No hay límite ni fecha de vencimiento para lo que Dios puede hacer por la vida de una persona.
Para cuando tenía 57 años, mi amor por el alcohol y por mí mismo me había costado muy caro. Pero eso no impidió que Dios me amara, me eligiera y me pusiera en lugares donde pudiera incidir en la vida de la gente.
Durante 40 años, viví en las garras del alcoholismo y el abuso de las drogas. Los programas me decían que necesitaba un poder superior, algo que pudiera ayudarme a canalizar mis pensamientos y mantenerme desintoxicado. Así que me dispuse a encontrar uno. Pero todos los que probé me llevaron a niveles más profundos de vergüenza.
A los 38 años, alcancé un punto bajo sin precedente después de que mis malas decisiones me costaran tanto mi matrimonio como un exitoso restaurante. Devastado, tomé a mi perro, el único amigo que me quedaba, y viajé a un lugar remoto para esconderme de la vida.
Causaba pesar verme sentado sin esperanzas, junto a mi leal amigo, Bailey, mientras comía un tazón de alimento para perros empapado en whisky Jack Daniels.
Había quemado todos los puentes y había hecho sufrir a todos los que amaba.
Todo comenzó cuando tenía 14 años y mis padres me dieron la impactante noticia de que se divorciaban. Éramos una familia muy unida que asistía a la iglesia semanalmente. Nunca había visto a mis padres discutiendo. Así que no entendía por qué se separaban.
No acepté los cambios. No me adaptaba a la vida sin papá y extrañas emociones agitaban mi corazón. Mamá lloraba a menudo, y mis hermanos y yo vivíamos en una dolorosa confusión. Por más que lo intentaba, no lograba ponerme en pie. La unidad de mi familia había sido mi seguridad y base.
Le rogaba al Señor que me ayudara. Todas las noches, me acurrucaba en mi cama, ponía “El Padre Nuestro” en mi tocadiscos y oraba: “Por favor, Dios, vuelve a unir a mi familia”. Pero no lo hizo.
Por más que oraba, Dios permanecía en silencio. Y eso me enfureció. No podía entender por qué Él no intervenía si era tan bueno y amoroso. No recuerdo si fue entonces cuando conscientemente lo deseché, pero sí estaba seguro de que ya no sabía qué pensar de Él. Así que durante los siguientes 40 años, viví separado de Dios.
No pasó mucho antes de que mis padres se volvieran a casar. Mi padrastro y mi madrastra no tuvieron ninguna oportunidad de ganarse mi aceptación. No era que no fueran amorosos; simplemente no encajaban en la imagen de cómo quería mi vida.
El divorcio de mis padres había puesto mi mundo patas arriba. No tenía ni idea de cómo procesar el dolor o sobrellevar mi nueva situación. No fue de ayuda que mi cuerpo de adolescente estuviera lleno de hormonas y que yo fuera objeto de presión de grupo para todo tipo de cosas. Era una tormenta perfecta.
Recurrí a las personas y sustancias para escapar de mi dolor. Las fiestas y el surf ocupaban mi vida, y básicamente vivía en la playa cercana a nuestra casa en el sur de Florida. Mis calificaciones reflejaban mis nuevos pasatiempos; y reprobé mi primer semestre de 11º grado.
Mi padrastro, un teniente coronel retirado de la Fuerza Aérea, sugirió una escuela militar y allá fui. Pero nada cambió. Más que disciplina, necesitaba un nuevo corazón. El mío estaba en agonía y lo único que yo sabía hacer era adormecerlo con sustancias.
De alguna manera, me gradué de secundaria. Mamá me dijo que si quería seguir viviendo en casa, tenía que pisar tierra. Pero no presté atención. Acumulé dos cargos por conducir bajo efectos del alcohol y otras sustancias. Y en incidentes separados, destrocé dos autos. Luego me arrestaron por intento de distribución de drogas.
Fiel a su palabra, mamá me echó.
Me mudé a una casa rodante y busqué trabajo en un restaurante local. Un amigo de mi padre notó que tenía habilidades para la industria de servicios alimentarios y me ofreció trabajo en su restaurante italiano de alta gama en Virginia. Aproveché la oportunidad para mudarme. Fue lo que llamaría “mi primera cura geográfica”.
