Comienza otro día en mi mundo aburrido de cemento y acero. Pasa una paloma volando junto a mi ventana. Miro hacia abajo para verla llegar al piso. La observo mientras busca algo para comer.

Puedo ver toda la calle desde mi lugar privilegiado y miro con curiosidad. Allá por 1989,  cuando era el dueño de un taller de chapa y pintura, podía decirte de qué marca y modelo era cualquier vehículo. Pero eso fue antes de que viniera a la cárcel con una condena larga. Ahora no distingo a ninguno.

Miro por la ventana de mi celda durante horas, observo a la gente que pasa, haciendo sus cosas. Deseo ser parte de ese mundo otra vez; mi corazón tiene tanta tristeza y perturbación. Extraño tantas cosas…me estoy perdiendo la vida.

Espero la llegada de una mujer joven. Todos los días ella y sus dos hijos llegan a la parada del autobús que está en la esquina. Me recuerda a mi hija, aunque quizás sea un poquito más alta. Los niños que caminan con ella parecen ser de la misma edad de mis nietos.

Nunca vi a mis nietos, pero sé sus nombres y tengo unas fotos borrosas de ellos. Todas las noches le pido a Dios que haga algo para que yo pueda ser parte de sus vidas. Todavía no pierdo la esperanza.

Por fin aparece la mujer joven con sus dos niños. Da vuelta la esquina, llevándolos de la mano hasta el banco en el que esperan el autobús. Veo un muchacho que baja a toda la velocidad por la acera en sus patines en línea. Va directo hacia ellos. La mujer está mirando el tráfico y no ve al muchacho en patines. Empiezo a golpear la ventana para advertirle, pero ella no puede oírme. Estoy en el séptimo piso. Me siento tan inútil.

“¡Dios, ayúdalos!” grita mi corazón. La mamá retrocede justo a tiempo. Aprieta con más fuerza las manos de los niños y los tironea para quitarlos del paso del patinador. Han escapado al impacto. “Gracias, Señor,” murmuro.

Se ven cansados. “Ella necesita un auto,” le digo al Señor. El más pequeño camina hasta el borde de la acera y mira, distraído, la calle. La mamá le hace una seña para que se siente a su lado. El niño obedece. Ella pasa los dedos por el cabello negro ensortijado del pequeño y lo abraza fuerte. Avergonzado, él se aparta. Me imagino su sonrisa bonita y su risa dulce. Me duele el alma, por los recuerdos que atesoro de mi hija, siempre sonriente. Una lágrima inesperada rueda por mi mejilla. Me la seco y veo que llega el autobús y se lleva a la joven y a sus hijos.

Esa noche estaba solo en mi celda y leí las palabras de Jesús: “No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí” (Juan 14:1). Me recuerdan que ya sea en la cárcel, en un hospital, una silla de ruedas o en cualquier lugar donde haya sufrimiento, creer en Jesús nos da paz.

Tengo presente que Jesús conoce mis problemas. Ve mi cuerpo cansado. Contiene mis lágrimas. Conoce mis necesidades y las de aquella mujer.  Nuestras necesidades no son nada que su amor y su gracia no puedan manejar.

Su presencia, sus promesas y su palabra son la vida para mí.

Al día siguiente, miro otra vez por la ventana. Llega el autobús, pero la mujer y sus hijos no están en ningún lado. “¿Dónde están, Señor?” me pregunto. Entonces los veo. Se detiene en un hermoso auto rojo, justo en el lugar que había dejado libre el autobús. Los niños están sentados a su lado, con los cinturones de seguridad bien ajustados. Chasquean los dedos y mueven las cabecitas al ritmo de la música que envuelve su mundo. Es una postal hermosa.

Sonrío. No importa que no conozca la marca o el modelo de su auto; sé todo lo que me hace falta saber: Dios es bueno. Se ocupa de todos nosotros. Oye nuestras oraciones y nos da lo que necesitamos. Alabo al Señor desde mi ventana, mientras la mujer se aleja en su auto.