Mi infancia estuvo marcada por un trauma indescriptible. Mucho antes de llegar a los diez años, mi corazón se había endurecido y mi mente estaba confundida. En lo que a mí respectaba, dependía de mí sobrevivir en este duro mundo.

Tenía cuatro años cuando mi padre nos abandonó a mi madre, mis dos hermanas y a mí. Nos mudamos con un tío, un hombre que abusó sexualmente de mí, me violó y torturó desde entonces hasta que cumplí nueve años. Su “juego” favorito era mantenerme bajo agua helada en nuestra bañera hasta que me desmayaba. Luego me revivía y lo hacía de nuevo. Hasta el día de hoy, me aterra el agua.

Durante muchos años, todo hombre que veía me recordaba a mi padre y ese tío, y toda mujer me recordaba a mi madre. A ella la odiaba por no haberme protegido. Sabía de la tortura y el abuso sexual, pero no hizo nada por impedirlos. Las acciones y la pasividad colectivas de mi familia me afectaron psicológicamente.

Para cuando tenía 11 años, andaba en las calles buscando sangre. Ser pandillero en el lado sur de Chicago me dio un modo de derrotar a mis enemigos y pensaba que todos lo eran.

Creía que en la calle había encontrado a una familia que me respaldaba. Pero esa no era la realidad. A los líderes de las pandillas les encantaba tener otro niño devastado que les hiciera el trabajo sucio, y yo estaba ansioso por hacerlo. Era bastante fácil ahorrar algo de dinero y comprarle una pistola a un tipo cualquiera.

Al igual que muchos vinculados a la vida de las pandillas, acumulé varios arrestos, y entraba y salía de las instituciones para delincuentes juveniles. Esas experiencias eran castigos insignificantes. Cada vez que me liberaban, volvía con mi “familia” y a mi vida callejera.

Al reflexionar sobre esos días, estoy seguro de que mi actitud de hacer lo que me pidieran era mi forma de tratar de matarme. El dolor que había en mi corazón y mente era intenso; incluso ya a los 11 años, no quería existir. Traté de quitarme la vida en muchas ocasiones.

Sin embargo, esa disposición para la acción me dio la fama de ser leal. Y a los 16 años, me introdujeron en una nueva familia: un cartel de drogas. Mi primer papel fue el de mula, traficaba en la frontera mexicana. Pero rápidamente me ascendieron a gerente, y debía asegurarme de que los autos que transportaban drogas llegaran a sus destinos.

En esa posición, ganaba $60.000 a la semana. Sentía que era lo máximo, me presentaba en los clubes nocturnos de Chicago envuelto en mi abrigo de piel de chinchilla y gruesas cadenas de oro. Pero no era más que un perro en celo. No respetaba a las mujeres.

No encontraba satisfacción en todo ese dinero o esos amores de una noche. Solo me daban un deseo insaciable de más. Y en mi codicia, me descuidé y atraje la atención de las autoridades federales. Tenía 17 años cuando me arrestaron en México por tráfico internacional de drogas, y me sentenciaron a 15 años en una prisión mexicana sin posibilidad de libertad condicional. Me esperaba la conmoción de mi vida.

Nunca olvidaré que entré por las puertas de la prisión con mis dos bolsas de pertenencias. Cuando el guardia me empujó por detrás y me dijo que buscara un lugar para vivir, todas las miradas estaban puestas en mí, la carne fresca. Segundos después, los tipos más aterradores que hubiera visto me “dieron la bienvenida” a la institución.

“¿Qué talla de zapatos usas?”, preguntó uno de ellos, refiriéndose a mis relucientes Air Jordan rojos. Pero antes de que pudiera responder, me apuñaló con un picahielos y tomó lo que le interesaba.

Rápidamente aprendí que allí la ley era la supervivencia del más fuerte. No habría salido vivo de no haber estado en la flor de mi juventud y bien familiarizado con la violencia. También ayudó que mi jefe se enterara de que estaba encerrado y me buscara contactos en la cárcel.

Este lugar era una ciudad dentro de otra y tenía sus propias reglas. Nunca he visto tantas drogas en el exterior. Todas las noches, se extendían kilos de coca sobre las mesas; nadie trataba de ocultar lo que estaba pasando, pero yo sí intentaba esconderme para evitar el festín nocturno de drogas. Sin embargo, mis esfuerzos resultaban inútiles, porque el líder siempre enviaba a alguien a buscarme y me obligaba a participar. Yo era como su mascota.

El Consulado de los Estados Unidos tardó casi cuatro años en rescatarme de esa violenta prisión. Fui el último estadounidense transferido a una instalación federal de los Estados Unidos mediante un programa de intercambio de reclusos. Y sí, aquello fue un rescate. Doy gracias a Dios por Su gracia; si no hubiera salido cuando lo hice, estaría muerto.