El mundo de los restaurantes era una combinación ideal para mi amor por el alcohol, las drogas y la vida de fiestas. Durante este tiempo, conocí a una hermosa joven camarera y nos casamos. La vida me sonreía.
Muchas personas influyentes, incluyendo a algunas relacionadas con el crimen organizado, comían lo que yo servía. Me agradaban esos tipos y sus emocionantes vidas, y yo les
agradaba a ellos. (Eso fue bueno, porque también fui testigo de lo que les pasaba a los que no les agradaban.)
Se sentaban a la mesa riendo y haciendo sus negocios mientras yo asimilaba todo. Al poco tiempo ya estaba apostando y ayudando a los corredores a cobrar y pagar.
Descubrí que me gustaba cocinar. Y en 1982, decidí estudiar para ser chef en Francia durante seis meses. Cuando regresé, trabajé en Maison Blanche en Washington, D. C., justo en frente de la Casa Blanca. Pronto, uno de los dueños de los restaurantes en los que había sido empleado en Virginia me propuso abrir un nuevo local. Él puso el dinero y yo, el talento. Pero no fue una buena sociedad.
Mi distribuidor de vinos me sugirió fundar mi propio restaurante y me respaldó financieramente. Lo llamamos Dale’s at Chick’s Beach y rápidamente se convirtió en el lugar de moda. Mi esposa trabajaba duro a mi lado.
Ojalá pudiera decir que reconocí y honré su esfuerzo, pero no. Mis adicciones estaban totalmente fuera de control para entonces, y ya no podía equilibrar la vida de fiestas con mis responsabilidades de trabajo.
No hay necesidad de contar mi “historial de borracho” y todas las cosas horribles que hice. Era un pésimo esposo sin respeto por mis votos matrimoniales y un terrible hombre de negocios. Cuando mi esposa y mi patrocinador se hartaron, me hicieron una intervención. Me dieron dos opciones: ingresar a un centro de tratamiento o perder mi matrimonio y el restaurante.
Acepté sus términos, pero no estaba listo para cambiar. Solo fui para salvarme el pellejo. Incluso tuve un amorío durante mi estadía de 30 días en el centro de rehabilitación. Era incapaz de amar a alguien, incluyéndome a mí mismo.
Me las arreglé para mantenerme sobrio durante un mes después del tratamiento antes de recaer en la botella. Esa decisión me costó tanto mi matrimonio como mi restaurante y me condujo a la lamentable escena junto a mi perro que describí anteriormente.
Por suerte, algo bueno salió de comer ese alimento para perros empapado en whisky: finalmente me di cuenta de que tenía un problema. Les pedí ayuda a mis padres y me la dieron. Mamá me ayudó a financiar otro tratamiento de rehabilitación y papá, a hallar trabajo y un auto.
Sin embargo, mi recuperación duró poco y tuve otro accidente. Esta vez, choqué contra alguien de frente y casi lo mato. Debería haber ido a prisión, pero el juez tuvo la gentileza de darme cinco años de libertad condicional durante los cuales comencé a asistir a Alcohólicos Anónimos.
En esas reuniones, aprendí valiosas herramientas para afrontar mi problema y conocí a gente amable que entendió mi dolor. También conocí a Roberta, que se recuperaba de la adicción a la heroína. Fue amor a primera vista para mí.
Pero surgió un problema cuando la convertí en mi poder superior y basé todo mi bienestar en la salud de nuestra relación. Como ninguno de los dos estaba preparado para amar al otro, yo vivía en una montaña rusa emocional.
Tres días antes de mi quinto año de desintoxicación, Roberta rompió nuestra relación. Devastado, tomé un paquete de seis cervezas. Cuando eso no fue suficiente, me fui en auto a la tienda para comprar más. Y adivinen, en el camino choqué la parte trasera de un auto de policía. Tres horas de alcohol me metieron en el problema más grave que había tenido en mi vida.
El 2 de enero de 1997, entré en una sala llena de representantes de la organización Mothers Against Drunk Driving (MADD) y agentes de policía. Todos instaban a dar un ejemplo en la comunidad con respecto a conducir en estado de ebriedad. El juez los escuchó y me sentenció a seis años y medio en el Departamento de Correccionales de Florida.
