Durante años, viví para la trinidad humana: primero yo, después yo y por último, yo.

Hacía lo correcto, según mi opinión, y juzgaba todo según de qué manera pudiera beneficiarme o en quién pudiera influir. No entendía en absoluto la verdad objetiva, ni me importaba qué pensaría Dios de mis actos.

Me regodeaba en el poder y en ser el centro de atención. Ser una persona con carisma era una ventaja, ya que la gente caía en mis garras manipuladoras, especialmente las mujeres. Eran objetos que usaba para mi conveniencia y luego los descartaba.

No siempre fui así. Mi mamá dice que me volví egocéntrico y temerario allá por mi último año de facultad. Veía al mundo y a las personas como posibles conquistas.

Mamá trató de persuadirme y hablarme de Dios. Hacía poco que se había volcado a la fe en Jesucristo por el testimonio de una médium espiritual que se había convertido al cristianismo.

Fue un cambio enorme para mi mamá. Durante años, había canalizado espíritus demoníacos, tratando de ayudar a la gente a encontrar respuestas. Había empezado a dar sus primeros pasos en la brujería cuando nuestra familia vivía en Cuba. (Después huimos a los Estados Unidos para escapar del régimen de Fidel Castro). A menudo ayudaba a mamá durante sus sesiones de canalización y había visto cómo la atravesaban espíritus demoníacos. Ella pensaba que estaba haciendo algo bueno y hasta creía que con eso se estaba acercando a Dios. Estaba tan equivocada.

Pero entonces, una médium del centro espiritual que frecuentaba mamá se convirtió en creyente de Jesucristo. Ella y otra señora le contaron a mamá de la fe que acababan de descubrir. “¡Conocimos al Señor, Jesucristo!” le dijeron. “Ya no tienes que volver a ese centro”. Poco después, mamá iba a la iglesia con las amigas, donde escuchaba las verdades del Evangelio. Aceptó el gran regalo de salvación de Dios inmediatamente.

A partir de ese día, mamá fue una persona nueva. Tenía paz y hambre de la Palabra de Dios. Empezó a abrir las puertas de nuestra casa para hablar de Cristo con otras personas. “Jesús me encontró cuando estaba tan perdida en el pecado” decía “porque Él es el que nos está buscando”.

No quería tener nada que ver con la fe de mamá. ¡Pensaba que estaba loca! Si había un Dios, pensaba, ese era yo. Iba a los servicios que organizaba en casa, pero solo para conocer a una hermosa morena.

Se llamaba Cecilia, y había decidido que quería estar con ella. Impulsado por mi naturaleza impulsiva y la necesidad de gratificación inmediata, se me ocurrió un plan para conseguir a esa belleza. Me iba a casar con ella. Solo me faltaba un semestre para graduarme, pero ya estaba ganando mucho dinero como productor de seguros y manejaba un Mercedes Benz 380SL. Pensé que era mejor casarme que tener un título universitario y dejé los estudios.

Tenía 22 años y era la persona más arrogante del mundo.

Mi fidelidad duró más o menos tanto como nuestra luna de miel. No tenía idea de lo que significaba el compromiso en el matrimonio. Fui un marido horrible y le hice pasar un infierno a Cecilia. El invierno siguiente nació nuestro hijo Manny. Aunque no sabía nada de la paternidad, estaba orgulloso de tener un hijo.

Mi habilidad para interactuar en las redes dio sus frutos y al poco tiempo estaba haciendo más dinero del que podía gastar. Pero nada de lo que el mundo tenía para ofrecer—ni siquiera un cupé Lincoln Town, un Audi 5000 y un Cadillac Seville—me alcanzaba. Siempre quería más.

Pronto surgió una oportunidad de negocios en Coral Gables, Florida, que significó un nuevo logro y una gran excusa para escapar de las lecciones de moralidad que pretendía darme mi madre. Me mudé con la familia y continué haciendo lo mío en Miami. Al poco tiempo, mi pecado y mi orgullo me metieron en problemas.

