Dios siempre abre el camino
La historia de Nate Carreras

Buena parte de la población carcelaria está compuesta por hijos que crecieron sin padre. Lo sé porque a mí me pasó. Asumo la responsabilidad total de mis decisiones de vida, pero debo admitir que mi infancia fue un factor crucial para que mi vida fuera lo que fue.
Crecer sin papá fue la fórmula para la disfunción y el caos en mi corazón y mente de niño. Nunca conocí a mi padre y como nunca apareció un hombre que ocupara ese puesto, mi niñez no tuvo ningún modelo masculino positivo.
Mi mamá hizo lo que pudo para criarnos a mi hermano y a mí, pero se enfermó. Debilitada por los tratamientos, no podía trabajar ni cuidar a su familia. La situación en el hogar era terrible. No había reglas ni límites y teníamos total libertad para andar en la calle.
Las drogas se adueñaron de mí desde el primer momento. Mi vida se convirtió en una larga sucesión de drogas y delitos y empecé a acumular crímenes a diestra y siniestra. Mi comportamiento estúpido me llevó a cosechar lo que cosechan los necios (Gálatas 6:7). Iba a enfrentar muchas consecuencias.
Mi vida se volvió una locura y yo deseaba liberarme del caos. La vida tenía que ser algo más que lo que estaba experimentando. Parte de mí quería ser la persona que Dios me había creado para que fuera. Pero ¿cómo? Lo único que sabía hacer era orar. Tenía 29 años cuando clamé a Dios, diciéndole: “Señor, oblígame a aceptar Tu voluntad”. No le llevó mucho responderme.
Un par de días después, me obligaron a volver a la cárcel del condado. Lo inexplicable fue que yo era inocente de los cargos que me pusieron para arrestarme. ¡Primera vez! Y después, mi esposa me dejó cuando el pastor que nos casó le aconsejó que se divorciara de mí.
Estaba confundido y profundamente ofendido por el consejo del pastor. Yo esperaba que él la animara a respetar su compromiso conmigo como esposa. Me carcomió la ira durante mucho tiempo, hasta que sentí que no podía más.
En esa situación de desolación total, reconocí por fin que necesitaba a Dios. Ya no me quedaba nada cuando Dios golpeó a la puerta de mi corazón. Créame que estaba listo para abrirla y recibir todo lo que Él tenía para ofrecerme.
A mi hermano y a mí nos habían llevado juntos a la cárcel, pero nos pusieron en unidades distintas. Se nos ocurrió la idea de encontrarnos en el servicio de la iglesia un día. Yo quería pasar algo de tiempo con mi hermano, pero Dios tenía otros planes.
Pasó algo muy peculiar en ese servicio. El mensaje era sobre la persona y el poder del Espíritu Santo. El Espíritu de Dios me conmovió de una manera única. No me acerqué al altar ese día, pero sí puse mi fe en Jesucristo para mi salvación (Juan 3:16).
Algunas personas hablan de encuentros milagrosos con Dios y sus historias son tan fuertes que pueden hacer que otros se cuestionen su propia experiencia de salvación. Mi historia no es impactante, pero sé que ocurrió un milagro en mi corazón.
Dios derramó Su gracia sobre mí ese día. Sobre mí…¡un pecador! Su perdón limpió la vergüenza, la culpa y la condena que arrastraba. De pronto tenía una nueva sensación de propósito, motivación y paz. Era un hijo perdido que había encontrado el camino de regreso a un Padre amoroso que siempre había deseado, pero que jamás había sabido que existía. Y Dios me dio la bienvenida con los brazos abiertos.
A partir de ese día, empecé a vivir libre de adicciones. Dejé atrás el camino destructivo que conocía desde mi niñez. Mi vida entera cambió cuando puse mi fe en Cristo. Ese, para mí, fue el mayor de todos los milagros.
Si bien verdaderamente le había entregado mi vida a Dios, todavía tenía una deuda con la sociedad. Estuve preso en el Correccional de Florida cuatro años más. Pero en vez de dejar que el tiempo de condena me abatiera, decidí que esta vuelta lo iba a aprovechar bien. Me comprometí a convertirme en el hombre que Dios me había diseñado para ser.
Aprendí todo lo que pude sobre Jesús, y asistí a todos los cursos que el Correccional ofrecía para mejorar mi educación. Un día mi compañero de celda me habló de Kory Gordon, un ex convicto que había aparecido en la revista Victorious Living.
Leí su testimonio y en mi corazón supe que un día iba a ejercer el ministerio junto a él. Empecé a escribir ideas y metas en mi diario, pero no tenía idea de lo rápido que algunas se harían realidad.
Asistí al servicio semanal en la capilla de mi unidad los dos años siguientes. Un día, los voluntarios del ministerio carcelario nos dijeron que su iglesia acababa de contratar un pastor nuevo que había estado preso en el Correccional Franklin. Supe inmediatamente que estaban hablando de Kory y sentí la necesidad de acercarme a él.
