Un agente de policía me despertó tratando de convencerme de salir de mi escondite. Los gritos, los vidrios rotos y la violencia habían hecho que me ocultara en un espacio diminuto en la pared de nuestro baño, mi refugio cuando había problemas. Allí se amortiguaba el ruido y podía llorar hasta quedarme dormida.
Rechacé la mano del oficial. Ya esa edad, conocía las reglas. Mi familia tenía un estricto código de silencio, sobre todo con la policía.
Crecí en Tucson, Arizona, siendo la menor de doce hermanos. Todos intentaban disimular ante mí los pormenores del negocio familiar, pero era imposible. La violencia, las fiestas y las transacciones de drogas eran nuestro día a día.
Nuestras existencias estaban llenas de peligros y riesgos. Arrestaron a Papá por transportar drogas y fue a una prisión federal siete años. Me afectó terriblemente su situación. Éramos muy unidos pese a la violencia que a menudo traía a casa.
Su ausencia sumió a la familia en el caos. Con él también se fueron las drogas y el dinero. Ya sin eso de por medio, la mayoría de quienes pensábamos se interesaban en nosotros también desaparecieron. Mamá tuvo que criarnos sola. Hizo lo mejor que pudo dadas las circunstancias, pero estaba perdida sin papá. Él le daba la única estabilidad que conocía, lo cual es irónico porque su relación era muy volátil.
Al salir de prisión, deportaron a papá a México. Para entonces, mis hermanos ya eran mayores y andaban por su cuenta, así que mamá y yo nos cruzamos la frontera para estar con él. Pero al poco tiempo volvieron a pelear. Cuando mamá por fin dijo “basta”, nos mudó de regreso a Tucson.
Entonces mi hermano mayor se suicidó. No sabía qué hacer con mis emociones y los demás no podían ayudarme porque también sufrían. Algunos de mis otros hermanos estaban en prisión en ese momento, lo que se sumó al trauma. El pesar que sentía en el corazón era insoportable.
Crecí viendo a todos los que me rodeaban beber y consumir drogas, sin importar que estuvieran alegres o tristes. Naturalmente, recurrí a esas sustancias para que me ayudaran con mi sufrimiento. También comencé a frecuentar las pandillas de mi vecindario para evadirme del dolor y la disfuncionalidad de mi hogar. La pandilla se convirtió en mi familia.
Me arrestaron por primera vez a los trece años por consumo de marihuana y riñas. A partir de ese momento, mi adolescencia se hace borrosa. Siempre estaba encerrada en un centro de detención juvenil, bajo fianza o en libertad condicional. Estaba detenida cuando me enteré de que estaba embarazada. La emoción de ser mamá me alejó de los problemas por un tiempo.
Gerard, el padre de mi primer hijo, también era mi mejor amigo. Ambos veníamos de hogares rotos y nos dábamos apoyo el uno al otro. Estuvo a mi lado durante mi primer embarazo. Al poco tiempo, también tuvimos una hija.
Intentamos criar a nuestros hijos y formar una familia, pero lo que traíamos de la infancia ejerció mucha tensión en nuestra relación. Nos separamos, pero seguimos siendo grandes amigos. Incluso Gerard trataba a mi tercer hijo como suyo, aunque no lo era.
Una noche, me llamó y me pidió que lo buscara en una fiesta. Era tarde y los niños dormían, por lo que le dije que no podía. Media hora después, su mamá me llamó llorando. Alguien había disparado contra la fiesta desde un vehículo en marcha y habían abatido a tiros a Gerard, que ayudaba a otros a ponerse a salvo.
Antes de llegar al hospital, falleció. Dentro de mi cabeza, una voz gritaba: Tenías que ir a buscarlo. Ahora tus hijos no tienen papá. ¡Todo esto es tu culpa!
El pesar y el remordimiento eran tan grandes que sufrí una profunda depresión. Cada vez que miraba a mis hijos, me recriminaba el que no tuvieran padre. Para suavizar el dolor, comencé a beber en exceso más seguido, tomar pastillas y consumir cualquier droga que llegara a mis manos.