Pensé que no habían sido justos conmigo, pero ahora estoy convencido de que esa sentencia me salvó la vida. Me dio tiempo para darme cuenta de que no tenía la capacidad de cambiar solo, y recordé a Dios.
Durante los tres años y medio que cumplí de mi sentencia, me vinculé profundamente a los servicios de la capilla y comencé a leer mi Biblia. Cuando salí de prisión, entré en un programa de reinserción laboral en el que trabajé para Publix Supermarkets. La sección de delicatessen no era mi restaurante de alta gama, pero estaba agradecido por el empleo.
Quería mantenerme sobrio y tomar buenas decisiones, de verdad. Pero como vuelve el perro a su vómito (Proverbios 26:11), a la larga retomé el licor. Simplemente no sabía qué hacer con el dolor de mi corazón y tantas emociones incómodas. Así que cuando salieron a la superficie, busqué la botella para que se fueran.
Publix se dio cuenta de mis dificultades y me envió a un programa de asistencia al empleado. Allí, descubrí Celebrate Recovery (CR). Esa ayuda de 12 pasos propone abiertamente a Jesucristo como el único poder superior que puede salvar y transformar una vida.
A través de este programa, entendí que aunque en prisión había profesado creer en Jesús, no le había entregado mi vida. Aún dudaba de Su amor incondicional hacia mí, y eso me hacía inconstante en todos mis caminos (Santiago 1:6–8).
Sin embargo, mi fe se consolidó después de conocer a Lonny, mi tutor de CR. Su creencia en Dios era tan auténtica y atrayente. Durante años, nos reunimos todos los domingos a las siete de la mañana en su casa. No era cómodo, especialmente porque yo andaba en motocicleta, pero era necesario si quería cambiar.
Poco a poco, comencé a soltar los controles de mi vida y a entregar los pedazos de mi corazón a Jesús. A través del Señor, encontré la sanación que necesitaba mientras Él cubría con vendas mis heridas (Salmo 147:3) y me daba la capacidad de cambiar (Filipenses 2:13; 4:13).
Desde el principio Lonny me dijo: “Dale, si te levantas, te vistes bien, te presentas y sigues haciendo lo correcto, y si le pides a Dios que te guíe, le entregas tu vida a diario y sirves a los demás, el Señor te bendecirá”. Tomé en serio sus palabras y le demostré que tenía razón. Pronto celebraré 12 años de sobriedad.
Dios ha usado mi pasado de maneras asombrosas. Me ha permitido establecer y dirigir programas de Celebrate Recovery en prisiones, y fundar un hogar de transición para hombres llamado The Living Harvest en Tallahassee, Florida.
Tomé una capacitación exclusiva de liderazgo ejecutivo en la ciudad de Nueva York y participé en reuniones de reforma del sistema penal en la Casa Blanca.
Incluso he recibido reconocimientos de la gobernación de Florida por mi servicio público. ¡Y todo eso sucedió antes de que pudiera volver conducir! Nuestras incapacidades y defectos no son obstáculos para Dios.
En marzo de 2021, la organización Prison Fellowship me contrató como enlace de recursos de capellán. En el momento perfecto de Dios, pude recuperar mi licencia de conducir para poder aceptar el puesto. Después de 21 años de restricciones, ahora puedo viajar a cualquier lugar de Estados Unidos, alquilar un automóvil, y desplazarme a prisiones y reuniones. A Dios sea la gloria (Isaías 26:12).
El Señor de verdad ayuda a quienes lo buscan. No importa qué edad tenga usted o cuántas veces lo haya intentado y fracasado o lo poco o mucho que tenga, Dios todavía puede hacerle un camino. No es demasiado tarde.
Tome Su mano, levántese e inténtelo de nuevo. Dios no se ha dado por vencido con usted. Así que no lo haga usted. Hágalo su poder superior. Con Él, no hay límites (Mateo 19:26).
DALE WHITE es el fundador de Living Harvest, una organización de recuperación cristiana posterior a la excarcelación. También se desempeña como enlace de recursos de capellán para Prison Fellowship, ha participado en un comité ejecutivo del Departamento de Correccionales de Florida y es representante de Celebrate Recovery Inside State por Florida.