Estaba en el extranjero, solo en mi habitación del hotel, cuando me di cuenta de que ya no quería el famoso “sueño americano”. Para mí, se había convertido en una pesadilla.

Tenía todo lo que—según todo el mundo—me iba a hacer feliz: estudios, una carrera exitosa, mucho dinero, autos lujosos, una casa enorme, una esposa hermosa e hijos. Sin embargo, era infeliz. Y cuanto más conseguía, menos satisfecho me sentía. No disfrutaba de mi vida para nada.

Esa noche había salido a beber. Eso me hacía pasar el tiempo en mis viajes al exterior y momentáneamente llenaba el vacío que tenía en el corazón.  Desmayado por la borrachera, me quedé dormido. Pero alrededor de las 4 de la mañana me desperté por las voces que venían del televisor. Estaban dando la noticia de que un alto directivo estadounidense acababa de escaparse de sus secuestradores.

Conocía la situación dramática de este hombre. Una tribu local lo había secuestrado en una zona a la que yo viajaba con frecuencia. A mí, como a otros ejecutivos, me habían advertido del peligro de secuestro extorsivo en ese lugar. Hacía un año que mantenían a este hombre en cautiverio. De hecho, pensábamos que ya estaba muerto.

Le corrían lágrimas por las mejillas cuando contaba sus padecimientos y después habló de cómo había llegado a conocer a Jesús durante el cautiverio. Le dijo al periodista que se iba a casa, a pedirle perdón a su esposa y a sus hijos por la vida que había llevado mientras estaba afuera. Esperaba recuperar la familia.

Su historia me llegó a lo más profundo. Acostado en la cama, pensé “¡Dios mío! ¡Ese soy yo!”. Fue como si estuviera mirándome al espejo. Yo también tenía que pedirle perdón a mi esposa y a mis hijos por la vida que estaba llevando. Yo también tenía que pedirle perdón a Dios.

Había tenido tanta codicia y tan poca consideración con los demás, especialmente con mi familia. Sobrepasado por el dolor, caí al piso, me arrepentí de mi pecado y le entregué mi vida a Jesús. Súbitamente se apoderó de mí un deseo nuevo y profundo de amar a Dios y a mi familia, en vez de a las cosas materiales.

Le había pedido a Jesús que entrara en mi corazón cuando era niño. Me crié en un hogar cristiano con una larga tradición de creyentes devotos. Conocía a Dios y lo amaba de verdad. Pero después, cuando tenía 16 años, me volví rebelde y soberbio. Me alejé del Señor y cambié Sus planes buenos por los míos.

Cometí muchos errores en el camino y mi vida familiar era un caos. Estaba tan obsesionado por hacer dinero que me había olvidado de las necesidades de mi esposa y de mis hijos. No me había ocupado de ellos como Dios pretendía (1 Pedro 3:7).

El objetivo de mi vida era apoderarme de bienes materiales, no amar a mi familia. Pero al final, esas cosas se apoderaron de mí. No sirve de nada ganar el mundo entero si se pierde la vida o las cosas de verdadera importancia como la familia, la salud y principalmente, la relación con el Señor (Marcos 8:36). Estaba decidido a enmendar los errores y a guiar a mi familia por el camino de Dios.

Volví a casa, renuncié a mi trabajo de ritmo vertiginoso y plagado de viajes y me aboqué a recuperar la familia. Me convertí en un devoto ferviente del Señor y empecé a devorar la Biblia y a servir a los demás. Pero mi matrimonio naufragó.

Nos divorciamos y volví a casarme al poco tiempo. Pero no pasó mucho hasta que me di cuenta de que me había adelantado a los deseos de Dios y ese matrimonio terminó tan rápido como había empezado. Y, además, estaba en bancarrota.

Dicen que en retrospectiva todo se ve claro. Ahora sé que, si le hubiera pedido a Dios que me guiara, me hiciera conocer Su voluntad y me diera sabiduría en mis relaciones, me podría haber ahorrado muchísimo dolor (Proverbios 3:5–6; Santiago 1:5). Pero en ese momento no se me ocurrió pedirle ayuda para tomar decisiones. En cambio, seguí mi instinto y mi razonamiento humano.

Esas dos relaciones fracasadas me dejaron destruido y resentido contra las mujeres. Estaba decidido a quedarme solo por el resto de mi vida. Pero un día me habló el Espíritu del Señor: “Ron, esta vida de soltero no es para ti”. Empezó a demostrarme que, si lo seguía, Él iba a darme una esposa piadosa que me llenaría de gozo. Solo necesitaba confiar en Él y esperar lo que Él elegiría para mí. Su momento sería perfecto.

Después de un tiempo dedicado a la oración, ingresé a un sitio de citas en línea. La descripción en mi perfil era directa: “Creo en Jesucristo. Si no es creyente, no se moleste en comunicarse con este perfil”.

Muchas mujeres respondieron, pero no me llevó mucho darme cuenta de que no eran fieles seguidoras de Jesús. La Biblia nos enseña que podemos identificar a los creyentes verdaderos por sus frutos (acciones). Quienes verdaderamente aman a Dios deben demostrar amor, alegría, amabilidad, paciencia, paz, bondad, dominio propio y fidelidad (Gálatas 5:22). No puede haber ambición egoísta ni impureza.

Pero un día me escribió por correo electrónico una mujer llamada Sandra. Estuvimos en contacto durante un tiempo y después decidimos conocernos personalmente en un retiro cristiano. Casualmente, Sandra estaba tan comprometida en su relación con Dios como yo, y tenía los frutos que así lo demostraban.

Sandra amaba al Señor con todo el corazón y sentía la misma pasión que yo por servir a los demás (ver su historia en pág. 16).  Pronto me di cuenta de que Sandra era la que Dios había elegido para mí y nos casamos ante el Señor. Los últimos 17 años han sido toda una aventura, ya que con Sandra buscamos conocer los planes de Dios para nuestra vida. Nos ha utilizado de maneras que jamás habríamos imaginado, especialmente en el sistema carcelario.

Dios nos ha mantenido firmes en nuestro matrimonio. Eclesiastés 4:12 nos enseña que la cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente. Mi experiencia personal me permitió comprobar esta verdad. Hoy, gracias a Dios, mi matrimonio es hermoso, lleno de gozo y fuerte. Créame: las relaciones que se construyen sin el hilo de gracia y amor de Dios tarde o temprano se rompen.

Si está en una relación en este momento, le recomiendo que ponga a Dios en el centro. No es demasiado tarde. Y si desea tener una relación, no se adelante a los planes de Dios. Eso solo le provocará dolor. Espere el regalo de Dios. Va a ser algo bueno y lo va a completar. Mientras tanto, acérquese a Dios y deje que el Dios vivo y amoroso lo cambie.