Con ayuda del Señor, conseguí la dirección de la iglesia donde predicaba. Me comuniqué con él, que me respondió rápidamente. Hubo una conexión piadosa instantáneamente y forjamos una amistad. Mi “seguridad” de que íbamos a trabajar juntos se hizo mayor.
Antes de conocer a Kory había pasado dos años preparándome para salir de la cárcel. Cuando terminé de cumplir mi condena, me pusieron en un programa de transición en Panama City, Florida. Me negué a volver a casa en Tampa Bay. Allí había demasiadas tentaciones conocidas.
Estaba decidido a mantenerme en el camino que Dios quería que siguiera y tomé las decisiones adecuadas. Había mucho en juego: tenía un hijo pequeño que me necesitaba desesperadamente y yo deseaba conseguir su custodia y sacarlo del sistema de adopción temporal. Quería ser un padre piadoso para él, algo que nunca había tenido yo.
Los obstáculos para mi paternidad parecían insuperables. Era un delincuente que había ingresado cuatro veces al Correccional de Florida. Mi historial delictivo podía llenar un libro entero. Era soltero, no tenía dinero, medio de transporte ni hogar. Nunca antes había sido padre y nada probaba que pudiera serlo. Tenía todo en contra. Agradezco que ninguna contra sea demasiado para Dios.
Los jueces ni siquiera iban a pensar en reunirme con mi hijo hasta que hiciera una lista de cursos y consiguiera ciertos certificados. También tenía que someterme a pruebas de drogas aleatoriamente.
Teniendo en cuenta mis circunstancias, no eran tareas fáciles ni baratas. Solo contaba con una bicicleta para movilizarme y tenía que ir bastante lejos para cumplir con los requisitos. Por gracia de Dios, cumplí con cada una de las exigencias del juez. Ahora estaba en Sus manos y aguardé la decisión del juez, orando permanentemente.
En esa época, Kory y su esposa Kasey me invitaron a pasar el fin de semana. Al poco tiempo decidí dar un paso de fe y mudarme más cerca de ellos. No me podía librar de la sensación de que debía ser parte de su vida y su ministerio.
Mudarme fue una decisión difícil. Si las cosas salían mal, los jueces podían considerarme un padre inestable. De ser así, podían negarse a devolverme a mi hijo. A pesar de lo difícil y riesgosa que era esta decisión, sentí que la acompañaba la paz de Dios y cuando me invitaron, me mudé al sofá de los Gordon.
Pusieron a prueba mi fe al máximo, pero la mano de Dios siempre estaba en cada situación. Nunca se le escapó un detalle. En Su generosidad, Él se me adelantaba y me abría el camino.
El Señor empezó a abrirme puertas. En un abrir y cerrar de ojos, tuve mi propio lugar para vivir. El trabajo y el carro que necesitaba también llegaron rápido. Dios puso gente increíble en mi vida que me aceptó con cariño sincero.
Me incorporé a una iglesia y empecé a servir en el ministerio de alimentos. Hasta mis empleadores resultaron ser una bendición en mi vida. Somos todos como una familia. La gracia de Dios superó cada obstáculo que encontré.
Cuando estaba en la cárcel, pensaba mucho en cómo volvería a levantarme. Sabía que iba a empezar de cero y la lista de cosas que necesitaba era abrumadora. Pero nunca tuve un motivo para preocuparme o sentir presión. Dios es un Dios que provee. Él me dio todo, tal como lo prometió (Filipenses 4:19).
Después de meses de orar fervientemente, sudar la gota gorda, múltiples inspecciones en mi casa y pruebas frecuentes de detección de drogas, por fin me otorgaron la custodia de mi hijo. Volvimos a reunirnos hace un año. Es un estudiante excelente y parece estar muy contento. Hemos forjado un vínculo sólido al recorrer juntos este período de transición.
Él no lo sabe, pero estamos creciendo juntos. Estoy aprendiendo esto de ser padre día a día. No siempre es sencillo, pero sé que ser papá es lo que Dios quería que hiciera.
Dios me ha hecho sobrellevar muchas dificultades y nunca me falló. Cuando las cosas se ponen difíciles, me recuerdo a mí mismo de Su fidelidad y sigo apoyándome en Él. Realmente es un hacedor de milagros. Lamento no haberle entregado mi vida mucho antes.
Espero que mi historia lo convenza de la misericordia de Dios. Él es y siempre será un buen Padre para cualquiera que quiera tener una relación con Él (Mateo 7:11).
No se demore en aceptar Su amor. Acérquese hoy mismo a conocer al Señor. Él nunca le va a fallar. Como Su hijo, encontrará la aceptación y el amor que siempre ha deseado.

NATE CARRERAS fue esclavo de las drogas y el delito en una época, pero ha quedado en libertad, gracias a Cristo. Como Director de Desarrollo del ministerio Damascus Road, él usa su testimonio y su pasión por Jesús para llevar esperanza a las personas devastadas, a los sometidos y a los encarcelados.