De niño, si no estaba en el gimnasio o jugando al béisbol, ayudaba a mis abuelos en su granja de tabaco en las afueras de Snow Hill, Carolina del Norte. Allí, en verano, entre plantas pegajosas y frondosas, recibí una educación que en muchos sentidos supera los dos títulos que obtuve en la Universidad de Carolina del Este, donde ahora soy entrenador principal de béisbol. En la granja me gané un doctorado en trabajo duro.
Mi abuelo creía en el esfuerzo y buscar soluciones. Si surgía un problema, me preguntaba: “Cliff, ¿cómo vas a sacar a esa mula de la zanja?”. Siempre hacía que fuera yo quien resolviera todo problema que enfrentara. Me enseñó a pensar por mí mismo.
Jugué fútbol americano y béisbol en la secundaria, pero el baloncesto era mi verdadera pasión. Papá era el entrenador de mi equipo y me esforzaba constantemente por enorgullecerlo.
Mis padres me llevaban a la iglesia de niño y al principio de la secundaria me bauticé. Pero ya en los últimos años,
tiré mi fe al suelo como un guante viejo que ya no me quedaba. Lo único que tenía en mente era hacer ejercicio, comer, ganar y las chicas.
Me esmeré, y logré mucho dentro y fuera del deporte. Y cada noche, volvía a casa con mis padres, quienes me amaban y apoyaban. La vida parecía buena. Me sentía triste por mis amigos cuyos padres se divorciaban. “Eso nunca me pasará a mí”, pensaba. Pero no fue así. Y cuando mamá se mudó el día que me gradué de la Greene Central High School, mi mundo cambió.
Amo a mis padres, y ellos siempre me han querido y apoyado. Tener la presencia de ambos en casa me había dado seguridad. Pero ahora, esa sensación había desaparecido. La nueva situación me enfurecía y confundía, y el resentimiento crecía en mi corazón.
Sin embargo, solo recientemente, casi cuatro décadas después, he podido nombrar estas emociones e identificar cómo me afectó el divorcio de mis padres. Gracias a la orientación cristiana, he aprendido que mi reacción fue desconfiar de las personas y ser autosuficiente de una manera feroz. Sin darme cuenta, comencé a proteger mi corazón evitando que cualquiera se acercara a mí, especialmente las mujeres. Como imaginarán, esa actitud no favorecía las relaciones duraderas y saludables.
Al reflexionar, entiendo que mis padres hacían lo mejor que podían. Todos tienen dificultades en la vida, pero cuando yo era adolescente, no sabía cómo procesar mis emociones. Solo sabía que una de las “mulas” del abuelo estaba en una zanja y que debía hallar una solución. Me entregué a mis estudios universitarios y los deportes.
Cuando mi sueño de jugar baloncesto universitario no se cumplió, acepté una beca para jugar béisbol en la Universidad de Carolina del Este (ECU) en el otoño de 1996. Eso fue un año antes de que ECU contratara al legendario Keith LeClair como entrenador en jefe. Cuando llegó, dijo que nos llevaría a la Serie Mundial Universitaria para Hombres de la NCAA. Sabía que, si quería ser parte de ese equipo ganador, tenía que mejorar.
El entrenador LeClair nos preparó como si fuéramos a convertirnos en SEAL de la marina. Cumplía con todas sus exigencias, y me desvivía por ser el primero en llegar y el último en irme. También trabajaba mucho en clase. Ocuparme me impedía sentirme triste por la ruptura de mi familia.
Mis años como beisbolista de la ECU junto a mis mejores amigos fueron los mejores de mi vida. Nunca desaparecerán mis recuerdos de ganar campeonatos y pasar tiempo con ellos. Me gradué y entonces me propuse ser entrenador universitario. No podía imaginarme la vida sin el deporte.
He tenido una increíble carrera como entrenador en mi paso por Kinston High School, UNCW, Vanderbilt, Notre Dame, LSU, UCF y Ole Miss. Los primeros diez años asistí a los mejores entrenadores del país.
En 2014, ayudé a preparar a Ole Miss para la Serie Mundial Universitaria en Omaha. El puesto de entrenador en jefe de la ECU quedó vacante en ese momento y mi alma mater quería entrevistarme. Me aseguré de que el Departamento de Deportes de la ECU estuviera comprometido con ganar un campeonato nacional antes de aceptar el puesto. Sin embargo, no planeaba quedarme mucho tiempo.
Mi plan era llevar a ECU a Omaha para la Serie Mundial y luego pasar a una posición más alta. La meta era subir por la escalera del éxito y hacer más dinero. Pero con el tiempo, mis prioridades cambiaron. La transformación ocurrió cuando me encontré con una mula que no podía mover, por más que lo intentara: la mula de la depresión.