Las agencias de protección infantil intervinieron y tomaron la custodia de mis niños. Los recuperé por un tiempo, pero solo porque logré engañar a todos para que pensaran que estaba desintoxicada. Pero pronto la gente vio más allá de mi máscara. Mi mamá y otros de mis familiares tuvieron que cuidar a mis hijos por mi comportamiento cada vez más autodestructivo.
El golpe final llegó cuando papá murió de un ataque al corazón. Mis seres queridos me vieron derrumbarme. Yo era la única que no podía verlo. En el fondo, culpaba a todo el mundo por la mala mano que me había tocado. Mi vida era como una mala película de terror: los monstruos de la muerte, el dolor y la angustia me atormentaban sin descanso.
Quería encerrarme en algún lugar, como hacía cuando era niña. Así que me arrastré hasta la burbuja de aturdimiento y silencio que daban la heroína y el fentanilo. Sin embargo, ese alivio tenía un alto precio, y solo me di cuenta demasiado tarde de que había caído en la adicción.
Le rogué al Señor muchas veces que me dejara morir; Solo quería librarme de mi sufrimiento. No me dio lo que pedía, afortunadamente.
Cuanto más consumía, más descuidada me volvía. Un día, estando drogada, me arrestaron mientras pasaba drogas a través de la frontera. Fingí estar calmada, pero la patrulla fronteriza no se lo creyó. Y cuando me revisaron, terminó el juego. Llevaba suficientes sustancias para acabar con un pequeño ejército.
Los alguaciles federales me ingresaron en el centro de detención de Florence, Arizona, y me acusaron de contrabando de narcóticos. Me pusieron en aislamiento en la unidad médica, donde comencé la horrible experiencia de la abstinencia tras haber consumido heroína y fentanilo. Me volví un animal salvaje enjaulado, que lloraba, pateaba las puertas y gritaba a los guardias. Arrojé bandejas de comida, maldije e insulté. Era incapaz de controlar mis emociones, la peor de las cuales era la ira.
Cuando llegó el momento de ir a la corte, mi comportamiento hizo que me llevaran en silla de sujeción. Ya frente al juez, yo era una imagen impresionante: un ser humano desnutrido y trastornado, con máscara para que no escupiera y todo. No me liberaron ese día, gracias a Dios. No habría sobrevivido por mucho tiempo.
Después de desintoxicarme y permanecer dos semanas en aislamiento por mi trato hacia los oficiales, finalmente me consideraron lo bastante estable como para estar con la población general de encarcelados. Allí, una agente de detención se me acercó, me preguntó mi nombre y me dijo que veía una luz en mí.
“Sí, claro”, respondí mientras volteaba los ojos. Era poco más que un cadáver; la desintoxicación me tenía demacrada y pálida. ¿Cómo podía ella decir eso? Sin inmutarse, me preguntó si podía orar conmigo. Bueno, ¿por qué no?
Posteriormente, me presentó a un grupo de mujeres que estudiaban la Biblia. Al principio desconfiaba, pero su amor y bondad me convencieron (Juan 13:34). Esas mujeres estaban enloquecidas por un hombre llamado Jesús. Su pasión despertó algo dentro de mí y quise saber más.
Empecé a leer la Biblia, y el Espíritu Santo se puso a obrar en mi corazón. Me aferré a la promesa que encontré en Jeremías 29:11: que Dios tiene un plan de esperanza y futuro para su pueblo. Me preguntaba si ese proyecto era la razón por la que seguía viva.
Ahora al reflexionar, entiendo que Dios me extendía Su mano a través de esa oficial, que me invitó a salir del hoyo que había cavado para mí misma (Salmo 18:16–19). Era sorprendentemente similar a la forma en que el policía me había ofrecido su ayuda cuando era niña.
Tenía que reconocer que Dios estaba obrando. Por lo general, los oficiales de detención no les hablan a los encarcelados acerca de Jesús ni se ofrecen a orar con ellos. Esta mujer se había interesado lo suficiente en mí como para dar un paso adelante y animarme cuando había tocado fondo.
