Crecí asistiendo a una pequeña iglesia metodista en Grifton, Carolina del Norte. Pensaba que era cristiana, pero en realidad no sabía nada de Dios. No entendía el mensaje del Evangelio ni qué tenía que ver conmigo. Por suerte, Dios me abrió los ojos de la fe para que viera que necesitaba una relación personal con Él a través de Su Hijo Jesús.

Ocurrió cuando mi hijo adolescente volvió de un retiro patrocinado por Young Life que duró una semana. Apenas regresó, me di cuenta de había algo diferente en él. Estaba entusiasmado y lleno de gozo. Me sorprendió, porque en esos días mi familia la estaba pasando mal de verdad. El que había sido mi esposo durante 17 años acababa de dejarnos a mis dos adolescentes y a mí y el trauma del divorcio nos estaba afectando profundamente a todos.

Ver ese cambio en él me puso muy contenta. Pero fue recién cuando asistí con mi hijo a una cena de Young Life que entendí el origen de esa transformación. Allí, sobre el escenario, él contó cómo Jesús había tocado su vida. Estaba tan orgullosa de él, pero también un poco avergonzada, porque él no me había comentado sobre esas cosas tan personales antes del evento. Lo que pasó fue que él creyó que yo no entendería nada de esa fe en Jesús que acababa de descubrir.

“Mamá, lo único que te oí decir fue alguna oración de memoria” me dijo. Nunca me había visto tener una relación íntima con Dios. Si eso no es un golpe de realidad…

Empecé a observar a mi hijo. Era obvio que lo que sea que Jesús había hecho en su vida era real, y supe que también necesitaba lo que él había conseguido. Así que decidí empezar a tomarme en serio mi fe.

Me hice de tiempo para pasar momentos a solas con Dios. Leí devocionales y la Biblia como mi hijo. Al principio eran 5 minutos, después 10, después 30, después una hora. Estaba ansiosa por levantarme todas las mañanas para tener mi momento personal con Dios. Su Palabra y Su presencia estaban sanando mi corazón destrozado.

Después fui a un retiro de Camino a Emaús, donde aprendí a llevar una vida que refleje la Palabra de Dios y a ser una fiel seguidora de Cristo. Entendí que estoy llamada a ser como Jesús. Debo servir y amar a los demás en la práctica. Y, además, descubrí que demuestro mi amor a Dios obedeciéndolo (Juan 14:15).

Inicié una búsqueda en la Palabra de Dios para saber qué esperaba Él de mí. Aprendí que Dios quería que fuera humilde, no orgullosa; amable, no descortés; caritativa, no egoísta; compasiva, no rencorosa y generosa, no tacaña. Dios me estaba llamando a ser Su embajadora en esta tierra, a representarlo adondequiera que fuera y en todo lo que hiciera.

Como farmacéutica, siempre había mantenido mi trabajo separado de mi fe. Pero Dios me demostró que incluso como farmacéutica podía reflejar Su amor a las personas de manera sencilla, por ejemplo, siendo paciente, amable y mostrándome dispuesta a ayudar.

No siempre es fácil servir a los demás. No todas las personas son agradables y amables. Ayuda tener presente que cada persona está hecha a imagen de Dios. Él nos ama a todos y nos ha creado y nos dio forma con Sus manos para un propósito específico (Salmo 119:73).

Ver a las personas a través de los ojos de Dios cambió mi manera de interactuar. También me ayudó a recordar que cuando servía a los demás, estaba sirviendo al Señor (Mateo 25:35–40; Colosenses 3:23).

Cualquiera pensaría que servir y obedecer los mandamientos de Dios es una carga, pero no (1 Juan 5:3). Cuanto más servía a los demás con Dios en mi mente, más gozo, paz y propósito encontraba. Eso es porque fuimos creados para servir y glorificar a Dios. Efesios 2:10 dice: “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica” (NVI). Cuando cumplimos los deseos de Dios, somos bendecidos y fortalecidos por hacerlo (Proverbios 11:25).

