Conocí a Dios en Disneyland. Es una locura, lo sé.
Recorría las atracciones con mis padres cuando un antiguo juego de tiro de salón del lejano oeste llamó mi atención. Tenía cuatro años y me encantaba fingir que era un forajido, que disparaba rifles de juguete y tiraba botellas, sillas y platos.
Tras algunas rondas, mis padres ya querían continuar, pero yo no. “Te vas a quedar atrás”, dijeron, pero yo era terco y no les creí. Me quedé pegado al juego mientras se alejaban. Pero no tenía dinero, y cuando ese turno terminó, se acabó, no podía jugar. Así que allí estaba yo, algo asustado, esperando que mis padres volvieran por mí.
Y fue entonces cuando Lo conocí. Yo era solo un niño pequeño e ignoraba que la poderosa sensación que experimentaba era la presencia de Dios. Aun así, me ordenaba orar y pedirle a Jesús que entrara en mi corazón.
Mi padre era misionero, así que había escuchado a otros decir oraciones similares. Pero esta era personal para mí. No podía esperar para decirles a mis padres que le había pedido a Jesús que entrara en mi corazón. Lo intenté, pero ya los había cansado la jornada y su respuesta carecía de entusiasmo. Me dijeron que me fuera a la cama. Me quedé allí llorando.
“Pero es verdad, papá”, gritaba. “Le pedí a Jesús entrar en mi corazón”. Al percatarse de lo que había dicho, mi padre me pidió acercarme y hablamos de mi experiencia. Durante la siguiente década, seguí aprendiendo acerca de Dios y viajando con mis padres misioneros. Sin embargo, en la adolescencia, comencé a adentrarme en las aguas de la rebeldía.
Y luego, cuando mis padres se divorciaron repentinamente, todo lo que había aprendido de niño quedó en entredicho. Empecé a preguntarme incluso si Dios era real. Satanás aprovechó para afianzarse en mi vida ya contestaria. Pronto me salí del carril.
Cuando no me llevaba bien con papá, vivía con mamá…y viceversa. No prefería a uno o el otro; simplemente me quedaba con quien más me dejara salirme con la mía. Ya cuando estaba en la secundaria, faltar a clase, fumar marihuana y beber era lo único que me interesaba. Mi identificación falsificada indicaba que tenía más de 21 años, así que era popular entre mis amigos.
Mis padres estaban preocupados por mi conducta, pero era en vano. Me expulsaron de la secundaria por irrespetar a un profesor y luego me arrestaron por robar en la tienda donde trabajaba mi madre. En ese momento, se decidió que necesitaba un cambio de atmósfera y me enviaron al Instituto Militar de Nuevo México (NMMI, por sus siglas en inglés), una reconocida academia y preparatoria de la que muchos miembros de la familia ya se habían graduado.
La vida de cadete en el NMMI era estricta y estructurada. El ambiente me hizo bien por un tiempo. Aprendí a estudiar y mantuve un promedio de calificaciones alto. Ya terminando la preparatoria, consideré ingresar a la Academia de la Fuerza Aérea en Colorado Springs, pero me metí en problemas antes de que me diera tiempo. En mi último año, nos suspendieron a dos amigos y a mí cuando la policía encontró armas en nuestro auto después de una pelea con algunos muchachos de la secundaria local.
La peor parte fue llamar a mi papá para darle la noticia. Podía oírlo llorar por el teléfono. “¿Por qué sigues comportándote así?”, preguntó. No tenía respuesta. Solo pude disculparme.
Papá tenía grandes sueños y quería lo mejor para mí. Me molestaba haberlo decepcionado de nuevo, pero no lo suficiente como para cambiar mis hábitos. La expulsión del NMMI fue el primero de muchos fracasos para mí.
Terminé la secundaria y me aceptaron en la Universidad de Nuevo México (UNM). Incluso, recibía una beca completa, pero la tiré a la basura al juntarme con la gente equivocada.