El novio de mi hermana se puso en contacto conmigo para ofrecerme un negocio que parecía fácil. Lo único que tenía que hacer era cobrar unos cheques falsos. No me importó que el dinero fuera de otra persona.

Con mis contactos en Miami, podía llevar a cabo la estafa fácilmente. Un amigo que trabajaba en un banco me ayudó a abrir una cuenta corriente con un nombre falso. Deposité los cheques, esperé a que se acreditaran, vacié la cuenta y la cerré. Conseguí cincuenta mil dólares por un par de horas de trabajo. Nada mal.

Pero al mes siguiente, vinieron a buscarme a la oficina agentes del FBI. Mi “amigo” me había delatado y estaba enfrentando una posible condena a 55 años de cárcel. Era mi palabra contra la suya y al principio pensé que podía salir de esa situación hablando. Después de todo, era un maestro de la manipulación. Pero mis huellas dactilares estaban en los cheques. No había que ser un genio para saber quién decía la verdad.

Si me encontraba el FBI era hombre muerto, así que activé el “modo supervivencia” y retiré todo el efectivo que pude. Le dije a Cecilia: “Empaca nuestras cosas. Nos vamos de vacaciones”.

Pobre Cecilia. Estaba embarazada de siete meses de nuestro segundo hijo y criando a nuestro hijo de cuatro años. Sin embargo, hizo lo que le pedí y nos fuimos a Puerto Rico esa misma noche.

Como Puerto Rico es territorio de Estados Unidos, no podíamos quedarnos mucho o corría el riesgo de que me arrestaran. Teníamos que irnos. Necesitábamos pasaportes para poder seguir, pero con mis contactos, conseguirlos no iba a ser un problema. Le dije la verdad a Cecilia mientras estábamos allí. Se puso furiosa.

Después de unos pocos días en Puerto Rico, volamos a La República Dominicana y luego a Bogotá y después a Medellín (Colombia). No tenía ningún plan y no estaba pensando con claridad. Al final, nos radicamos en Caracas, Venezuela.

Abrí un restaurante, para lo que necesité bastante connivencia deshonesta y dinero. Trabajé mucho y rápido para conseguir inversores y un socio venezolano. En casi nada, era dueño del mejor restaurante cubano del país. Usé el restaurante y su glamour, amén de mis fabulosas dotes de bailarín y mi espesa cabellera oscura, para conseguir mujeres. Los hombres cubanos tenían gran popularidad entre las mujeres venezolanas.

Vivimos en Caracas durante casi dos años. Pero entonces, el FBI le hizo una visita a mi papá. Esa noche él y mi mamá me llamaron. “Manolito” me dijo él. “Ya sé lo que hiciste. Ya sé que te espera una condena a la cárcel. Quiero preguntarte algo. Si me muriera esta noche ¿vendrías a mi entierro?”.

No le contesté. Sabía que la respuesta era “no”. Me quebré y empecé a llorar. Después me habló mi mamá. Me recordó que había pecado contra un Dios santo y me rogó que me arrepintiera de mis pecados—que cambiara.

“Arrepentirse es vivir”, me dijo. “Tienes que confiar en Jesucristo y hacer de Él el Señor y Salvador de tu vida. Él te va a perdonar los pecados, Manny, si se lo pides”.

Mamá empezó a orar por mí por teléfono. “Oh, Dios, salva a mi hijo. Hazle ver lo perdido que está, lo lejos que está de Ti. Va camino al infierno. ¡Él te necesita, Dios! Ayúdalo a ver que no puede escaparse de Ti. Padre, prometiste que lo perdonarías. Oro para que mi hijo te pida perdón y siga a Jesús”.

Estaba sollozando cuando el Espíritu Santo reavivó mi espíritu y abrió los ojos de mi corazón para que viera lo que no había podido ver antes: que estaba perdido y que necesitaba desesperadamente un Salvador.

Oré en voz alta, repitiendo las palabras de mi mamá: “Oh, Dios, por favor perdóname por todo lo que hice; he pecado contra Ti. Siento culpa y vergüenza y ya no quiero seguir escapando. Señor, sálvame. Entra en mi corazón y cámbiame la vida. Dios, necesito Tu ayuda. Dame la valentía para enfrentar lo que hice y enmendarlo. Dame la valentía para enfrentar a mi familia y al mundo y decir la verdad”.