Esa temporada oscura comenzó en 2020. Como muchos, el aislamiento por el COVID y el verme obligado a salir de mi rutina de entrenar y ganar partidos perturbaron mi salud mental. De repente, no estaba tan activo ni comprometido con el equipo y no tenía en mis venas la dopamina que me daban las victorias. Luego me contagié de COVID y ese virus afectó mi cuerpo y mi mente.
En 2021, el padre de dos de mis jugadores, que, además, era mi amigo, falleció repentinamente. El pesar me hundió aún más en la oscuridad. No obstante, no le conté a nadie lo que experimentaba. Era un problema que debía resolver yo, así que seguí empujando. Aun así, esa terca mula de la depresión no se movía.
Las cosas volvieron a empeorar cuando, en el verano de 2022, varios de mis jugadores tuvieron un trágico accidente de bote. Cuando el padre de Parker Byrd me llamó y me dijo que los médicos tendrían que amputarle la pierna a su hijo, caí de rodillas y lloré. Me sentí responsable. (Ver la historia en el número 4 de 2023).
Durante los meses siguientes, observé a Parker y su familia enfrentar pruebas increíbles y un futuro incierto con fuerza, dignidad y fe. Al ver que mis jugadores les mostraban su apoyo, noté que muchos tenían la misma esperanza asombrosa. Yo no veía la luz al final del túnel como ellos. Solo veía oscuridad. Cuando me contagié de COVID por tercera vez, alcancé un nuevo punto bajo. La vida ya no parecía valer la pena.
En septiembre de ese año, me pidieron presentar a uno de mis héroes del béisbol, Darryl Strawberry, en un evento de recaudación de fondos de Victorious Living titulado “A Night of Hope” (una noche de esperanza).
Qué ironía: yo, un hombre sin esperanzas, en el escenario de un evento llamado así. Recuerdo estar allí momentos antes de comenzar mientras trataba de encontrar un modo de presentar a Darryl. Uno sabe que está deprimido cuando no desea tener una oportunidad única en la vida como esa.
De alguna manera logré subir a ese escenario. Al mirar hacia el público, vi a Parker Byrd con su pierna recién amputada y a la mayor parte de nuestro equipo de béisbol. Me pregunté si podrían ver la parte deshecha y desesperada del hombre que tenían enfrente. La audiencia me dio la bienvenida a mí, el entrenador de su querido equipo local. Supongo que salí adelante. Nadie se dio cuenta.
Y luego necesité una operación de rodilla. El dolor físico solo hacía crecer la oscuridad. Esperaba recuperarme antes de unas muy necesarias vacaciones en las Bahamas con mis amigos. Pero entonces, tuve una infección. Me sometí a otra cirugía y perdí el viaje. En esa cama de hospital, pensando en mis compañeros sin mí, llegué a otro punto bajo sin precedentes.
No tenía idea de cómo procesar mis emociones. Tampoco sabía cómo pedir ayuda, ya que me avergonzaba que notaran que estaba deprimido. Yo era el entrenador, el que tenía las respuestas, el tipo fuerte que resolvía el problema de cualquiera.
¿Qué pensarían de mí los otros entrenadores y jugadores si se enteraban de que necesitaba el apoyo de los demás? Me sentía tan débil.
Finalmente decidí que no importaba lo que pensara el resto, porque si no se lo contaba a alguien, no sobreviviría. Ser humilde y admitir que necesitaba ayuda fue lo más difícil que he hecho, pero me salvó la vida. Confiar en la gente y apoyarme en mis amigos es la razón por la que sigo aquí hoy. Dios usó a esos hombres para guiarme hasta Jesús, la luz que resplandece sin desfallecer en la oscuridad (Juan 1:5).
Mis amigos me animaron a ir a la iglesia. No estaba seguro de querer levantar del piso ese viejo guante. Llevaba diez años en Greenville y no había pisado una iglesia ni una sola vez.
Tenía muchas justificaciones, todas egocéntricas, por supuesto. Me convencí de que, si iba, tendría que hablar de béisbol. Vivimos en una pequeña ciudad y a menudo me reconocen. No quería ser el “entrenador principal de la ECU” en la iglesia; quería ser solo Cliff Godwin. Así que me quedaba en casa.
Pero había una razón más importante: tenía miedo de entrar solo a la iglesia. ¿No es increíble? Soy un entrenador en jefe de béisbol que siempre es centro de atención y ha salido a los campos de juego solo, frente a las cámaras, más de mil veces. ¿Y tenía miedo de entrar solo en una iglesia?
