“Tienes una sonrisa tan hermosa, Patricia. ¡Y me encanta tu ropa!”

La gente a menudo comenta sobre mi aspecto exterior. Sin embargo, pasan los años y mi sonrisa y mi estilo impiden que la gente vea quién soy realmente—una persona con heridas, destrozada y temerosa que se esconde tras una fachada bien armada.

El dolor en mi interior era tan profundo, que ya de adulta me cambié legalmente el nombre de Patricia a Solliah. Solliah refleja con más exactitud la historia de mi vida: es el acrónimo de “She Only Looks Like It Ain’t Hurting” (Solo parece que no sufre).

Las personas con un pasado de abuso comprenden. Encontramos maneras creativas de impedir que los demás sepan qué profundo es nuestro dolor. Tapamos nuestras experiencias de vida desagradables con palabras, aspectos, personalidades y hábitos. Logré ocultar los detalles horrorosos de abuso familiar durante décadas. Eso fue hasta 1994, cuando mi hermano ya adulto decidió iniciar demanda civil y penal contra nuestro padre por abusar sexualmente de nosotros cuando éramos niños.

Estaba trabajando en un hospital de Nueva York cuando me llamó para contarme de su plan y me pidió que lo hiciéramos juntos. Horrorizada y aterrada, me negué a participar del juicio. No quería que nadie de nuestro pueblito conociera los secretos sucios de nuestra familia. Solo quería seguir adelante y dejar que el pasado se quedara en el pasado. No me daba cuenta de que jamás podría seguir adelante si no enfrentaba mi pasado.  Luego me dijo que si yo no iniciaba la demanda con él, me haría enviar una citación judicial.

Todo mi mundo se derrumbaba y tuve un ataque agudo de pánico ahí mismo, en el pasillo del hospital. Por suerte, un médico amigo me encontró tendida en el piso y me llevó inmediatamente a ver al director del área de psicología. Durante casi dos horas, hablé sin tapujos sobre los sórdidos detalles de mi vida por primera vez.

Sabía que mi niñez había sido difícil, pero cuando me di cuenta de que este médico

interrumpió nuestra reunión y fue directamente a ver al psiquiatra para procesar los increíbles eventos de mi vida, comprendí mejor la gravedad del abuso que sufrí y mi necesidad de ayuda.

Solamente es por gracia de Dios que no solo sobreviví a mi infancia, sino que además supe controlar mis emociones y no me vengué de los que me habían lastimado.

Esa sesión fue el principio de un proceso de sanación que comenzó en el momento en el que enfrenté mi pasado y reconocí ante una persona en quien confiaba que habían abusado de mí. Este proceso ya lleva 25 años, durante los cuales mi terapeuta me ayudó a entender que el abuso que había sufrido no fue por mi culpa. Entender eso le quitó al abusador el poder que tenía sobre mí. Mi pasado ya no podía continuar doliéndome ni controlándome.

Continué sanando a medida que aprendía cómo procesar los sentimientos dolorosos de los que huía desde hacía tanto tiempo: temor, ansiedad, culpa, enojo y vergüenza. También aprendí a despojarme de hábitos que había adquirido para soportar el dolor. Tuve que aprender a confiar en las personas. Había mantenido la gente a distancia toda la vida, porque entendía que si mi padre, que supuestamente tenía que ser mi protector más feroz, me había lastimado, todo el mundo podía lastimarme también.

Solo confiaba en una persona—en mí misma. Y eso no alcanzaba para tener una relación sana ni con Dios ni con la gente.

También tuve que enfrentar el dolor generado por mis propias elecciones. De adolescente, me había ido de casa para escapar de la situa­ción que afectaba mi vida. Pero estar en la calle significó sufrir más abusos y tener otras malas elecciones que iba a tener que superar.

Por último, también debí sobreponerme a otras experiencias dolorosas de la vida, como tener cáncer de mama a los 17 años y perder a mi maravillosa mamá y varios otros miembros de la familia a consecuencia del cáncer. De hecho, ni uno de mis seres queridos dentro de mi familia vivió más de 50 años, y el temor a esta maldición generacional me persiguió durante años.

