Tenía cinco años cuando me di cuenta de que estaba pasando algo terrible en casa. Me había despertado por el sonido espantoso de cosas que se rompían. Aterrado, llamé a mi mamá.

Pero ella no fue. En cambio, una voz grave y amenazante respondió a mi llanto: “Si no te callas, yo voy a ir para allá”. Incluso a los cinco años sabía lo que significaba eso. Así que hundí mi cara en la almohada y lloré hasta quedarme dormido.

A la mañana entré a la cocina, listo para desayunar. Se me partió el corazón al ver el rostro de mamá. Tenía un ojo negro y morado, la nariz llena de sangre y el labio partido. Inspiré con dificultad. Rápidamente me hizo señas para que me quedara callado y no despertara a papá. Le rodeé la cintura con los brazos, apreté mi carita contra su cadera y lloré.

Mi papá era un alcohólico violento que estiraba el brazo para agarrar la botella, no la Biblia. La bebida y el abuso llegaron a tal punto que mamá nos llevó a mis hermanos y a mí de Illinois a California, para que viviéramos con su hermano y pudiéramos estar seguros. En ese momento tenía diez años.

Más o menos un año después, nos reunió en una habitación y nos dijo: “Murió papá”. Había fallecido en un accidente de auto que protagonizó él solo. Tuve sensaciones muy extrañas. Había querido a mi papá y me sentía muy mal porque había muerto, pero al mismo tiempo sentí alivio, porque le tenía tanto miedo. Y después, sentí tristeza. Jamás, ni una sola vez le oí a mi papá decirme que me quería y ahora que se había ido para siempre, me di cuenta de que eso no sucedería nunca.

La falta de esas palabras me persiguió durante décadas y trataba de encontrar respuesta a la pregunta: ¿Por qué papá nunca me dijo que me quería?

La única respuesta que se me ocurría era que yo debía ser detestable. O sea, si alguien de mi propia sangre no me quería, algo malo debía de tener. Sintiéndome rechazado, compré esa mentira y busqué que me quisieran y aceptaran a cualquier precio.

Volvimos a Illinois y vivimos con mi abuela en un complejo de viviendas con subvención del Estado. Estas viviendas eran un poco mejores que el apartamento de mala muerte en el que habíamos vivido con papá. Éramos tan pobres. A menudo iba a la escuela con hambre y lleno de vergüenza. Me juré que un día viviría de otra manera, que tendría una vida en la que no hubiera pobreza ni rechazo.

Cuando yo tenía 16 años, mi mamá se casó con otro alcohólico y mi familia se volvió cada día más disfuncional. Estaba ansioso por recibirme y forjar mi camino al éxito. Cuando llegó el momento, me sentí eufórico. Era el primero de la familia en terminar la escuela secundaria. No solo eso, sino que finalicé en el tercio superior de mi clase y gané cinco monogramas de reconocimiento por excelencia en las actividades escolares.

En mi graduación, mi padrastro me dio una cerveza y me dijo: “Tómatela. Ya eres hombre”. Ya estaba preparado para ser independiente, así que me la tomé. Lamentablemente, “de tal palo, tal astilla”. Pronto iba a darme cuenta de que tenía la misma adicción a las sustancias que mi papá y mi padrastro.

Al día siguiente de la graduación, mi padrastro me echó de casa. Según él, ya tenía edad suficiente para vivir solo. Me apuré a buscar otros muchachos que estaban en mi situación y con quienes podía alquilar un tráiler. Entre los cuatro, lográbamos llegar a fin de mes.

Saqué un préstamo universitario para asistir a una universidad cerca del parque de casas rodantes. Me fue bien en la facultad…hasta que me dediqué más a fumar marihuana, consumir pastillas y tener viajes con LSD que a mis estudios. Después de dos años, dejé la facultad.

Me encantaba la bebida, así que a los 26 decidí abrir un bar de barrio en mi ciudad natal. Fue un éxito rotundo. Pasé de vivir a macarrones con queso a ganar $1.500 por semana de un día para el otro. Eso fue en 1976. Tener bebidas alcohólicas gratis a mi disposición era un sueño hecho realidad.

El dinero entraba muy rápido y me sentí como en el cielo. Me compré un Cadillac en una concesionaria y después una casa con una piscina construida en el jardín. A los 28 años, estaba haciendo una fortuna.