Por fin, en la víspera de Navidad, hice mis miedos a un lado y fui a la iglesia con un par de amigos. En cuanto entré por las puertas, no pude más que llorar. Estaba rompiendo todas mis reglas, no me doblegaba ni en el béisbol ni en la vida. Estaba convencido de que la gente me miraba y se preguntaba qué me pasaba. Me sorprendí cuando decidí volver. Y otra vez, y una vez más. Al tercer domingo, ya entraba solo.
Al sentarme entre una comunidad de creyentes cada semana y bajo una excelente guía bíblica, la esperanza volvió a mi corazón y mi mente. Comencé a ver la luz cuando noté que mi propósito e identidad eran mucho más que ser el entrenador Cliff Godwin.
A medida que aprendía acerca de la bondad de Dios, comencé a lamentar mis decisiones pasadas, especialmente mi trato hacia las mujeres. Pero en lugar de confesar mis errores, arrepentirme ante Dios y recibir Su perdón (1 Juan 1:9), me condené a mí mismo y volví a caer bajo la pesada carga de la vergüenza y la culpa.
Pero luego Dios me recordó que todos somos pecadores que no alcanzamos Su modelo perfecto (Romanos 3:23). Cada día cometemos errores, caemos en un foso de pecado. El Señor sabía que ese sería nuestro camino. Por eso, envió a Su Hijo, Jesús, a la muerte (Juan 3:16).
A través de Su muerte y resurrección de entre los muertos, Jesús resolvió mi problema de pecado. Pagó el alto precio que había que afrontar por todos mis defectos y doblegó el poder del pecado y la vergüenza que conlleva. (Ver Romanos 6:23; Colosenses 1:13–14; 1 Pedro 2:24).
En el otoño de 2022, comencé a ir a orientación cristiana. Este fue otro paso desafiante para mí. Tuve que superar el miedo a lo que los demás pudieran pensar, así como la creencia de que hablar de mi pasado y enfrentar mis emociones significaba que era débil o que algo andaba mal conmigo. Desde mi primera sesión, Dios ha usado a mi consejero para llevarme a un estado de libertad (2 Corintios 3:17).
Mediante la orientación, he descubierto muchas cosas sobre mí mismo, incluyendo que necesitaba perdonar a mis padres por divorciarse. Me di cuenta de que debía pedir perdón por el trato que había dado a las mujeres con las que había tenido vínculos. Admití haber sido un tirano arrogante durante años, sobre todo como entrenador. Dios me ha ablandado en ese aspecto, pero aún me cuesta superar las derrotas y ver más allá de las victorias.
El Señor me ha bendecido con un increíble grupo de jóvenes que me ayuda a crecer como hombre de Dios. Nuestro equipo de béisbol entero ha estado pasando por un despertar espiritual. En enero de 2024, diez jugadores, que recientemente habían entregado sus vidas a Jesús, fueron bautizados en nuestro campo de béisbol en un abrevadero de caballos. Yo me había bautizado en la secundaria, pero decidí volver al agua. Quería declarar de nuevo y de manera pública mi renovada decisión de seguir a Cristo.
Les envié un mensaje de texto a mis padres justo antes de hacerlo, y papá me respondió: “He orado por esto desde el día en que naciste”. Dijo que había visto un cambio en mi vida hacía aproximadamente un año, pero no podía precisar en qué. “Ahora entiendo”, continuó. Escuchar que Dios me cambiaba de una manera visible a otros, confirmó que el Señor obraba en mí.
Me emociona lo que Dios tiene reservado y agradezco que me haya liberado de la oscuridad. Gracias a Jesús, soy un hombre que vive en la luz y con esperanza. El Espíritu de Dios me está ayudando a ser una nueva persona dentro y fuera del campo (2 Corintios 5:17).
Hoy en día, mi prioridad ya no es escalar posiciones como entrenador y ganar dinero, sino ser un modelo de religiosidad que ayude a los jóvenes que Dios pone en mi camino a convertirse en más que excelentes jugadores de béisbol.
Quiero ayudarlos a ser hombres de carácter que recurren a Dios y que no tienen miedo de pedir asistencia. Quiero que sepan que admitir que tienen una necesidad o que enfrentan un problema no es una flaqueza porque es en nuestra debilidad que Dios puede hacernos fuertes (2 Corintios 12:9).
No trate de ir por la vida solo y contando solo con sus recursos. En cuanto admita que necesita a Dios, encontrará la fuerza que requiere. La gracia de Dios es lo único que necesita cualquiera, y Su poder obra mejor en nuestra debilidad.
Cliff Godwin ha sido reconocido como uno de los mejores entrenadores de béisbol universitario de la nación. Como entrenador en jefe de la ECU, su meta es ser un modelo de religiosidad mientras conduce a su equipo a un campeonato de la Serie Mundial.