Hay momentos que se quedan grabados en la memoria para siempre, como el nacimiento de un hijo o cuando lo llevamos a casa. Todavía puedo recordar claramente el enterito que le puse a Brett, mi hijo menor, cuando salimos del hospital para llevarlo a casa—un “osito”. Me encantaba acurrucarlo en mis brazos en esa ropita suave. Esa clase de recuerdo no tiene precio.

Pero también están los recuerdos que desearía poder olvidar, como el día que me enteré de que ese mismo hijo iba a la cárcel. Esa llamada telefónica que cambiaría mi vida se produjo cuatro días antes de Navidad en 2015. Recuerdo cada detalle.

Estaba por salir para hacer unas compras de último momento cuando sonó mi teléfono. No iba a contestar, pero vi que me llamaba Brett. Hacía meses que no hablábamos y nuestra última conversación había terminado en discusión. Por desgracia, era normal entre nosotros.

Pero esta llamada iba a ser distinta. Al responder, oí gemidos inmediatamente del otro lado. Era un llanto que venía de un lugar de miedo y pánico total.

Mi hijo trató de recuperar el aliento para contarme que tenía una orden de arresto. Estaba yendo a entregarse a la policía.

Créame: ningún padre está preparado para esa conversación.

Como mamá, busqué como loca las palabras adecuadas para tranquilizarlo, para asegurarle de que todo saldría bien. Pero lo único que pude hacer fue llorar con él y decirle “te quiero”. Estaba sola y aterrada cuando colgué el teléfono.

Los días y semanas que siguieron son una nebulosa. Mi corazón de madre trataba de resignarse a aceptar términos como “vigilancia suicida” y “sin fianza”. Me estaba ahogando en una mezcla abrumadora de sentimientos: miedo, tristeza, vergüenza, culpa y desolación. Derramé las lágrimas de toda una vida.

Me senté sola en mi lugar especial y recorrí mi Biblia, buscando con desesperación la manera de escapar de mi tristeza. En ese momento no entendía la profundidad del amor de Dios por mí y por mi hijo; en ese momento estaba aterrada.

Un día, mientras le rogaba a Dios que me librara del dolor, Él me guió a la historia de Pablo y su “espina en la carne” (2 Corintios 12:7–9). Como yo, Pablo le había rogado al Señor que lo librara del dolor en su vida. Pero el Señor le respondió: “Mi gracia es todo lo que necesitas; mi poder actúa mejor en la debilidad” (NTV).

No podía salir de ese versículo. Lo leía otra vez. Y otra vez. Cada vez, algo distinto me saltaba a la vista.

Su poder actúa mejor en mi debilidad”.

“Su poder actúa mejor en mi debilidad”.

“Su poder actúa mejor en mi debilidad”.

Dios me iluminó el corazón y la mente mientras meditaba sobre este versículo y me di cuenta del contraste entre mi debilidad y el poder de Dios. Estar debilitada me permitió experimentar la amplitud del poder de Dios. Me hizo ver el poder de Dios en acción y me di cuenta que la adversidad no era mi enemiga. No era por lo que debía orar inmediatamente para librarme de ella.

Pero no me gustaba sentirme desolada ni débil. Siempre fui una persona que está al control, tan confiada en mí misma como se puede ser. Y sin embargo…nunca parecía lograr el resultado que deseaba. Honestamente, a menudo empeoraba las cosas. Y eso me llevó a sentir pena por mí misma y amargura.

Era un vivo ejemplo de la Palabra de Dios en Jeremías 17:5: “Malditos son los que ponen su confianza en simples seres humanos, que se apoyan en la fuerza humana y apartan el corazón del Señor” (NTV).

El Señor me enseñó que confiar en mí misma me había impedido tener una relación personal profunda con Él. Espiritualmente, era una cristiana vacía que creía que tenía todo bajo control.