De vuelta en Estados Unidos, terminé en una prisión federal, donde completé mi sentencia de 15 años cumpliendo uno solo. Cada año de prisión en México contó como dos de los Estados Unidos. Adicionalmente, el tribunal me redujo siete años por todo el sufrimiento que había soportado.

No había estado en la calle cinco minutos cuando me arrestaron nuevamente por un cargo de tiroteo entre pandillas ocurrido en Chicago. El juez local me liberó sin pedir fianza, e inmediatamente me presenté ante el tribunal de Chicago. Impresionado por mi pronta comparecencia, el juez me sentenció a siete años, luego me puso en un programa de entrenamiento de estilo militar para jóvenes pandilleros. Sin embargo, ya haber cumplido una condena de prisión hizo que me liberaran antes de tiempo.

Tenía 24 años cuando me convertí en hombre libre. Había pasado la mayor parte de mi juventud tras las rejas y me preguntaba si alguna vez experimentaría algo que no fuera oscuridad y dolor. Quería una nueva vida con desesperación, pero no tenía idea de cómo creármela. Traté de conseguir un trabajo honesto, pero nadie me contrataba por mis antecedentes penales.

Un sinfín de rechazos me dejó sin esperanzas y volví a la única vida que conocía. Las calles y mi jefe me recibieron con los brazos abiertos. De ese modo regresé al juego, traficaba mucha droga. Pasé de no poseer nada a tener un restaurante y una casa en los suburbios. Cuando conocí a una chica cuyo padre podía expandir mi negocio de distribución de drogas, me casé con ella. Cada una de mis acciones era un movimiento calculado.

En esa época de mi vida, mis demonios internos alcanzaron nuevas proporciones, al igual que la locura. Las cosas iban cada vez peor y yo vivía en una constante ansiedad, siempre mirando por encima de mi hombro. Me habían apuñalado, golpeado, disparado, atado y amordazado más veces de las que podía contar. Y ahora mis cómplices estaban tratando de matarme. Después de escapar de ocho intentos de asesinato en un día, decidí que era hora de mudarme solo al oeste, a Phoenix.

Pensé que con salir de Chicago arreglaría todo, pero no fue así. Mis demonios se vinieron conmigo, y me torturaron día y noche. Estaba solo y asustado. Así que recurrí a las drogas.

En Chicago, los líderes del cartel prohibían de manera estricta consumir. Pero ahora no me veían. Así que andaba sin límites; bebía, me drogaba y paraba en los bares de “striptease” de cada esquina.

La gratificación inmediata era mi único objetivo. Pero con cada intento de escapar, les abría la puerta a más demonios. Y el de la adicción me tomó prisionero. La metanfetamina, la heroína y el crack me clavaron sus garras profundamente. Y al poco tiempo era un drogadicto empedernido que hacía lo que fuera por tener su próxima dosis.

Mi conducta criminal me hacía rotar por las cárceles de Arizona. El sistema me ofrecía todos sus recursos para corregirme: prisión, terapias de choque, programas de rehabilitación, reuniones de adictos y medicamentos. Las drogas que me daban me mantenían atontado. Solo lograba comportarme bien por unos meses y cada fracaso me hacía sentir cada vez más desesperado.

Solo encontraba la tranquilidad cuando hacía ejercicio. El acondicionamiento físico me empoderaba, me brindaba un escape mental y emocional, y hacía crecer mi deseo de estar saludable. En prisión hacía ejercicio dos o tres veces al día, y lo sigo haciendo hoy.

Salí libre en 2013, y de verdad quería evitar los problemas. Así que me concentré en el acondicionamiento físico. Me convertí en entrenador personal y, finalmente, abrí un gimnasio. La gente de la industria se interesó en mi fuerza y mi historia. 5% Nutrition decidió patrocinarme como atleta. Actualmente, tengo marcas estatales en Arizona e Illinois por levantamiento de pesas.

Pero mi éxito alimentó mi ego, y comencé a jugar al gato y el ratón con mi oficial de libertad condicional. Terminé cumpliendo una sentencia de un año por violar mis restricciones…en una violenta prisión federal. Los condenados a cadena perpetua con los que estaba encerrado no tenían nada que perder y vivían de acuerdo a esa idea.

Un día vi cómo apuñalaban 30 veces a un hombre por un trozo de pollo. Huellas de manos ensangrentadas marcaron las paredes desde donde trató de escapar de sus atacantes. Sentado allí viendo esa escena y comiendo una pata de pollo, pensé: “¿Qué diablos estás haciendo aquí, JC? Tienes 40 años. ¿No va a haber nada más en tu vida?”.