Buscaba aceptación y respeto, y me encantaba salir de fiesta. Mantenía mi estilo de vida con un flujo de efectivo constante proveniente del tráfico de drogas en el campus. En poco tiempo dejé de ser un excelente alumno para convertirme en un drogadicto sin esperanza.
Una noche, al final de una salida, le di un ultimátum a Dios. “Si te manifiestas ahora mismo, creeré en Ti. Si no, seguiré por mi camino. Depende de ti”.
Una parte de mí tenía miedo de que Él se presentara y yo tuviera que renunciar a toda la diversión que tenía, pero el resto de mi ser hablaba en serio. Esperé una respuesta por varios minutos, pero solo hubo silencio.
Dios no se había aparecido, así que llegué a la conclusión de que no le interesaba. Golpeé la pared repetidamente hasta que me sangraron los nudillos. Me sentí completamente solo, y en ese momento, me alejé de mi fe.
Al igual que los israelitas del Antiguo Testamento, deambulé en la incredulidad y la desobediencia (Josué 5:6). Hacía lo que me parecía correcto según mi propio criterio, y también pagué un alto precio por ello. (Ver Jueces 17:6; Proverbios 12:15; 26:16.)
En la locura inducida por las drogas en la que se convirtió mi vida, ocasionalmente había momentos de lucidez en los que me preguntaba adónde se había ido Dios. ¿Por qué había decidido no estar presente en mi vida?
Por supuesto, la verdad era que yo había huido de Él. Para 1993, iba por ahí siendo un despojo de lo que había sido. Y entonces intervino Dios.
Estando bajo los efectos de psicodélicos, me arrestaron en una venta de drogas. Me habría dado cuenta de la trampa si hubiera estado en mi sano juicio, pero creo que el Señor quiso que las cosas sucedieran así.
Tuve que llamar a mi papá de nuevo, esta vez desde una cárcel donde estaba detenido por tráfico de cocaína. Él me apoyó en el tribunal y su presencia hizo que el juez me liberara con fianza de garante. Papá me pidió volver a casa, pero yo tenía asuntos que atender en mi barrio.
Cuando se negó a llevarme allí, le pedí que se detuviera. Le agradecí su ayuda, salí del auto y regresé caminando al caos.
Terminé recibiendo libertad condicional en lugar de prisión por el cargo de tráfico, pero para ese momento, era adicto a la heroína. Mi oficial de libertad condicional me envió a rehabilitación, pero no la hice por mucho tiempo. La heroína ejercía un control letal sobre mí y las calles me llamaban.
Después de recibir un nuevo cargo por robo y apuñalar a un hombre en el pecho en una pelea frente a una tienda de paso, era un prófugo. Me fui en auto a Phoenix con la intención de dirigirme a la frontera con México, pero algo sucedió en el camino.
La gracia de Dios entró en mi locura y me llevó a Victory Outreach, un centro de rehabilitación cristiano ubicado en Phoenix. Me registré con un alias. No pensaba quedarme mucho tiempo, pero Dios tenía otros planes. Tras unos meses internado, le entregué mi vida a Jesucristo.
Todo cambió dentro de mí. Mis adicciones se suavizaron. Ya no quería cometer crímenes ni consumir drogas. Tenía paz interior. Me sentía bien y quería más.
Cuanto más me acercaba al Señor, más intenso se volvía mi deseo de servirle a Él y a los demás. Comencé a asistir a la Victory Outreach School of Ministry en Los Ángeles. Una noche, mientras compartía el evangelio en el muelle de Santa Mónica, vi un pequeño juego de tiro como el que había encontrado en Disneyland a los cuatro años. El Señor le habló a mi corazón. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Me sentí conmovido.
Dios se había acordado de mí a pesar de que yo lo había abandonado. Había seguido los momentos más oscuros de mi vida y yo ansiaba servirle. Pero había un problema: yo aún estaba fugitivo.
¿Cómo podría dedicar mi vida a Dios si vivía una mentira?
