Si Dios es real, entonces ¿por qué soy como soy? ¿Por qué no detiene las cosas que hago?” Esos eran mis pensamientos cada vez que alguien me hablaba de Dios. Yo había concluido que, si Dios fuera real, ya me hubiera fulminado desde hace tiempo.
Desde mi niñez lo único que había presenciado era maldad. Crecí en las calles de Miami, me integré a una pandilla violenta a los 13 años, y al poco tiempo me convertí en el líder. Me metí en el alcohol, las drogas, violencia y sexo, y a la edad de 15 ya era padre.
En vez de cuidar de mi hijo, nutrí el mal que acechaba dentro de mí. Lo alimentaba diariamente hasta que el monstruo interior creció fuera de control.
Pasé siete años en prisión, donde me uní a una violenta pandilla puertorriqueña de la prisión, la Asociación Ñeta. Mi vida, y el mundo a mi alrededor, reflejaba todo mal imaginable. Cumplí mi condena e inmediatamente volví a las calles vendiendo y traficando heroína y cocaína.
Poco después de mi liberación, conocí a una hermosa mujer que increíblemente vio a un buen hombre escondido dentro de mí. Constantemente me hablaba de Cristo y cómo su amor podría cambiar mi vida. Pero yo no quería escuchar.
Un año más tarde, nos casamos y pronto quedó embarazada. El 5 de agosto del 2005 nació nuestro hijo Justin. Es un día que nunca olvidaremos, pero no por motivos que pudieras imaginarte. Yo llegué al hospital con enormes cantidades de heroína, cocaína y Xanax fluyendo por mis venas y allí mismo, en la sala de maternidad, con mi esposa e hijo recién nacido, sufrí sobredosis.
Los médicos me pusieron en soporte vital y le dijeron a mi esposa que comenzara los arreglos funerarios—pero Dios tenía otro plan. En su inmensa misericordia, me dio una segunda oportunidad de vivir. Sin embargo, ignoré el regalo que me había dado y volví a mi mal camino—hasta que un día, tirado en el suelo de un baño, me encontré quebrantado y necesitado de un salvador.
Yo no creía en Dios ni en este Jesús del que mi esposa hablaba, pero estaba arto de mi vida—las pandillas, las drogas, de todo. Tenía pensamientos suicidas. Lo había intentado todo—NA, AA, médicos, clínicas psiquiátricas, medicamentos, libertad condicional, prisión. Nada me podía cambiar, ni siquiera mi familia. Pero cuando clamé a Dios con un corazón sincero, algo sobrenatural cambió dentro de mí.
¿Alguna vez has visto a una persona desintoxicándose de la heroína y cocaína? Es un infierno.
Pero Cristo me dio las fuerzas para encerrarme en mi casa por cinco días sin medicamentos, sin metadona, sin suboxona—¡a lo brutal! Sufrí insomnio, caminé, sudé, saltaba como un pez en la cama, tuve diarrea, nariz mocosa, vómitos…escuché voces demoníacas. Pero al final lo logré.
Comencé a asistir a la iglesia, pero como intentaba cambiar con mis propias fuerzas, volví a caer en mi adicción. Me drogaba en el baño de la iglesia y luego entraba al santuario para escuchar el sermón. ¡Imagínate la guerra espiritual!
Pero Dios no se dio por vencido conmigo. Me mandó un pastor con un trasfondo similar al mío y encontré esperanza. Si Dios pudo cambiarlo a él, ¿por qué no podría cambiarme a mí? De repente pude ver más allá de los horrores del mundo a la bondad de Dios.
Me aceptaron en un programa de recuperación basado en la fe de 18 meses llamado Youth Challenge of Florida (Desafío Juvenil de la Florida). Fue allí donde mi vida fue transformada a tal grado que, cuando finalicé el programa, me hice miembro del personal. Asistí a un instituto bíblico y obtuve un título de asociado en estudios bíblicos. Ahora, me dedico a ayudarle a otros a experimentar la transformación de la vida en Cristo.
Dios me ha bendecido mucho más de lo que cualquiera merece, sea pecador o sea santo. Es difícil comprender cómo Dios tomó mi vida sin fruto y me dio un propósito. Me ayudó a convertirme en un esposo, padre, amigo e hijo compasivo. Gloria a Dios que ya no causo dolor a la vida de otros, sino esperanza. Yo soy la muestra de que nadie está fuera del alcance de Dios. †