La detención de mi hijo fue una situación sobre la que no tenía control alguno. Mi hijo estaba enfrentando una condena importante y por más que hiciera o confiara en mí misma, nada podía cambiar las consecuencias. Por primera vez en mi vida necesitaba a Dios desesperadamente. Sin Su intervención y ayuda, me habría ahogado en un mar de problemas.

Y fue ahí cuando empecé a detectar la presencia de Dios en mi vida. Todo el tiempo me animaba y me preguntaba: “¿Confías en Mí?”.

Me gustaría poder decir que me rendí y le dije que sí inmediatamente, pero no fue fácil. Después de todo, se trataba de mi hijo. ¿Cómo podía confiar en que otro se ocupara y lo amara más que yo?

Batallé con Dios durante meses, hasta que mi hermano me envió copia de un artículo sobre una madre desesperada y su hijo pródigo.

Esa mujer hablaba sobre un sueño en el que decía una oración por su hijo, lo tocaba con la sangre de Jesús y luego le preguntaba a Dios: “Y ahora ¿qué?”. Dios le dijo que le dejara a su hijo. Luego ella contaba que puso a su hijo a los pies de la cruz y confió en el amor de Dios.

Para cuando terminé de leer el artículo, estaba llorando con lágrimas de gozo y alivio mientras Dios le hablaba a mi corazón. Me invitó a dejarle a mi hijo a Él y a que confiara en Su amor. No, yo no podía estar con Brett. No podía ayudarlo.

Pero Dios sí, y lo iba a hacer.

Ese día puse a mi hijo en los brazos amorosos de mi Padre celestial. Encontré alivio de inmediato cuando Él me quitó esa carga pesada de los hombros.

Después, oré con más confianza. Empecé a acercarme sin vergüenza al trono de gracia de Dios para pedirle la ayuda que necesitaba (Hebreos 4:16). Le pedí a Dios que enviara al Espíritu Santo para consolar y dar fuerzas a mi hijo (Juan 14:16) y que pusiera cristianos en su camino para guiarlo y compartir con él el amor de Jesús. El Espíritu de Dios también me

dio consuelo a mí. Ya hacía unos años que Brett estaba cumpliendo su condena cuando me enteré de un ministerio carcelario llamado Kairos. Fui a una reunión de orientación para un grupo de voluntarios de la ciudad que organizaban fines de semana en una cárcel de mujeres, con la intención de formar una comunidad cristiana allí.

Me sentí atraída al ministerio cuando oí historias de cómo se estaban transformando vidas. Dios me había guiado a ese lugar y me había preparado para ese momento.

Recordé cuando le pedí a Dios que pusiera creyentes en el camino de Brett en la cárcel. Ahora el Señor me estaba llamando para entrar en el camino del hijo preso de otra persona y ser ejemplo vivo del amor de Cristo.

Esos fines de semana con Kairos fueron una bendición para mí. ¡Me sentía tan a gusto! Había cerrado el círculo, desde que me lamentaba por ser la persona maldita en Jeremías 17:5 a ser testimonio viviente de Romanos 8:28. Por amar al Señor y poner en práctica Sus propósitos, Él se estaba ocupando del desafío más grande que enfrenté en mi vida, para mi bien y el de los demás.

La mayor bendición de este proceso fue reconciliarme con mi hijo y crecer juntos en la fe. Honestamente, es más que una bendición. Es un milagro.

Antes de que Brett fuera a la cárcel, nuestra relación había estado marcada por conflictos y separación. Cada año que pasaba, lo perdía un poco más. El hilo que nos unía se me estaba deshaciendo entre los dedos sin pausa. Pero había estado orando para que Dios salvara a mi hijo, y Él oyó mis plegarias (1 Tesalonicenses 5:16–18).

Que Brett quiera hablar o no de su historia es cosa suya, pero él no tendría problema en decirle que iba camino de la destrucción hasta que Cristo intervino. El Señor hizo un trabajo monumental en su vida. Desde ya, su transformación no ocurrió de la noche a la mañana; no le pasa a nadie. Pero Dios nunca se dio por vencido con él, y yo tampoco.