Después de un año en ese centro de detención, el juez me concedió la libertad condicional. Estaba ansiosa por salir de allí, recuperar el tiempo perdido y comenzar a generar dinero. Había olvidado a Jesús y esa amable oficial incluso antes de salir por la puerta.
Busqué ansiosamente el auto de un amigo mientras los guardias me escoltaban hasta la salida. Allí estaba, al otro lado de una patrulla que estaba estacionada. En cuanto salí por la puerta, un policía se acercó, me preguntó mi nombre y me arrestó con una orden por un delito grave.
Cualquiera pensaría que perdí la cabeza y me resistí, pero no lo hice. Más bien me sentí llena de una extraña paz. Había estado a punto de volver a mi antigua vida y lo sabía.
Dios intervino ese día y me salvó de mí misma. Lo sé porque los cargos del arresto habían sido retirados en 2012, mucho tiempo antes. ¿Quién, sino Dios, podía haberlos reactivado? Pasé los siguientes dos años recluida en la cárcel donde pude aprender acerca de Él. La relación superficial que había tenido con el Señor ya no me bastaba.
Llegué a la prisión estatal para mujeres de Perryville, Arizona, el 1 de abril de 2021. El Espíritu Santo se puso a trabajar en mi vida de inmediato. Durante un estudio de la Biblia, me enteré de Alongside Ministries y conocí a algunos de sus voluntarios.
Escuchar a otras privadas de libertad dar testimonio de cómo Jesús y ese programa basado en la fe les habían cambiado la vida movió algo en mi interior. Decidí postularme y el pastor Ken de Alongside vino a entrevistarme. Me hizo preguntas sobre mi vida y mi fe, entre ellas: “Si murieras hoy, ¿crees que irías al cielo?”.
Le dije que no. Había hecho demasiadas cosas malas y lastimado a demasiada gente.
El pastor Ken me explicó que Jesús había muerto en la cruz para que yo pudiera ser perdonada de todas esas cosas (Romanos 8:1). Describió el alto precio que Jesús pagó para liberarme de la culpa y la vergüenza que cargaba. Luego me contó cómo podía pasar la eternidad en el cielo y no en el infierno. La vida y la esperanza para el futuro estaban a mi alcance. Solo tenía que elegirlos.
Después de nuestra entrevista, me aceptaron en el programa y recibí visitas semanales de un mentor hasta que salí de Perryville. Cuanto más aprendía sobre Jesús, más cerca me sentía de Él. Pero confiarle a Dios mi futuro no era fácil.
En un último esfuerzo por controlar mi destino, cambié mi plan de liberación y solicité entrar a un programa no basado en la fe. El plazo de compromiso era más corto y parecía más fácil. Pero la decisión me llenó de ansiedad hasta que, finalmente, me rendí a la voluntad de Dios. Solté las riendas y acepté a Jesús como mi Salvador y Señor de mi vida, y retomé mi proyecto original. Dios restauró mi paz.
Me reconforta saber que el Espíritu Santo estaba en los detalles de mis decisiones de vida. Su paz me guio entonces y lo sigue haciendo ahora (Colosenses 3:15).
Desde el día en que tomé Su mano y lo elegí, nunca he tenido que caminar sola, ni en la cárcel ni en la sociedad libre. Dios ha dirigido cada uno de mis pasos (Proverbios 3:6), y nunca me ha dejado descarriarme.
No solo eso, sino que ha sanado mi corazón, eliminado mi vergüenza, restaurado mis relaciones y resucitado mis sueños. Me alegra mucho haberlo elegido.
Dios dice: “Hoy te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre bendiciones y maldiciones… ¡Ay, si eligieras la vida, para que tú y tus descendientes puedan vivir!” (Deuteronomio 30:19 NTV). Espero que usted lo haga.
Patricia Guzmán González es hija, madre, esposa y tiene nueve nietos. Le gustan la escritura, la lectura y los animales. Su corazón está comprometido con los ministerios de necesidades especiales y recuperación, y mediante ellos, lleva el amor de Jesús a personas vulnerables de todos los campos de la vida.