Mi mamá empezó a alabar a Dios y a agradecerle por lo que había hecho. Sentí que Dios me había quitado el peso del mundo entero de mi espalda hasta que mamá me preguntó: “¿Cuándo regresas a Estados Unidos para afrontar las consecuencias? Debes entregarte al FBI y hacer lo que corresponde”.

El mundo se detuvo. Seguro, había orado para tener valentía y enmendar las cosas, ¡pero entregarme al FBI no era lo que tenía en mente! Eso no era parte del trato.

Mamá notó que dudaba y me dijo: “Manolito, Dios promete en Hebreos 13:5 que Él nunca te dejará ni te abandonará. Él no te va a fallar. Invitaste a Jesús para que entre en tu corazón y de ahora en adelante Él va a estar contigo, incluso si tienes que ir a la cárcel”.

Me brotaron lágrimas de los ojos cuando me puse de rodillas para entregarme totalmente al Dios del universo, a Su Hijo y a Su Espíritu Santo. Ahora iba a estar al servicio de otra Trinidad. Ya lo había decidido en mi mente y no iba a dar marcha atrás.

De lo que no me di cuenta en ese momento fue que mi papá se había convertido en cristiano por teléfono junto conmigo. Tal como Nicodemo en Juan 3, los dos volvimos a nacer. Papá había notado un cambio innegable en la forma de vida de mamá y esa noche, él también se entregó al único Dios verdadero. A partir de ese día Manolo, mi papá, ha sido un inmenso hombre de Dios.

Dios respondió a mi oración y Su Espíritu Santo me dio el valor para volver a Nueva York con mi familia y asumir la responsabilidad por los delitos que había cometido. Me estaban esperando agentes del FBI cuando bajé del avión en el Aeropuerto Internacional Kennedy y me arrestaron.

Me llevaron a una oficina regional en Newark, New Jersey, donde otros agentes del FBI me ingresaron al sistema, me tomaron las huellas dactilares y me confiscaron el pasaporte americano. Después, me dejaron en libertad bajo fianza.

Como me declaré culpable, no hubo juicio. Insólitamente, el juez solo me condenó a tres años en la Cárcel Federal Allenwood de Montgomery, Pensilvania. La increíble gracia de Dios brillaba en todo su esplendor. Y pronto habría más.

Normalmente, la encarcelación comienza inmediatamente después de leída la sentencia, pero yo no fui directo a la cárcel. El juez me permitió ir a casa por otros tres meses y luego presentarme en la cárcel por mis propios medios, sin que me llevara la policía. Atesoré ese tiempo con mi familia y agradecí la oportunidad de poder poner mis cosas en orden.

Cuando llegó el momento, mi familia fue conmigo a la cárcel en el auto. Después de tomar mis datos, un oficial del correccional vino a llevarme. Derramé muchas lágrimas mientras abrazaba a Cecilia, a mis padres y a mis hijos para despedirme. Dejarlos era muy difícil, ya que mi futuro parecía tan incierto. Dejamos todo en manos de Dios.

Me puse el uniforme de presidiario y después volvieron a tomarme las huellas dactilares y me ingresaron. Mi tarjeta de identificación proclamaba que era el preso N.°07592-050. La palabra “humillante” no alcanza para empezar a describir la experiencia. Los pantalones y las botas no eran de mi talle y las dos primeras semanas, no tuve almohada. Me dieron una cama de arriba en un dormitorio con otros 74 hombres. ¡Vaya cambio en mi estilo de vida! Pero Dios me fue fiel.

Antes de ir a la cárcel, jamás en mi vida había limpiado una habitación; ni siquiera me había hecho la cama, así que la primera tarea que me asignaron fue un despertar brutal. Tenía que limpiar los baños. Yo no sabía limpiar un baño, pero me había movido en las altas esferas de la sociedad, así que sabía el aspecto que tenía. Y puse mis expectativas con eso en mente.