Culpaba a Dios por cada cosa terrible de mi vida, especialmente por dejar que mi mamá muriera. En mi enojo, le dije cosas espantosas. Traté de sacarlo de mi vida por completo. Pero cuanto más trataba de sacarlo, más perdida me encontraba. Sin embargo, Dios es fiel y continuó llevándome hacia Él hasta que por fin me di cuenta de que durante todos esos años y durante todo ese dolor, Él no me había abandonado. Nada podía cambiar el hecho de que me amó tanto que envió a su Hijo, Jesús, a morir por mí para salvarme de mi pecado (Juan 3:16).

No, mi vida no era perfecta. Y aún hoy no lo es. Todavía estoy trabajando para cambiar antiguas formas de pensar, hábitos y sentimientos dolorosos ¡y ya tengo 64 años! Es increíble cómo los abusadores pueden cometer crímenes horribles y continuar con sus vidas tranquilamente, mientras que las víctimas son condenadas a una prisión emocional. Realmente siento como si me hubieran dado prisión perpetua, pero con la ayuda de Dios, finalmente he salido en libertad.

Su amor me ha salvado para toda la eternidad, pero también me ha mantenido firme a pesar de las dificultades que he debido enfrentar aquí en la Tierra. Soy testimonio viviente de Romanos 8:35, 37: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia?… No, en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.”

El amor de Dios me ha convertido en la persona victoriosa, no la víctima. Su amor tomó los fragmentos destruidos de mi pasado y los moldeó para conseguir la obra maestra a la que Él llama mi vida.

Pero sepan esto: cuando yo le confié mi vida a Jesús, las dificultades no desaparecieron instan­táneamente. Simplemente tuve más confianza para enfrentarlas porque sabía que ahora ya no estaba sola.

Dios me ayudó a atravesar innumerables momentos en que mi vida estuvo en riesgo. Hay tantos motivos por los que podría estar muerta o tener una enfermedad mental, pero no es así. El amor de Dios y su poderosa mano protectora han estado siempre en mi vida, aun cuando no parecía que así fuera.

Por ejemplo, en 2012 me diagnosticaron cáncer de ovario en etapa 3C. Con mi historial familiar, esto me podría haber puesto de rodillas por el temor, pero no. Cuando mi doctor me dijo que tenía cáncer, me negué a pensar lo que podía significar.

En cambio, me concentré en lo que siempre fue real—la fidelidad de Dios.

Sabía que Él estaría conmigo y que si por algún motivo Él no quería sanarme de este lado del cielo, entonces yo estaría con Él. Así y todo saldría victoriosa, porque esta Tierra no es el lugar al que pertenezco, de todos modos. ¡El cielo es mi hogar! (Ver Hebreos 13:14.)

Así que le entregué mi diagnóstico de cáncer a Dios, les dije a mi doctor y a mi esposo que activen su fe y me enfrenté a lo que debía enfrentarme. Los tratamientos para el cáncer no fueron fáciles, pero Dios me ayudó a ganar cada batalla. Y hoy todavía estoy de pie ¡más libre que nunca!

En esa prueba que debí atravesar, Dios me liberó del temor a los espacios cerrados. Había sufrido de claustrofobia aguda desde la niñez, a causa de que me encerraban en armarios y hasta en el horno, como una forma de tortura sádica. Por mi propia voluntad, no había manera de que me metiera en esos aparatos cerrados de diagnóstico. Pero en lugar de salir corriendo, los enfrenté con Dios. Le conté a Dios sobre mi miedo y le pedí que entrara en esos espacios cerrados conmigo y lo hizo. Dios ideó algo para que yo hiciera lo que no podía hacer sola.

El doctor me había dado pocas esperanzas de sobrevivir a mi diagnóstico, pero Dios obró lo imposible. Me curó. Hoy a los 64 años estoy entera, sana y más segura y convencida que nunca de que no hay nada en esta vida que pueda abatirme, porque Dios está a mi lado. Y si Él está de mi lado ¿quién puede estar en contra de mí? Según Romanos 8:31, absolutamente nadie.

Hoy llevo la cabeza bien en alto. Sonrío todo el tiempo y todavía me visto como una princesa, para ya no ocultar mi dolor y no para desviar la atención. Es para compartir la alegría que tengo dentro de mí. ¡Quiero que la gente sepa que hay esperanza! Con Dios cualquier persona, incluso usted mismo, puede superar lo que pasó y soportar lo que sea que pueda venir (Filipenses 4:13).

Ponga su vida en manos de Dios y tal como lo hizo conmigo, Él transformará su vida de víctima en vida victoriosa. Que mi vida sea prueba de que con Dios, nada—ni nadie—puede mantenerlo oprimido.