La solución a mi dilema apareció rápidamente. En 2007, cuando volví a los Estados Unidos tras un viaje misionero a Filipinas, las autoridades de migración me esperaban para arrestarme por todos los cargos pendientes. Mi rostro apareció en todos los noticieros. Me sentenciaron a ocho años de prisión. Y con esa caída, otra vez me sentí lejos de Dios.
Estuve en confinamiento solitario durante cinco meses, en los que solo se me permitió tener una Biblia y cartas. Mi papá me enviaba líneas alentadoras sobre un joven, un exadicto, que se había vuelto una poderosa herramienta de Dios. Sentía la presencia del Señor en la correspondencia de mi padre. Mamá también luchaba por mí como una guerrera con sus oraciones y a menudo me recordaba que era un hijo elegido de Dios.
Un día, en mi solitaria celda, caí de rodillas y grité: “Jesús, te necesito. Si aún estás allí, ¿podrías regresar a mi vida y perdonarme?” No quería que hiciera nada por mí. Únicamente deseaba la paz y el gozo que había experimentado cuando Él guiaba mi vida (Salmo 51:12).
Dios me envolvió con Su presencia. Estoy muy agradecido por Su rápida respuesta. Tras arrepentirme de mis dudas, volví a Él con todo mi corazón, mente, alma y fuerza (Mateo 22:37). Prometí servir al Señor no solo por el resto de mi condena en prisión, sino por lo que me quedara de vida. Desde ese día, sentí que mi cárcel era un palacio.
Cuando salí del aislamiento, me convertí en pastor de reclusos y encabecé reuniones de oración. Tomé cursos de pregrado por correspondencia en la Global University of the Assemblies of God y dirigí el programa Scared Straight para jóvenes que iban por el mal camino.
En mayo de 2010, salí de prisión siendo hombre resucitado, incorporado a la vida por el poder redentor de Jesucristo. Desde entonces, no me he puesto una sola aguja en el brazo ni he tenido antojo de ninguna droga. Dios me sanó, mental, emocional y físicamente. Además, perdonó mis pecados y me cubrió con un manto de justicia. (Ver Isaías 61.)
Me gradué del seminario y ahora soy pastor. Dios me bendijo con el regalo de mi hermosa esposa y amiga más íntima, Hannah. También tengo el orgullo de ser padre.
En 2015, fundamos Freedom City Church en Springfield, Missouri, así como el programa Hope Homes para hombres y mujeres. Estos hogares de residencia y discipulado brindan libertad y esperanza a aquellos que luchan con problemas que dominan sus vidas, como la adicción, la falta de vivienda y la reincorporación a la sociedad libre.
Al principio, la comunidad circundante de Springfield estaba escéptica ante nuestra misión, pero ha visto los frutos de nuestro trabajo en las vidas cambiadas de los que han experimentado el toque sanador
de Jesús. Hemos recibido el apoyo y aporte de la mano de Dios a través de nuestra localidad. Gracias a donaciones, hemos logrado adquirir el edificio donde llevamos todos los aspectos de nuestro ministerio.
A diario, se produce un renacer a nuestro alrededor. Tiene lugar un movimiento en el que Dios levanta un ejército de parias, despilfarradores, exconvictos y exdrogadictos cuyas vidas ha restaurado.
Él les da nuevas vidas llenas de significado y propósito al ponerlos en primera fila. Emplea sus testimonios como armas contra el enemigo. Redime sus vidas, tal como hizo por mí. Puede ver nuestros servicios por la aplicación Pando, sección “Freedom City Church”.
Usted también puede ser parte de este movimiento. Entréguele a Dios el control de su vida. Suéltelo y deje que Él lo transforme desde el interior.
JOHN ALARID venció sus batallas personales contra la adicción y la prisión por la gracia de Dios. Ha fundado hogares de recuperación y reinserción (Straight Street y Hope Homes of the Ozarks) para ayudar a las personas a reintegrarse a la sociedad como ciudadanos con éxito. Visite freedomcitychurch.org si desea más información.