Colosenses 3:23 dice que todo lo que hagamos, lo tenemos que hacer para Dios. Me parecía que, como cristiano, mis acciones debían reflejar mi amor a Dios. Él merecía todos mis esfuerzos. Yo era Su embajador y quería ser un buen reflejo de Él en todas partes y en todo aspecto.

Pronto aprendí la ética del trabajo y pautas como “llegar a todos los rincones”. La limpieza superficial no alcanzaba; quería que esos baños se vieran limpios del techo al piso, tal como quería que mi vida fuera pura a los ojos de Dios.

Pero no fallaba nunca: apenas terminaba de limpiar, entraba alguno y lo arruinaba todo. De todos modos, limpiaba lo mejor que podía durante ocho horas por día y lo hacía para gloria de Dios. Él había previsto esta tarea para hacerme humilde. Lo que no sabía es que Dios me estaba preparando para el ministerio de “ensuciarme”. Estaba por llamarme a un ministerio que me haría estar en contacto estrecho con personas que el resto del mundo no quiere tocar.

Sabía que mi salvación era real porque esta tarea desagradable no me llevaba a quejarme, ni siquiera en lo más profundo del corazón. Solo el Espíritu Santo pudo haber provocado esa transformación.

Aparte de Jesús, no tenía nada para ofrecer. Dios era el único que podía cambiar mi vida; mi tarea era aceptar, entregarme y dejar que Dios hiciera lo suyo. A veces fracasaba estrepitosamente porque mi naturaleza humana, obstinada y pecadora se resistía a los cambios. Pero Dios, en Su enorme misericordia, siempre me perdonaba y me ayudaba a mejorar (Efesios 2:4–5; 1 Juan 1:9).

Me estaba convirtiendo en alguien nuevo y sabía que no quería volver a ser la persona que había sido. Esa persona no me gustaba, así que apunté a acercarme a Jesús. Solo Él podía ayudarme a desarrollar las características de una persona piadosa y tener una vida fructífera (Juan 15:1–5). Todavía no conocía muy bien a Dios, pero sabía que era real y esa autenticidad me atrajo como un imán.

Varios presos piadosos y yo empezamos a tener sesiones de oración todos los días para que otros presos conozcan a Dios. Poco después, Dios trajo un nuevo capellán a nuestra cárcel. Trabajamos juntos para organizar el cuerpo de la iglesia y la iglesia empezó a crecer.

Con el capellán Cordero planificamos un seminario matrimonial para un fin de semana, patrocinado por Prison Fellowship. Todos estábamos entusiasmados por tener un encuentro distinto con Dios junto a nuestras esposas. ¡Qué oportunidad soñada! Cuando llegó el momento, el capellán y yo estábamos en la puerta, dando la bienvenida a las esposas. Estaba tan emocionado…pero me preocupé porque Cecilia no llegaba.

Llamé por teléfono a mi suegra y me enteré de que Cecilia había dejado Nueva Jersey y se había ido con nuestros hijos a Miami. Fue un balde de agua fría en la cabeza. A las pocas semanas, recibí los papeles del divorcio.

No culpo a Cecilia por el fin de nuestro matrimonio; me culpo a mí mismo. Las consecuencias de mis actos hicieron que la vida fuera difícil para ella y nuestros hijos. Afortunadamente, el Señor me ha ayudado a aprender de mis errores para poder ser mejor esposo y padre en el futuro.

Fui a una cena de Prison Fellowship Ministries (PFM) con otros cinco reclusos durante mi último año en la cárcel. Billy Graham era el orador principal. Por providencia de Dios, estuve sentado al lado de un integrante del comité ejecutivo de PFM. Me preguntó sobre mis planes para cuando quedara en libertad.

“Señor, confío en que voy a entrar en la Universidad Bíblica Wheaton. Acabo de solicitar una beca” le contesté. Dije “confío” porque la fecha de admisión a la universidad era en agosto de 1988, y yo quedaría en libertad recién en enero de 1989. Confiaba en que Dios haría algo para que me liberaran antes, si Él quería que fuera allí.