En un par de años, tuve cinco empresas exitosas. Tenía habilidad para el mundo de los negocios. Pero a pesar de cuánto trabajaba, a pesar de cuánto dinero hacía o de cuántas cosas me compraba, todavía me faltaba algo. Pero no lograba descubrir qué era.

Un día, un gorila que trabajaba para mí me preguntó si quería probar la cocaína. Desesperado por llenar el vacío que tenía en el corazón, la probé. Con la debilidad que tenía por las adicciones, rápidamente adquirí un hábito que me costaba $700 por semana.

Cuando me quejé por lo cara que era la cocaína, mi distribuidor me sugirió que comenzara a vender unos gramos a mis amigos, para poder conseguir mis drogas gratis. Bueno, ¡eso es lo que quería! ¿Alcohol y cocaína gratis? Sí, señor. Sin pensarlo más, comencé a vender drogas.

Vendí mi barcito y algunas de mis empresas más chicas y firmé los papeles con un amigo para abrir un club nocturno de 1.2 millones de dólares con capacidad para 2.000 personas. Estaba lleno todas las noches. Después de eso, abrí un club de racquetbol y gimnasio y le agregué entrenamiento gratis a mi lista de beneficios. Estaba viviendo a lo grande y durante la década siguiente, me codeaba con los peces gordos.

Durante el día, era un empresario respetado y a la noche, un parrandero empedernido. Limusinas, aviones privados, cruceros oceánicos: yo llevaba la fiesta adonde fuera. En mi mente, era el rey de la colina, un hombre que hacía sus propias reglas. Pero en realidad, estaba totalmente descontrolado. El alcohol y las drogas se habían apoderado de mí. Ahora ellos decidían por mí.

Siempre me imaginé que podía parar en cualquier momento, pero estaba equivocado. Cuanto más consumía, más vacío me sentía y más buscaba amor, aceptación, respeto y seguridad por medio de las drogas, el alcohol, el sexo casual y el dinero. Me esforzaba sin resultados; era un círculo vicioso.

Alcohólico funcional y drogadicto, todavía podía manejar mis empresas. Pero todo eso cambió cuando tenía 40 años y unos “amigos” me convencieron de probar crack. Me volví adicto automáticamente y vi cómo mi vida se caía a pedazos.

De pronto, lo único que me importaba era conseguir mi próxima dosis. Fumaba crack todo el día, tres o cuatro días seguidos, sin comer ni dormir. La miseria busca compañía, así que invité a mis amigos íntimos a la fiesta. Como no podían pagar el crack, yo pagaba la cuenta para todos.

Mi hábito se disparó a bastante más de $2.000 por semana. Empecé a vender cocaína por kilo para pagar mi adicción. Inevitablemente perdí todas mis empresas porque quedaba hecho polvo por el uso de crack durante días y días. Y luego perdí la libertad cuando los agentes de la DEA me arrestaron, bajo el cargo de tráfico de drogas. Me leyeron los derechos y me dijeron que pasaría 20 años en una penitenciaría federal. Eso fue el 10 de abril de 1991. Tenía 42 años.

Mientras me dirigía a la penitenciaría del condado, imaginaba que esos seis vehículos negros de la DEA se parecían bastante a un cortejo fúnebre, ya que iban pegados uno contra otro por la carretera. Mi corazón deseaba que así fuera y que yo fuera el muerto. Pero Dios pronto utilizaría esta “muerte” para llevarme a la vida que siempre había deseado.

Ya en la penitenciaría, me ingresaron y tiraron en un pabellón con 16 camas; yo era el preso número 28. Doce de nosotros dormíamos en el piso de la sala de estar. Era una pesadilla. Durante todo el día el televisor estaba al máximo de volumen, la gente golpeaba las cartas sobre la mesa, las bandas rivales se amenazaban y los hombres gritaban y maldecían en el teléfono público. ¡Estaba viviendo en un zoológico!

“Tengo que salir de aquí”, pensaba. “Estoy rodeado de criminales perdedores”. Era tal mi arrogancia al pensar que yo era mejor que esos otros hombres. El Señor pronto me haría saber qué bajo había caído.

Busqué fianza dos veces. Me la negaron las dos veces. El juez consideró que existía el riesgo de que me fugara. No sabía cómo podía sobrevivir en ese caos. Me esforcé por pasar inadvertido y evitar conflictos. Luego, una semana después de que me arrestaran, recibí una carta que cambió mi vida. Al sostenerla en mis manos, sentí algo como una descarga eléctrica que me subía por los brazos y me asusté mucho. Abrí la carta y comencé a leerla.