Había visto a muchos prisioneros recurrir a Dios para cambiar su vida, pero siempre me había burlado de ellos. Solo buscaban a Dios porque estaban en prisión y asustados. En la cárcel, la religión era una señal de debilidad. Y yo no era débil.

Entonces, en lugar de recurrir a Dios después de mi liberación, recurrí a Internet. Me senté frente a una computadora y busqué en Google: “¿Cómo puedo cambiar mi vida?”. ¿Y cuál era la principal respuesta? Obtener un título universitario. Así que me propuse precisamente eso.

Visité el colegio universitario local y me reuní con una consejera académica que me animó a tomar un curso de derecho penal dirigido por un expolicía con 30 años de carrera. ¡No, gracias! Yo era un exdelincuente que odiaba la ley. Sin embargo, esa dama insistió y su voz tenía algo que me hizo inscribirme en la clase del policía.

Todavía no lo sabía, pero Dios me estaba preparando para una caída. Su amor estaba a punto de derribarme.

El primer día llegué temprano con la intención de intimidar al profesor para que no me hiciera preguntas. Sin embargo, no se asustaba fácilmente. De hecho, encontraba una manera de interactuar conmigo en todas las clases. Al poco tiempo entendí que John Humphreys era un hombre de una fe sincera que realmente se interesaba en mí. Fue la primera persona blanca en la que de verdad confié.

Casi al mismo tiempo, conocí en el gimnasio a una hermosa mujer, Bethany. Se acercó a mi cinta de correr y dijo que yo necesitaba a Jesús. Y pensé: “Mujer, me da igual que seas bonita. ¡Hablas demasiado de Dios!”.

Pero de alguna manera, me sentí atraído por ella y le hablé de mi pasado. Compartí cosas con ella que no le había contado a nadie más, incluso le hablé de mi tío. Esa fue la primera relación pura que tuve.

Me iba bien en la vida; ganaba bien como entrenador físico e incluso tenía un exitoso canal de YouTube llamado Wrong to Strong. Pero todas las noches llegaba a mi casa vacía y me preguntaba: “¿Esto es todo? ¿No hay nada más?”.

Una vez, abrumado por la desesperación, decidí poner fin a mis miserias. Pero antes de seguir adelante con mi plan, llamé a Bethany. Ella se dio cuenta de que algo andaba mal y se quedó al teléfono conmigo toda la noche. Hoy estoy vivo hoy gracias a su amor incondicional.

Al día siguiente, en el gimnasio, me abrazó. Era mi primer contacto sin implicaciones sexuales y me asusté. Me sentí vulnerable y eso me enojó. Sin embargo, durante las siguientes semanas continuamos conversando, hasta que una mañana, la llamé y dije: “Creo que te amo”.

Nunca había sentido lo que era amar o ser amado. Bethany me dijo que ella también me quería y le pedí que fuera mi novia. No pasó mucho tiempo antes de que conociera al monstruo celoso y controlador que vivía dentro de mí. Hay una frase que dice: “La gente lastimada lastima”, y es cierta. Esa hermosa mujer pagó un alto precio.

Un día, vimos juntos una película sobre un hombre que había perdido a su hija luego de que abusaran de ella y la asesinaran. Dios le dijo que perdonara al violador. El recuerdo de las vejaciones que había sufrido yo de niño me cayeron encima como una tonelada de ladrillos.

¿Perdonar? ¿Por qué? ¿Cómo? Era imposible, pero Bethany me aseguró que Jesús podía ayudarme.

“JC”, dijo, “Jesús quiere liberarte de tu dolor, y la única manera de ser libre es perdonar a los que te han herido y perdonarte a ti mismo. No encontrarás la paz que quieres hasta que lo hagas”.

Pensé en mi mamá y mis hermanas. Llevaba años sin hablar con ellas. Las odiaba y culpaba de mi dolor. El Espíritu Santo llamó a mi corazón, pero me resistí. También estaba enojado con Él. ¿Dónde estaba cuando me ahogaban, violaban y golpeaban de niño?

Pero Dios es paciente, y siguió moviéndose por mi vida a pesar de mis fracasos. Durante los meses siguientes, el llamado del Espíritu Santo se hizo más fuerte, hasta que un día caí de rodillas con un deseo increíble de confesar todo lo que había hecho. No podía contener las palabras mientras lloraba y sudaba, y le conté todo a Dios. Enumeré a las personas que odiaba y confesé lo que quería hacerles. Cuando todo terminó, me sentí limpio, como si hubiera recibido una ducha celestial.

Me dirigí a mi garaje para hacer ejercicio cuando de repente sucedió de nuevo. Caí de rodillas, solo que esta vez escuché una voz que decía: “JC, ya no vas a pensar solo en tu pasado. Vas a hablarle a la gente de Mí”.

