

En nuestras comunidades no todo duelo es respondido con una atención, pero a Dios sí le importa cualquier sufrimiento.

Jesús vino a vendar todas las heridas. Podemos recurrir a Él con valentía, sabiendo que todo lo ve y le importa.

A continuación, algunos versículos para meditar en sus momentos de dolor (NTV):

“El llanto podrá durar toda la noche, pero con la mañana llega la alegría”. (Salmos 30:5)

“El Señor está cerca de los que tienen quebrantado el corazón; él rescata a los de espíritu destrozado”. (Salmos 34:18)

“Tú llevas la cuenta de todas mis angustias y has juntado todas mis lágrimas en tu frasco; has registrado cada una de ellas en tu libro”. (Salmos 56:8)

“Él sana a los de corazón quebrantado y les venda las heridas”. (Salmos 147:3)

“Dios bendice a los que lloran, porque serán consolados”. (Mateo 5:4)

“Pongan todas sus preocupaciones y ansiedades en las manos de Dios, porque él cuida de ustedes”. (1 Pedro 5:7)

 

 

LISA APPELO es una oradora, escritora y enseñante de la Biblia que inspira a las mujeres para que profundicen su fe en medio de la pena y hallen la esperanza en la dificultad. Abogada litigante en el pasado, ahora llena sus días con la crianza de siete hijos, el ministerio, la escritura, sus charlas y correr lo suficiente para justificar todo el chocolate negro que consume. Encuentre aliento para la fe, el dolor y la esperanza en LisaAppelo.com.