Mis problemas de visión comenzaron en la escuela primaria. Por suerte una maestra se dio cuenta de que me estaba esforzando para ver el pizarrón. También me quejaba todo el tiempo de tener dolor de cabeza. Ella llamó a mis papás para contarles.

La visita al optometrista determinó que yo era muy miope. Tuve mi primer par de anteojos en quinto grado y disfruté desde el primer momento la visión clara y aguda que me daban. Pero el alivio duró poco, ya que mi visión se deterioró pronto y necesité lentes nuevos.

En los últimos cuarenta años, visité al oftalmólogo decenas de veces. Siempre sé que es hora de volver porque mi visión empieza a ser borrosa otra vez. A pesar de los ajustes periódicos que necesito, igual estoy agradecida por las mejoras tecnológicas en optometría que siguen corrigiendo mi visión con eficacia.

También es importante cuidar los ojos del espíritu. Es más, las visitas periódicas al Gran Doctor son indispensables para mantener nuestra visión espiritual clara y aguda.

En Mateo 6:22–23, Jesús dice: “Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo está lleno de oscuridad”.

Por supuesto, no hablaba de los ojos que tenemos en la cara, sino los del espíritu.

Vemos a cada persona y circunstancia de nuestra vida a través de un lente espiritual; por lo tanto, debemos ser conscientes de cómo cuidamos esa visión. Si nuestra vista está descalibrada, no podemos ver la vida desde la perspectiva eterna. Ni podemos ver a los demás con los mismos ojos llenos de amor que tiene Jesús.

Antes de conocerlo, tenemos una ceguera espiritual y no podemos ver las cosas que revelan la gloria de Dios, como la creación y la verdad de las Escrituras (1 Corintios 2:14). Pero con la ayuda del Espíritu Santo, nuestros ojos se abren milagrosamente a la necesidad de salvación, que solo procede de Jesús.

Cuando Él ya vive en nuestro corazón, comenzamos a vernos a nosotros mismos, nuestros pecados y al mundo de otra manera. El apóstol Pablo oró para que todos los que nos hagamos creyentes tengamos iluminados los ojos del corazón, para que conozcamos la gloria que Él trae consigo (Efesios 1:18).

Tal como me pasa con mi visión física, noto cuando mi visión espiritual se vuelve borrosa. Sé que necesito hacer un ajuste.

Si presto atención, me daré cuenta de que mi insatisfacción viene de no ver mi vida con gratitud. Mi actitud prejuiciosa o impaciente es prueba de que me estoy olvidando de ofrecer a los demás la misma gracia y compasión que Dios me da cada día. Cuando me consume la necesidad de que me aprueben quienes me rodean, es señal segura de que mis ojos están fijos en cualquier cosa, menos en Jesús.

¿Su visión de la vida está distorsionada y es nociva? ¿Nota los errores o falencias de los demás con más frecuencia? ¿Le cuesta imaginar que una situación difícil pueda tener un resultado positivo?

Si la respuesta a cualquiera de estas preguntas es “sí”, puede que sea el momento para evaluar sus ojos.

Pase un tiempo a solas con el Señor y pídale que le muestre por qué está perdiendo su visión espiritual. Solo Él le puede ayudar a volver a ver con claridad. Permítale que busque en su corazón el pecado o las distracciones que nublaron su perspectiva. Pídale que le devuelva la vista, para volver a ver la luz en la oscuridad y las bendiciones en medio de las dificultades.

Si lo visita con frecuencia y le permite voluntariamente que le ajuste la corrección de los lentes, siempre va a tener visión perfecta.

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CHRISTINA KIMBREL es la Gerente de Producción de VL. Tras pasar por la cárcel, ahora lleva esperanza a quienes están presos de sus circunstancias pasadas o presentes, compartiendo el mensaje de sanación que encontró en Jesús.