“Danny, a pesar de lo que has hecho ¡Dios aún te ama!”

¿Qué? ¿Dios me amaba y me aceptaba?

Amor. Aceptación. Era lo que siempre había deseado. De alguna manera, en ese momento sentí que me arrancaban el alma del cuerpo y fui a un lugar de paz, lleno de un amor profundo. Instintivamente supe que estaba en presencia de Dios. Hasta un ateo se habría dado cuenta. La presencia de Dios me sobrecogió y me dio a conocer la profundidad de Su amor por mí, por cada célula de mi cuerpo que Él había entretejido intencionalmente y de manera tan compleja (Salmo 139).

No pensaba en Dios desde que tenía 12 años ¡y ya habían pasado 30! En aquel momento, un hombre había llegado al complejo manejando un ómnibus de la iglesia y me había invitado a mí y a otros a ir a una “renovación”. No tenía idea de qué era una renovación, pero sí pensé que estaría bueno viajar en ese ómnibus. Así que fui.

Allí oí a varios evangelistas apasionados predicar sobre Dios. Disfruté de esa reunión de creyentes tan intensa. Fui a esa iglesia todo el verano y aprendí cosas sobre Dios. Pero cuando comenzó otra vez la escuela y empecé a distinguirme en los estudios y deportes, me olvidé por completo del Señor. Dejé de ir a la iglesia y festejé la atención que mis amigos me brindaban.

Afortunadamente, Dios no se olvidó de mí. Me persiguió incluso hasta dentro de la celda de la penitenciaría, para mostrarme Su amor y la necesidad que yo tenía de Él. Lo hizo por medio de una visión. En mi imaginación, vi en pantalla gigante una presentación de diapositivas. Era la historia de mi vida y…por favor, vaya que era fea.

Una a una, las diapositivas mostraban el gran pecado que había sido mi vida. Quedé destruido. Hasta ese momento, nunca había pensado demasiado en lo que hacía. Simplemente hacía lo que se me ocurría, cuando se me ocurría, con quien se me ocurría. Nunca había pensado que mis actos podían ser pecaminosos o una falta a los ojos de un Dios santo. Iba camino al infierno ¡y ni siquiera lo sabía! La verdad me destrozó el corazón.

A medida que pasaban las diapositivas, me quedé sin palabras, pero pensaba: “Jesús, ¿podrás perdonar mis pecados? ¿Podrás salvarme de esta vida?”. De pronto, desperté de esa visión y supe que algo había cambiado. Ese agujero en el corazón, ese vacío que me había arrastrado por tantos caminos oscuros, por fin se había llenado. Me sentí totalmente amado y en paz.

Desde dentro de mi celda, observé la sala de estar. Todo se veía y me parecía distinto. Ya no vi perdedores; en cambio, vi hombres a los que Dios amaba. Sentí compasión por ellos. Definitivamente era una nueva creación en Jesucristo (2 Corintios 5:17). Hasta se curaron mis adicciones. Lo supe instantáneamente. Corrí a contarles a los demás sobre mi encuentro con el Señor y muchos creyeron en Él.

Estuve entre rejas durante 18 meses mientras esperaba la fecha de mi juicio. En ese período, hubo muchas oportunidades en las que fui testigo de la fidelidad de Dios. De hecho, mientras aguardaba el juicio, estuve en seis cárceles y cinco penitenciarías de condado. Que la policía me arrastrara de una cárcel a otra hacía que mi vida fuera difícil, impredecible y solitaria, pero nada de lo que experimentaba lo tomaba a Dios por sorpresa.

El Señor era mi compañero en todo momento y me demostró que mientras yo estuviera dispuesto y disponible, Él me utilizaría en cada parada en boxes. Me estaba preparando para una vida dedicada al ministerio.

Uno de mis lugares favoritos en que serví al Señor mientras estaba entre rejas fue un hospicio. Reconfortar a hombres olvidados por el mundo en sus últimos días y horas era un enorme privilegio. Experimenté mucho gozo y satisfacción por ser las manos y los pies de Jesús.

Dios también me dio gran consuelo cuando enfrenté la muerte. Tres años después de recibir mi condena, me diagnosticaron la enfermedad de Lou Gehrig. Es una enfermedad que no tiene tratamiento ni cura. El doctor me dijo que me iban a sacar de la cárcel en una bolsa para cadáveres en menos de un año.