Cuando conversábamos, me di cuenta de que a este hombre realmente le entusiasmaba mi intención de ir a Wheaton. Después se presentó. “Manny”, me dijo, “me llamo Kenneth Wessner. Soy el presidente de la junta directiva de la Universidad Wheaton”. ¡Me quedé con la boca abierta! Claramente Dios me había preparado este encuentro.

El Dr. Wessner se jugó por mí y abogó por mi causa. Si eso no es amor piadoso…ese hombre ni siquiera me conocía. Dios se había ocupado de cada detalle y comencé a estudiar en la Universidad Wheaton con una beca Charles W. Colson.

Estudié mucho para conseguir mi licenciatura en estudios bíblicos. Después hice el posgrado para tener un doctorado en estudios teológicos. Mientras estaba allí, con la colaboración de varias personas, desarrollé el concepto de la Casa Koinonia, un hogar familiar donde pudieran vivir los presos tras su liberación, tener una vida familiar sana y recibir ayuda para reintegrarse a la sociedad. El Dr. Wessner me ayudó a desarrollar la Casa Koinonia, y abrimos las puertas a los presidiarios a fines de 1991.

No mucho después, el Señor me bendijo con un regalo hermoso: mi esposa Barbara. Nos conocimos mientras hacía una pasantía en Israel como alumno de la Universidad Wheaton. Ella acababa de llegar y estaba a cargo de un grupo de alumnos de la Universidad Bíblica de Filadelfia. También estudiaba para obtener un doctorado en geografía bíblica. Nos conocimos en el Monte Sion de Jerusalén en el que casualmente era mi último día de libertad condicional. (Había recibido un permiso especial para viajar).

Me sentí atraído por Barbara de inmediato, pero ambos sabíamos que debíamos ser cautos antes de empezar una relación. Queríamos tomar una decisión con la guía de Dios, no la aprobación humana. Ambos buscamos consejos sabios y Dios trabajó a través de Su gente para reafirmar la guía del Espíritu Santo.

Después de mucha oración y meditación, Barbara y yo sentimos que estábamos preparados para casarnos. Desde hace 32 años servimos al Señor en nuestro ministerio carcelario nacional Koinonia House Ministries, y compartimos el evangelio de Jesucristo en todo el mundo. Ella no es solo mi esposa, sino mi mejor amiga y compañera en el ministerio.

Barbara también ha sido fundamental para recuperar la relación con mis hijos Manny y Cesia. Hoy tenemos una relación sana. No solo eso, sino que Dios nos bendijo a Barbara y a mí con dos hijos, Howard and Kenneth, y hasta trajo a mi hija Sasha—fruto de otra relación—a mi vida. La gracia y el amor de Dios han restaurado mi vida mucho más de lo que podría haber imaginado (Efesios 3:20). Hoy soy el orgulloso abuelo de siete nietos y hasta tengo un bisnieto.

Estoy tan contento de que Dios me haya hecho preso de Su amor y me pusiera frente a Su verdad hace años. Su bondad me persiguió y me llevó al arrepentimiento (Romanos 2:4). Gracias a Él, tengo esperanza (Efesios 2:12–13). Dios me dio nueva vida después de la muerte y me hizo una creación nueva (2 Corintios 5:17). He vuelto a nacer en Su familia. ¡Aleluya!

Mi sabia madre una vez me dijo que “arrepentirse es vivir”. Hoy le digo lo mismo.

¿Está preparado para vivir? ¿Para dejar de escapar y encontrar el descanso? Entonces deje de servir a la trinidad de sí mismo y viva para Dios. Entréguele su corazón y su mente y confíe en Su amor por usted. Dios nunca lo va a dejar ni a abandonar. Es hora de que se arrepienta para poder vivir.

Ore conmigo: “Dios, perdóname por pecar contra Ti. Siento culpa y vergüenza. Ya no quiero seguir escapando. Señor, sálvame. Entra en mi corazón y cámbiame la vida. Necesito Tu ayuda. Dame la valentía para enfrentar lo que hice y enmendarlo. Dame la fortaleza para enfrentar a mi familia y al mundo con Tu verdad. Amén”.