En 2019 asistí a un “día de la familia” en la cárcel, donde mi hijo dio su testimonio. Cuando estaba terminando, volteó hacia mí y me agradeció por no darme por vencida con él. Pidió perdón por el dolor que había causado y luego habló de la base de fe que yo le había inculcado. No puedo explicar el gozo que sentí ese día.

Nunca pensé que diría esto, pero estoy agradecida por la encarcelación de mi hijo. Ambos necesitábamos llegar a esa situación límite para ver que Jesús había estado sentado a nuestro lado todo el tiempo.

Jesús es el Único que podía liberarnos de las garras del enemigo. Solo Él podía mostrarnos el camino de la restauración y amarnos lo suficiente como para perdonar nuestros errores del pasado. Y luego nos enseñó a perdonarnos a nosotros mismos y el uno al otro, para poder amarnos como Él nos ama.

No voy a mentir: Brett y yo todavía tenemos días complicados. Ha sido un proceso largo y difícil, con muchos desafíos. En estos siete años, estuvo en siete cárceles distintas y cada traslado lo alejaba más de casa. Sobrevivimos a la pandemia, que impidió que nos viéramos durante más de un año. Y no hay palabras para explicarle las injusticias que debió soportar para sobrevivir.

La Palabra de Dios nos motiva y anima siempre. Josué 1:9 dice: “¡Sé fuerte y valiente! No tengas miedo ni te desanimes, porque el Señor tu Dios está contigo dondequiera que vayas” (NTV). Tengo presente este versículo cuando necesito recordarme que Dios está conmigo.

Si bien estoy agradecida por todo lo que Dios hizo por nosotros estos años, estoy ansiosa por cerrar este capítulo de nuestras vidas. Brett quedará en libertad en pocos meses y espero con ganas que vuelva a casa y poder abrazarlo. Ya no voy a tener que irme sin él. Espero que hagamos largas caminatas y disfrutemos juntos de nuestras comidas preferidas.

Al mismo tiempo, soy consciente de que adaptarse a la vida fuera de la cárcel va a ser un desafío en sí mismo. Brett deberá lidiar con las consecuencias colaterales de la condena por su delito. A veces me siento abrumada por la realidad de los desafíos que deberá enfrentar. Hasta le pregunté a Dios: “¿Cuánto más podemos soportar?”.

Pero Dios respondió rápidamente, llevándome a Mateo 16:9: “¿Todavía no entienden? ¿No recuerdan los cinco mil que alimenté con cinco panes y las canastas con sobras que recogieron?”.

Jesús tuvo que recordar a Sus discípulos sobre milagros anteriores y ahora Dios también me los estaba recordando. Nunca debo olvidar Sus muestras de misericordia y todo lo que ha hecho por mi hijo y por mí; de hacerlo, le permitiría al enemigo que se infiltre y me abrume con sus mentiras.

Nada es demasiado difícil para Dios (Jeremías 32:17). De hecho, cuanto mayor es el desafío, mayor oportunidad tenemos de experimentar el poder de Dios. Con Cristo podemos enfrentarlo todo (Mateo 19:26; Filipenses 4:13). No podemos enfrentarnos a oscuridad alguna que la luz de Jesús ya no haya conquistado (Juan 1:5).

Tal vez también se esté debatiendo con dudas y escenarios posibles. Cuesta enfrentar lo desconocido. Déjeme animarlo a que recuerde la fidelidad de Dios y Su promesa, que está en Josué 1:9. No está enfrentando solo la oscuridad. Dios está con usted. Siempre.

Él se va a presentar y va a trabajar por su situación de maneras increíbles. ¿Quiere confiar en Él?

Espero que mi historia le ayude a responder con un rotundo y amén.

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PAULA FOX ama al Señor y ama servir a Sus hijos entre rejas. Ofrece su tiempo voluntariamente en el ministerio carcelario Kairos y Victorious Living.