Oraba todos los días al Sanador Divino y proclamaba las promesas de Su Palabra. Creía que Dios iba a curarme, aunque había perdido 45 libras de masa muscular y caminaba con una cojera terrible. Confiaba en que con Dios todas las cosas son posibles (Marcos 9:23).

Cada día tenía que tomar la decisión de olvidarme de mi enfermedad terminal y concentrarme en Dios, mi Sanador. Inesperadamente me transfirieron a una celda individual. Allí adopté la costumbre de adorar al Señor con todo mi corazón. Me sentía tan libre cuando disfrutaba de Su presencia, porque donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Corintios 3:17).

Un día, durante un momento de adoración, recibí una revelación de Dios de que estaba curado. Confié en Su Palabra y en nada de tiempo recuperé toda la masa muscular que había perdido y desapareció mi cojera.

Con escepticismo, los médicos me hicieron estudios, pero no pudieron encontrar rastros de esa enfermedad mortal en mi organismo. Era innegable que Dios había pasado su mano por el alambre de púa de la cárcel y me había curado esa enfermedad incurable.

Amigo ¡nada se acaba hasta que Dios dice que se acaba! No sé cuál es su desafío, pero sé esto: Dios es más grande. Entréguele su situación a Dios, eleve sus ojos a Dios, y mire lo que Él puede hacer.

Cuando recibí mi sanación, también recibí la confirmación de que Dios me estaba llamando para ser evangelista. Comencé a responder a ese llamado en la cárcel. El Señor se aseguró de que tuviera muchas oportunidades de dar a conocer sus buenas nuevas de salvación: ¡terminé pasando en total por doce cárceles federales y cinco penitenciarías de condado en ocho estados distintos!

Durante mis últimos seis meses en la cárcel, escribí un libro sobre mi recorrido increíble, que se llama Adicto a una mentira. Da a conocer los muchos milagros que Dios obró en mi vida, como bendecirme con una esposa y permitirme tener un hijo mientras estaba en la cárcel. Va a tener que conseguir el libro para saber más sobre eso.

Quedé en libertad después de 10 años, tras cumplir el total de mi condena. Eso fue hace 20 años. Cinco años después de quedar libre, el Señor me dijo: “Fuiste a la cárcel por hacer el mal; ahora te enviaré nuevamente a la cárcel para hacer el bien. Y esta vez vas a entrar gloriosamente por la puerta principal”.

Acepté contento Su invitación a llevar la Buena Nueva de Jesús a las cárceles otra vez. Hay tantos hombres y mujeres que buscan amor y aceptación. Como yo, nunca han oído de sus seres queridos las palabras “te quiero”. Tengo el privilegio de compartir esas palabras de la carta que recibí en la cárcel y que cambiaron mi vida: que a pesar de lo que había hecho, Dios aún me amaba.

¿Sabe? Esa buena nueva también es para usted.

El amor de Jesucristo está disponible para toda persona que invoque Su nombre (Romanos 10:13).

Si todavía no lo hizo ¿invocaría el nombre de Jesús? ¿Recurrirá a Él para conseguir el perdón y la salvación? ¿Aceptará Su amor y aprobación? Es un regalo totalmente gratis y lo está esperando.

Mientras estaba en la cárcel, una vez el Señor me dijo: “Danny, te has pasado la vida haciendo las cosas a tu manera. ¿Cómo te fue?”. Admití que no me fue bien. Entonces Él me dijo: “Ahora vamos a hacer las cosas a Mi manera”. Estoy tan contento de haberle dejado el timón de mi vida. Su manera nunca me falló.

Ahora bien. Y usted, ¿qué tal? ¿Anda dando tumbos por la vida como yo, buscando amor y aceptación? ¿Gozo y paz? ¿Está intentando ser el dios de su destino? Le pregunto lo que el Señor me preguntó a mí: “¿Cómo le va?”.

Crea lo que le digo. Córrase y déjele el asiento del conductor a Dios. Él no le va a fallar. Confíe en Su amor por usted y en Su plan y luego descanse. Está en Sus manos. No le va a fallar. En Cristo, encontrará todo lo que siempre ha deseado: amor, aceptación, objetivos y felicidad. Recíbalo hoy. Solo tiene que pedir.