Desde su lanzamiento en 2016, había usado mi plataforma de redes sociales para hablar solo de mi pasado violento. Pero el 6 de noviembre de 2021, entregué mi vida y mi plataforma a Cristo. Desde entonces, mis videos han presentado un nuevo mensaje; hablan primero de fe, luego de familia y después de acondicionamiento físico.

No sabía mucho acerca de Dios. Así que pensé que sería mejor aprender. Me acerqué a John, mi maestro y mentor, y le pedí que me enseñara a ser seguidor de Jesús. John se ha volcado lealmente en mi vida, respondiendo a mis preguntas y mostrándome el modo de vivir de acuerdo con la Palabra de Dios. Yo había visto la Biblia solo como un montón de reglas, pero John me explicó que los mandamientos de Dios son Su manera de mantenernos a salvo. (Ver Salmo 119.)

Me habían enseñado que los hombres de verdad no lloran, pero en los siguientes meses, cuando Dios me llevó de vuelta a mi pasado y reparó mi corazón roto, me convertí en un desastre emocional. Sin embargo, puedo asegurar que si no hubiera expresado esos sentimientos, nunca habría encontrado la sanación.

Comencé a hablarle a la gente sobre el amor de Dios cada vez que podía. La primera vez que compartí mi historia, los pandilleros con los que conversaba entregaron sus corazones a Jesús. Dijeron: “JC, vemos que es auténtico. ¡Queremos lo que tú tienes!”. Hoy en día soy un pandillero de Jesús.

Pero tengo que mantener los pies en tierra; todos esos años de abusos, traumas y andar por las calles han afectado mi mente. A diario tengo que aprender a pensar, hablar y reaccionar de nuevas maneras. (Ver Romanos 6:12–13, 12:2; Efesios 4:22–32.) Me siento asombrado por la bondad de Dios, especialmente por cómo Él está restaurando las relaciones que destruí.

Toda la vida he sido un matón de las calles. Ahora soy un hombre de moral. Incluso yo mismo apenas puedo creerlo. El Espíritu de Dios me da el autocontrol y la fuerza que necesito para no ceder a mis impulsos de pecado, sexo y arrogancia. Dios, que es rico en misericordia, me ha ayudado a perdonar a quienes me han lastimado. También me está apoyando para convertirme en el padre y esposo que mis seres queridos merecen. Dios está deteniendo en mí el ciclo de abusos y traumas que había en mi familia.

A medida que continúo siguiendo la guía de Su Espíritu, ya no me siento controlado por mis emociones. Hoy me siento feliz y sonrío. En lugar de tratar de matar a las personas que me rodean, las abrazo. En lugar de derribarlas, las aliento. El viejo JC murió y ha nacido uno nuevo. Todo gracias a Cristo.

Si Dios hizo esto por mí, un exdelincuente de carrera y convicto, puede hacerlo por cualquiera, incluso por usted. Quizás sienta que no hay esperanzas para lograr un cambio en su vida, pero estoy aquí para decirle que sí hay esperanza en Jesús. Él nos ama.

Isaías 61:1 dice que Él fue enviado “para consolar a los de corazón quebrantado y a proclamar que los cautivos serán liberados y que los prisioneros serán puestos en libertad” (NTV). Él puede hacer que usted deje de sentirse perdido y que halle fuerza. Pero no tendrá la libertad de experimentar una nueva vida hasta que su corazón sea sanado, y solo Dios puede curar el corazón de una persona. Es solo a través del poder del Espíritu Santo que somos capaces de abandonar el pecado y caminar libres. (Ver Romanos 6:4; Filipenses 2:13.)

Toda la vida pensé que los cristianos eran débiles y solo usaban su fe en Jesús como una muleta. Me equivoqué. No hay nada más valiente que entregar nuestras vidas a Cristo. En Él, soy fuerte y tengo el poder de superar cualquier cosa.

He cometido muchos errores, pero ahora estoy decidido, con Jesús como mi guía, a aprender de mi pasado y convertirme en una persona mejor y más fuerte.

Dios también puede darle a usted un nuevo comienzo. Con Su ayuda, podrá experimentar una vida y circunstancias diferentes. No siempre es fácil, pero si emprende el viaje con compromiso, encontrará la paz que está buscando. Romanos 10:11 dice: “Todo el que confíe en él jamás será avergonzado” (NTV).

Ábrale su corazón a Él hoy. Deje que restaure su vida. ¿Qué puede perder?

 

JULIO (JC) ALMANZA vive un viaje de aprendizaje y crecimiento en el que va experimentando sanación mental, emocional y física. Comparte a Jesús siempre que puede, y tiene el compromiso de ayudar a otros a encontrar la paz y la alegría que transformaron su vida.