En 1999 Grifton, mi pueblo natal, fue arrasado por las inundaciones provocadas por el huracán Floyd. Ese momento de crisis me brindó muchas oportunidades para demostrar el amor a Dios, aunque a menudo me pusieron en situaciones incómodas. Pero invariablemente, cada vez que hacía algo desde la obediencia, Dios siempre tenía regalos y tesoros que me esperaban.

Mi amiga Betty se lanzó de cabeza en la respuesta a la crisis, visitando áreas devastadas y buscando personas que estuvieran pasando necesidades. A menudo iba con ella. Un día Betty me pidió que fuera sola a una zona muy distante para ver cómo estaba una señora que se llamaba Rachel. Estaba nerviosa porque había oído decir que esta señora era algo excéntrica, pero opté por confiar en Betty y allí fui.

Jamás me voy a olvidar de ese primer encuentro: Rachel, en comparación con cualquier otra persona, tenía muy poco incluso antes de la inundación. Sin embargo, me habló del Señor todo el tiempo que estuve con ella. Tenía tanta alegría. Cuando me fui, me acompañó afuera y me gritó: “¡Te quiero!”.

Sus palabras me atravesaron el corazón. Ella no tenía idea de cuánto necesitaba oír esas palabras ni cuánto necesitaba que me quisieran. Pero Dios sí, y Él utilizó a Rachel para bendecirme. Hoy, 20 años después, Rachel y yo seguimos siendo grandes compinches. Le agradezco a Dios por su amistad.

Como suele ocurrir después de un desastre natural, llegó el momento en que las operaciones de socorro se dieron por finalizadas en el área. Pero todavía quedaba tanta gente afectada a largo plazo por la inundación. Decidí usar mis dotes administrativas y comencé a abogar por la salud mental y las necesidades sanitarias.

Estoy segura de que la gente estaba cansada de mi “discurso sobre la inundación”, pero estaba tan agobiada por las personas de la comunidad que seguían sufriendo. No podía darles la espalda: necesitaban ayuda. ¿Cómo iba a dejar de servirlos? Dios nos pide que ayudemos a los necesitados. Proverbios 3:27 dice: “No niegues un favor a quien te lo pida si en tu mano está el otorgarlo”. Servir a las víctimas de la inundación era un privilegio.

Años más tarde, Dios me mostró otro lugar en el que podía servir: la cárcel. Esto ocurrió después de conocer a Ron, mi esposo, que estaba muy comprometido con el ministerio Kairos, un programa de servicio comunitario en las cárceles del país. (Vea su historia en la pág. 14s). Su afecto por las personas privadas de la libertad era contagioso y pronto mi corazón también sintió la necesidad de ayudar a aliviar el sufrimiento de los reclusos.

Ron y yo trabajamos activamente en una organización que busca reformar el sistema carcelario llamada NC-CURE, pero en 2020 el fundador de NC-CURE se mudó a otro estado. La organización, a punto de disolverse, me pidió que fuera su directora ejecutiva y le ofreció a Ron la presidencia de la junta directiva.

Habíamos pensado que estábamos listos para jubilarnos, pero ese no era el plan que Dios tenía para nosotros. (Ahora que lo pienso, no encontré el monto de la jubilación por servir al Señor en toda la Biblia). Aceptamos los puestos.

No es tarea fácil hacer que la gente se sume para ayudar a quienes están en la cárcel. No es algo común. ¿Pero desde cuándo Dios nos llama a hacer cosas comunes? ¿O cómodas? ¿O fáciles, si vamos al caso? No lo hace.

Pero lo que sí hace es llamarnos para estar en lugares y con personas que nos cambiarán para mejor y para siempre. Cuando hacemos el bien, buscamos justicia y defendemos a los oprimidos (Isaías 1:17), Dios nos bendice de maneras inimaginables (Efesios 3:20).

Si nunca ha experimentado el gozo de servir a los demás, pídale a Dios que le abra los ojos a las oportunidades. Que su corazón esté dispuesto a servir. Entonces, por amor a Dios y a Su gente, aproveche esas oportunidades. Le prometo que nunca se va a arrepentir.